domingo, 30 de diciembre de 2018

Santa María, Madre de Dios (C)


1-1-2019                                SANTA MARIA, MADRE DE DIOS (C)
Homilía de audio.
Queridos hermanos:
            En la primera lectura hemos escuchado una fórmula de bendición muy antigua y muy bonita del pueblo de Israel: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz”. Cuando al final de la Misa, el sacerdote os bendice (en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo), lo que está haciendo es, de parte de Dios, otorgaros todo lo que se dice en la bendición israelita, o sea,
            Que “el Señor te bendiga”, quiere decir que las bendiciones, las bondades de Dios desciendan sobre ti, sobre todo lo tuyo, sobre los tuyos; que sane tus heridas, tus dolores, tus orgullos. Y todo ello viene a ti, no desde fuera, sino desde lo más íntimo de tu ser y se derrama y esparce en ti. Su efecto, que no se puede describir exactamente con palabras, se asemeja a la brisa fresca en el bochorno, a los rayos solares cuando hace más frío, al abrazo de un amigo en la soledad, a la esperanza que nos renueva ante la desesperanza.
            Que “el Señor te proteja”, quiere decir que te cubre con sus brazos y cuida de ti. Nos protege de nosotros mismos, de nuestros pecados, del daño que nos hagan o puedan hacer otros. Experiencia mía de que el Señor me protegió en Taramundi con el coche y en otras muchas ocasiones. Sólo sabremos esto en el cielo.
            Que “el Señor ilumine su rostro sobre ti”, quiere decir que coloca su mejilla contra nuestra mejilla, y su luz interior se nos comunica. Luz que nos hace ver cosas, pero no sólo con los ojos físicos, con la razón y el conocimiento, sino y sobre todo con nuestro espíritu. En ese momento todo tiene sentido y descansamos por entero en El.
            Que “el Señor te conceda su favor”, quiere decir que Él se nos entrega. No nos da una cosa que le sobra, ni siquiera que le es muy querida. Se da a sí mismo.
            Que “el Señor se fije en ti”, quiere decir que se fija en ti que eres gordo, achacoso, triste, canoso, arrugado, viejo, depresivo, feo, rico, delgado, sano, alegre, con todo el pelo, joven... Se fija en ti, no en cómo eres o cómo estás. Se fija en ti, porque te ama a ti y te convierte en su amigo y en su hijo querido.
            Que “el Señor te conceda la paz”, quiere decir que su paz te es dada, y notas que estás en paz con todos y perdonas a los que te han hecho daño. Notas que estás en paz con la creación entera y todas las criaturas de hablan de Él. Notas que estás en paz contigo mismo y no te rechazas y te amas como Él te ama. Notas que Él está en paz contigo y no te guarda rencor ni anotaciones por tus pecados y errores. Y entonces eres libre, pues, si Él está en paz contigo y tú con los demás y con la creación, ¿qué más da que los demás no estén en paz contigo?
