viernes, 30 de abril de 2010

Domingo V de Pascua (C)

2-5-2010 DOMINGO V DE PASCUA (C)

Hch. 14, 21b-26; Slm. 144; Ap. 21, 1-5a; Jn. 13, 31-33a.34-35



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el evangelio de este domingo dice Jesús: “Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros”. Como vemos, el evangelio de este domingo nos presenta un modo de actuar común y específico para todos los discípulos de Jesús que queremos seguirle y ser fieles enlo que Él nos indica. Pues bien, en este domingo yo quiero ser testigo y contaros algunas de las cosas que he visto y he oído en estos días que he estado en una peregrinación diocesana (la de Oviedo-España) en el Santuario de Lourdes (Francia). Estuvimos desde el sábado 24 hasta el miércoles 28 de abril y éste es mi testimonio de cómo en estos días la gente a la que acompañaba trató de vivir el mandato de Jesús: amarse unos a otros cómo Él hizo:

- He visto cómo unas 220 personas salíamos de Asturias. Entre nosotros había enfermos e impedidos, ancianos, voluntarios, peregrinos…

- He visto un día y me ha quedado grabada la imagen de una voluntaria que tenía a dos ancianas discapacitadas psíquicas cogidas del brazo, una por cada lado, y cómo las atendía con todo el cariño. Una tenía mocos en la cara y no he visto ningún gesto de asco en el rostro de la voluntaria (después le quitaría los mocos…).

- He visto a voluntarios ir a las piscinas de Lourdes. Parece que es duro por lo que allí se ve: cuerpos deformes de ancianos, de jóvenes y de niños. A aquellos que se ofrecen voluntarios les dan unas pequeñas instrucciones de cómo hacerlo mejor; hacen un poco de oración antes de comenzar y, mientras se están introduciendo los cuerpos en el agua, se reza y se canta a la Virgen. He visto a algunos de estos voluntarios que, cuando salían después de haber ayudado a sumergir en el agua a los enfermos y fieles, salían con lágrimas en los ojos y descargaban sus lágrimas sobre los hombros de otros voluntarios que les recibían con los brazos abiertos. Lloraban por la dureza de lo que vieron; lloraban por la fe y entrega que vieron en los que iban a ser sumergidos; lloraban porque se sentía tocados por algo muy especial en lo más profundo de su espíritu; lloraban sin tener una explicación razonable de por qué lloraban…

- Me han contado que uno de los jóvenes voluntarios que fue a Lourdes no estaba demasiado convencido de todo lo relativo al hecho religioso: no quería saber nada o poco de rollos de curas, de “vírgenes”, de la Iglesia. Allí sólo iba a echar una mano con los enfermos. Lo demás no le interesaba demasiado. He visto a este joven llorar como un chiquillo cuando salía de las piscinas después de haber llevado allí a enfermos e impedidos y de haberlos sumergido en el agua.

- Me han hablado de los rostros radiantes, esperanzados, confiados y entregados de los enfermos e impedidos cuando, al final de la procesión eucarística, el sacerdote pasaba por entre ellos para darles la bendición con el Santísimo. Aquellos rostros impresionaron al que acompañaba al sacerdote.

- Me han hablado de un joven por el que su madre rezaba mucho. La madre era voluntaria de la peregrinación a Lourdes. Un día el joven le dijo a la madre que quería ir. La madre se lo preparó. En el autobús lo “marearon” con tanto rezo. Durante los primeros días dijo que no aguantaba más y que se marchaba. Incluso fue a mirar los horarios del tren, pero se quedó hasta el final. La noche más preciosa de su vida la pasó delante de la cueva de la Virgen. Hoy está enganchado a Lourdes, a los enfermos y sus pocos días de vacaciones los usa para ir hasta allá.

- He visto a peregrinos que fueron a Lourdes hundidos en su dolor, encerrados en autocompasión y allí fueron acogidos con los brazos abiertos por las demás personas de la peregrinación. Era algo natural. Estos peregrinos sufrientes dejaron de mirarse un poco al ombligo y empezaron a dar y a darse a los demás, y experimentaron el milagro de que su dolor era menos dolor al ser amado y, sobre todo, al amar a los otros.

- He visto a voluntarias y voluntarios sacar tiempo de sus vacaciones para ir a Lourdes y para atender a los enfermos e impedidos y, estando ellos ya en Lourdes, he sabido que “robaban” tiempo de su descanso nocturno, de su ocio diario y cogían algunos minutos y se escapaban a la cueva o a una capilla a rezar a la Virgen.

- He visto allí cómo se hacía realidad la segunda lectura que hemos escuchado hoy: “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Vi la ciudad santa... que descendía del cielo, enviada por Dios... Y escuché una voz potente que decía desde el trono: -Ésta es la morada de Dios con los hombres... Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor”. Es decir, vi cómo el amor de Dios y de la Virgen María, el amor entre los hombres por mediación del Espíritu Santo hace posible que Dios esté entre nosotros. Allí en Lourdes era palpable. También escuché a un voluntario que me comentó que él no era creyente, pero que lucha con todas sus fuerzas por propagar el modo de vida cristiano, pues es lo mejor que tiene el mundo para vivir y para relacionarse.

Algunos de vosotros podréis preguntarme si vi algún milagro en Lourdes. Os diré que sólo vi los que os he contado más arriba. Os diré que en estos días he visto el mandato del amor de Jesús a sus discípulos hecho realidad en la peregrinación diocesana de Lourdes.

Termino con una frase de la adolescente a la que se le apareció la Virgen: en cierta ocasión Bernardette tuvo que explicar lo que sucedía con las apariciones de la Virgen a las autoridades del lugar y a otras personas. Había gente que no la creía, entonces ella contestó: “A mí me encargaron decíroslo, no hacéroslo creer”. Pues bien, creáis o no creáis todo esto, os digo lo mismo que Bernardette: “A mí me encargaron decíroslo, no hacéroslo creer”. Esto último le corresponde a Dios. Sólo Dios es quien abre nuestros espíritus para creer y para amar al modo de Jesús.

viernes, 23 de abril de 2010

Domingo IV de Pascua (C)

25-4-2010 DOMINGO IV DE PASCUA (C)

Hch. 13, 14.43-52; Slm. 99; Ap. 7, 9.14b-17; Jn. 10, 27-30

Queridos hermanos:

Si Dios quiere, mañana marcho para Lourdes (Francia) a una peregrinación con la Hospitalidad diocesana de Oviedo. Vamos unas 220 personas. Estaré allí hasta el miércoles 28. Por eso, no "colgaré" este domingo la homilía del Domingo IV de Pascua (C). Lo siento.

Os encomendaré ante la Virgen María.

Un abrazo

Andrés

viernes, 16 de abril de 2010

Domingo III de Pascua (C)

18-4-2010 DOMINGO III DE PASCUA (C)

Hch. 5, 27b-32; Slm. 29; Ap. 5, 11-14; Jn. 21, 1-19



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

- Hace ya un año fallecía de modo repentino mi prima. Era bastante joven. Dejó un marido, unos hijos pequeños, una madre, unos hermanos, unas cuñadas, unos sobrinos, una familia política… Ha sido un año duro para toda la familia: duro por el sufrimiento que ha sido compartido, pero duro también por el sufrimiento llevado en soledad… para no ahondar más el sufrimiento de los demás. Mas la vida sigue adelante. Saldremos adelante, a pesar de tanto dolor y de tanto notar su ausencia. Por dentro, en nuestro ser más íntimo nos sucederá lo de aquel cuento del hombre viejo y de su corazón destrozado. Quizás ya lo conozcáis algunos. Escuchad: “Un día un hombre joven se puso en el centro de una ciudad y gritó que su corazón era el más hermoso de aquel lugar. Muchos se arremolinaron a su alrededor y confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en él ni manchas ni rasguños. De pronto, un anciano se acercó y dijo: ‘¿Por qué dices eso, si tu corazón no es tan hermoso como el mío?’ Sorprendidos, la multitud y el joven miraron el corazón del anciano y vieron que, si bien latía vigorosamente, estaba cubierto de cicatrices, e incluso había zonas donde faltaban algunos pedazos, los cuales habían sido reemplazados por otros que no encajaban perfectamente en el lugar. Es más, había lugares con huecos, donde faltaban trozos. La gente se sintió sobrecogida y pensó que cómo podía decir aquel anciano que su corazón era el más hermoso. El joven, al ver el corazón deteriorado del anciano, se echó a reír y dijo: ‘Debes de estar bromeando. Compara tu corazón con el mío. El mío es perfecto. El cambio, el tuyo es un amasijo de cicatrices y dolor’. A lo que el anciano contestó: ‘Es cierto, tu corazón luce perfecto, pero yo no podría confiar en ti. Mira, cada cicatriz representa una persona a la que entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos, a su vez, me han obsequiado con un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que quedó abierto. Como las piezas no eran iguales, quedaron los bordes desiguales, de los cuales me alegro, porque me recuerdan el amor que hemos compartido. Hubo veces en que entregué un trozo de mi corazón a alguien, pero esa persona no me ofreció un poco del suyo a cambio. De ahí los huecos. Dar amor es arriesgar; pero, a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas, me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza de que algún día, tal vez, regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón. ¿Comprendes ahora lo que es verdaderamente hermoso?’ El joven permaneció en silencio. Por sus mejillas corrían las lágrimas. Se acercó al anciano, arrancó un trozo de su joven corazón y se lo ofreció. El anciano lo recibió y lo colocó en su corazón; luego, a su vez, arrancó un trozo del suyo ya viejo y maltrecho y tapó con él la herida abierta del joven. La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Se notaban los bordes. El joven miró ahora su corazón, que ya no era tan perfecto, estéticamente hablando, pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor del anciano fluía en su interior”.

Los corazones de los dos hijos de mi prima están más grandes, pues tienen trozos de los corazones de su padre, de sus abuelos, de sus tíos, de sus primos, que han querido arropar el corazón de estos dos críos. Pero también tienen parte del corazón de su madre, que, por amor, les sigue acompañando, aunque no sea de modo físico y material

Y ahora mirando para nosotros mismos, ¿a quién nos parecemos más nosotros en nuestra vida ordinaria: al joven o al anciano? ¿Cómo tenemos nuestro corazón: bien conservado de amar poco, de entregarnos poco a los demás, de compartir poco con los demás, o tenemos el corazón más parecido al anciano con su corazón herido, cuarteado, troceado por haber amado y sufrido por y con los demás?

- Para nosotros, los cristianos, ese “anciano” del que nos habla el cuento es sobre todo Jesús. El ha ido dejando trozo a trozo su corazón y todo su ser por todo el mundo y durante todos los siglos de la historia de la humanidad. En su corazón faltan muchos trozos, pues nos ha dado partes de su corazón, pero no ha recibido a cambio trozos del nuestro. Por eso, su corazón parece un queso de Emmentaler (o Gruyère). Fijaros, por ejemplo, en el caso que nos pone el evangelio de hoy. San Pedro había negado a Jesús hasta en tres ocasiones, cuando éste estaba en poder de los judíos. Ahora Jesús le da la oportunidad de borrar esas tres negaciones. Por eso, le pregunta en tres ocasiones si lo quiere, si lo ama, y Pedro contesta por tres veces que sí, que lo quiere. Nadie pierde más trozos de su corazón que cuando se acerca al enemigo, al que le ha hecho algo malo, y busca la reconciliación con él. Nadie pierde más trozos de su corazón que cuando perdona.

Otro ejemplo de ese corazón roto de Jesús, también en el evangelio de hoy, lo tenemos en el siguiente hecho, que a mí me enternece tanto. Mirad cómo Jesús se acerca una y otra vez a sus discípulos, que habían quedado como huérfanos, para consolarlos y confortarlos. “En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a sus discípulos junto al lago de Tiberíades”. Saboread estos detalles. Cerrad los ojos e imaginaros la escena que nos cuenta el evangelio: Jesús se hace el encontradizo; Jesús les facilita una pesca abundante indicándoles dónde tienen que echar las redes; Jesús les prepara el fuego, como si fuera un ama de casa, una madre, para que, al llegar a tierra los discípulos pescadores, él pueda cocinarles un poco de pescado y puedan desayunar; pero Jesús no se conforma con preparar el desayuno, sino que también les reparte la comida: “Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado”. De amar tanto a los suyos, de preocuparse tanto por los suyos, de sufrir tanto por los suyos, Jesús tendrá el corazón como era descrito en el cuento de hoy. ¿Cómo está el mío?

sábado, 10 de abril de 2010

Domingo II de Pascua (C)

11-4-2010 DOMINGO II DE PASCUA (C)

Hch. 5, 12-16; Slm. 117; Ap. 1, 9-11a.12-13.17-19; Jn. 20, 19-31



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Como ya sabéis el segundo domingo de Pascua está dedicado a la Misericordia Divina; por eso, a este día se le conoce como el Domingo de la Misericordia.

Después de leer las lecturas que la Iglesia nos propone hoy para nuestra reflexión y oración, vemos que la resurrección de Jesús trae consigo una serie de consecuencias. Fijémonos en algunas de ellas:

- La resurrección de Jesús trae consigo la paz. Este es el saludo con el que Cristo Jesús se presenta a sus discípulos: “Paz a vosotros […] Jesús repitió: Paz a vosotros”. El domingo de Pascua, después de celebrar la Misa de 11, entré en la sacristía de la catedral, pues debía salir inmediatamente para la parroquia de San Emeterio de Bimenes (cerca de Nava) a celebrar allí la fiesta de Pascua. En la sacristía me encontré con D. Jesús, nuestro arzobispo, y, al saludarle, le comenté que marchaba para este pueblo y me dijo: ‘Dales la paz’. Y es que D. Jesús fue franciscano y San Francisco de Asís saludaba a la gente, no con: ‘buenos días o buenas tardes’, sino diciendo: “paz y bien’. Por eso, todos los franciscanos saludan también de esta manera.

En efecto, el hombre que experimenta a Cristo vivo siente cómo la paz se va apoderando de todo su ser. Tiene paz consigo mismo, pues se acepta tal y como es, con sus virtudes y con sus defectos, con su historia particular, con sus éxitos y con sus fracasos, con su pasado, con su presente y también abierto al futuro que Dios le depare. Igualmente este hombre tiene paz con los demás. Quizás los demás no tengan paz con él o le tengan odio o resentimiento, pero la persona llena de Cristo resucitado sí que tiene la paz para con los demás. Finalmente, el hombre que experimenta a Cristo vivo tiene la paz con Dios, porque Dios mismo es el origen de toda paz. Este día me comentaba una persona que, cada vez que se confiesa, por ejemplo, siente como que se le quita un gran peso de encima y que rejuvenece unos 10 años. La paz de Dios nos hace sentirnos más ligeros, alegres y confiados.

- Otro fruto de la resurrección de Cristo es el perdón. Dice el evangelio de hoy, refiriéndose Jesús a los discípulos: “a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. El perdón debe formar parte de toda convivencia humana y, por tanto, de toda persona humana. En la parroquia de La Corte (Oviedo) el párroco me llama siempre para dar una charla a los novios que van a casarse. El primer día el párroco divide una pizarra en dos partes. En una apunta todo aquello que debe tener un matrimonio y en la otra parte todo lo que no debe existir en el mismo. Para rellenar las dos partes se pregunta a los novios. En la primera escriben: amor, comprensión, diálogo, respeto, cariño…, pero nunca ponen el perdón. Antes de comenzar mi charla y al ver todo lo que está escrito en la pizarra, siempre cojo una tiza y escribo: ‘perdón’, pues nunca lo escriben, y les digo a los novios que, en toda relación humana hay errores y heridas, y el perdón es la mejor manera de superar todo eso. Perdón que se da, perdón que se recibe. Pues bien, en toda relación humana (en la sociedad o dentro de la Iglesia) y en toda relación con Dios se cometen errores, pecados… y Dios nos perdona. Para eso murió Cristo en la cruz: por nuestros pecados, para el perdón de los mismos. Y la Iglesia tiene que ser instrumento y mediadora del perdón de Dios para los hombres. Por ello, Jesús ha dejado a su Iglesia este poder: el de perdonar. Pero también Jesús dejó a la Iglesia el poder de no perdonar, o sea, de retener los pecados. Este es un tema escabroso, pero hoy me voy a detener un poco en él.

Existen varios casos en el Nuevo Testamento en los que los pecados de los hombres han sido retenidos. Voy a fijarme en tres de ellos: 1) Dice Jesús en el evangelio: “Quien hable mal del Hijo del hombre, podrá ser perdonado, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no será perdonado” (Lc. 12, 10). No voy ahora a profundizar en qué consiste el pecado contra el Espíritu Santo; simplemente quiero subrayar el hecho de que Jesús retiene el perdón por un determinado pecado. 2) En otro momento dice también Jesús: “Si tu hermano te ofende, ve y repréndelo a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo uno o dos, para que cualquier asunto se resuelva en presencia de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad; y si tampoco hace caso a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano” (Mt. 18, 15-17). Aquí se ve cómo el empecinamiento de un hombre en su pecado y el no querer arrepentirse, ni siquiera a instancias de otros hermanos de comunidad, hace que se le retenga también el perdón. 3) Finalmente, reseño aquí un texto de San Pablo, en el que éste presenta un hecho que sucede entre los cristianos de Corinto: “Es cosa pública entre vosotros un caso de lujuria de tal gravedad, que ni siquiera entre los no cristianos suele darse, pues uno de vosotros vive con su madrastra como si fuera su mujer. Y vosotros seguís tan orgullosos, cuando deberíais vestir de luto y excluir de entre vosotros al que ha cometido tal acción. Pues yo, por mi parte, aunque estoy corporalmente ausente, me siento presente en espíritu, y, como tal, he juzgado ya al que así se comporta. Reunido en espíritu con vosotros, en nombre y con el poder de nuestro Señor Jesucristo, he decidido entregar ese individuo a Satanás, para ver si, destruida su condición pecadora, él se salva el día en que el Señor se manifieste” (1 Co. 5, 1-5). Como se ve en esta explicación del apóstol, retener el perdón no es un castigo, sino que es 1) una forma de hacer presente y mostrar al pecador su situación real de cara a Dios y de cara a los demás; 2) igualmente al quedar ese pecador aislado de Dios y de la ayuda de la comunidad, y verse “en poder de Satanás”, San Pablo espera que recapacite y pueda arrepentirse, convertirse, pedir perdón, ser salvado mediante la concesión del perdón divino y ser reintegrado en la comunidad. En efecto, Dios no quiere la muerte de nadie, sino que quiere que el hombre se convierta y se salve.

Estos dos frutos los cierro con la formula que el sacerdote pronuncia al absolver al fiel que se acerca a confesar sus pecados. Fijaros que belleza:

“Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, EL PERDON Y LA PAZ.

Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. AMEN”

- Fruto de la resurrección es la fe. Se nos presenta hoy en el evangelio el famoso caso de Santo Tomás: él sólo creería que Jesús estaba vivo si metía su mano en su costado abierto y sus dedos en el agujero hecho por los clavos en las manos de Jesús. Cuando éste le acercó su costado y sus manos para que hiciera lo que había dicho, Tomás responde con la fe: “¡Señor mío y Dios mío!” Y Jesús le responde: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.

- Hay más frutos de la resurrección de Jesucristo: por ejemplo, la Iglesia y la venida del Espíritu Santo, pero de ello ya hablaré en otra ocasión.

sábado, 3 de abril de 2010

Domingo I de Pascua (C)

4-4-2010 DOMINGO I DE PASCUA (C)

Hch. 10, 14a.37-43; Slm. 117; Col. 3, 1-4; Jn. 20, 1-9



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

- El evangelio de la Vigilia Pascual nos narra cómo el domingo, tres días después de la muerte de Jesucristo, de madrugada, unas mujeres, discípulas de Jesús, se acercaron al sepulcro en donde lo habían enterrado. Allí había dos ángeles que les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. HA RESUCITADO”. Vamos a tratar de profundizar un poco en estas palabras:

* Aquellas mujeres buscaban a Jesús. Muchos hombres, a lo largo de toda la historia, han buscado a Jesús, a Dios. Ya sabéis aquella famosa frase de San Agustín: “Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti” (Confesiones, Libro I, Capítulo I, 1). ¡Cuánto importa buscar a Jesús, necesitar encontrarlo! Una persona que dice no necesitar nada, que piensa no necesitar nada, ni de nadie, pienso que está muerto en vida. Una persona que no busca nada en esta vida o que no espera nada en esta vida ni de nadie, es una persona muerta en vida. Hace poco leía esta noticia de periódico: Cada vez hay un porcentaje mayor de jóvenes, al menos en España, que ni estudian ni trabajan. Ellos responden a esa generación bautizada ya como “Nini” (ni estudian ni trabajan), y que, si tienen la suerte de encontrar un trabajo, lo abandonan en cuanto tienen derecho a prestación por desempleo. La persona que no busca, vegeta y se muere por dentro y por fuera. La persona que busca, vive. Por lo menos, las mujeres del evangelio buscaban. ¿Y nosotros?

* ¿Dónde buscamos a Jesús? Pero, no sólo es importante buscar, sino también saber dónde buscamos. Decían los ángeles a las mujeres: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” Sí, hay personas que buscan, pero en un lugar equivocado. En muchas ocasiones, cuando estoy entre la gente, me pregunto si conocerán al verdadero Dios y al que puede hacerles felices para siempre. Estamos todos tan atareados y tan nerviosos por terminar los estudios para encontrar trabajo; estamos todos tan atareados y tan nerviosos para trabajar en un buen puesto para ganar más dinero; estamos todos tan atareados y tan nerviosos para alcanzar la prejubilación o la jubilación para dejar de trabajar; estamos todos tan atareados y tan nerviosos por dejar de trabajar para descansar…, y entonces nos morimos. Estamos todos tan atareados para ir de vacaciones aquí o allá, por probar esta comida o este restaurante, por tener esta propiedad o esta otra… Y en tantas ocasiones creo que el Señor ve que buscamos en lugar equivocado: buscamos lo que da felicidad y vida entre lo que está muerto. Hace un tiempo habló conmigo un señor, de unos 50 años, que estaba en actitud de búsqueda en su vida. Este señor buscaba a Dios. En una ocasión, hace ya bastantes años, hizo el camino de Santiago y sintió una paz como nunca la había experimentado. Supo que aquella paz procedía de Dios y era Dios. Desde entonces y, en cuanto puede, coge la mochila y se pone a caminar hacia Santiago de Compostela. Quiere volver a experimentar una vez más aquello que vivió hace ya años. Los amigos no le entienden; cree que está haciendo el idiota, pero él piensa que quienes hacen el idiota son ellos, pues buscan al que vive entre los muertos, pero él busca al que vive en donde experimenta vida, paz, esfuerzo, compañerismo, generosidad, silencio…

* En el evangelio, los ángeles dicen a las mujeres que Cristo ha resucitado y, por lo tanto, vive. Jesús, que fue perseguido, escupido, insultado, azotado, burlado, crucificado, asesinado y enterrado, está vivo, VIVE. Nosotros, los cristianos, no seguimos a un muerto, sino a uno que está vivo. Ciertamente, su vida fue un fracaso, humanamente hablando, pero Dios le ha dado la razón frente a todos los que lo tomaron por loco y frente a quienes lo mataron.

- En el evangelio del domingo de Pascua se cuenta cómo San Pedro y San Juan fueron corriendo al sepulcro, pues las mujeres les habían dicho que estaba vacío. Primero entró Pedro y luego entró Juan. Al entrar éste, dice el evangelio: “Vio y creyó”. Juan vio que el sepulcro estaba vacío y creyó que Jesús había resucitado y que estaba vivo. El lo vio morir en la cruz, pero ahora “sabía” por la fe que Él estaba vivo.

Hoy hay mucha gente que no cree en la resurrección de Jesús. Piensan que Jesús fue un hombre extraordinario, un maestro que supo enseñar muy bien cosas importantes de la vida y de los hombres, pero ha muerto; está bien muerto. En ocasiones me pregunto si sirve para algo seguir predicando el evangelio de Jesucristo o anunciando que éste ha muerto por todos los hombres y ha resucitado para todos los hombres. Y entonces me acuerdo de un cuento, que os voy a contar ahora: “Cierto día, caminando por la playa, reparé en un hombre que se agachaba a cada momento, recogía algo de la arena y lo lanzaba al mar. Hacía lo mismo una y otra vez. Tan pronto como me aproximé, me di cuenta de que lo que el hombre agarraba eran estrellas de mar que las olas depositaban en la arena, y una a una las arrojaba de nuevo al mar.

Intrigado, le pregunté sobre lo que estaba haciendo, y él me respondió:

- Estoy lanzando estas estrellas marinas nuevamente al océano. Como ves, la marea es baja, y estas estrellas han quedado en la orilla; si no las arrojo al mar, morirán aquí por falta de oxígeno.

- Entiendo –le dije-, pero debe de haber miles de estrellas del mar sobre la playa… No puedes lanzarlas todas. Son demasiadas. Y quizá no te des cuenta que esto sucede probablemente en cientos de playas a lo largo de la costa. ¿No estás haciendo algo que no tiene sentido?

El nativo sonrió, se inclinó y tomó una estrella marina, y mientras la lanzaba de vuelta al mar, me respondió:

- ¡Para ésta sí tiene sentido!”

Sí, pienso que hoy día, como siempre, sigue teniendo sentido el evangelio de Jesucristo. Tiene sentido seguir haciendo el bien y trabajar por los demás. Tiene sentido predicar la muerte y resurrección de Cristo Jesús, aunque sólo unos pocos hagan caso de ello. Jesús hubiera venido al mundo por un solo hombre que lo hubiera necesitado. Hubiera anunciado el evangelio a ese solo hombre. Hubiera muerto por ese solo hombre, y hubiera resucitado por ese solo hombre. (Caso del profesor de religión, al que sus alumnos molestaban en el aula, pero fuera le pedían, por favor, que los abrazara, pues nadie lo hacía).

Nosotros, los que hoy estamos aquí, en este templo, somos esas estrellas de mar afortunadas, a las que Jesús ha recogido de la arena, en la que moríamos por falta de oxígeno, y nos ha lanzado de nuevo al agua para que vivamos. Por eso, para nosotros sí que tiene sentido hoy día la Resurrección de Cristo. Es cierto que Jesús es más poderoso que el hombre del cuento y puede coger a todas las estrellas de mar que agonizan en todas las playas del mundo para devolverlas de nuevo al mar. Muchas no quieren; dicen que están bien donde están: en la arena, pero nosotros sí que queremos ser cogidos por Jesús y volver al agua. Nosotros queremos salir de la muerte en que estamos e ir a la vida que nos da Él en este día de Pascua.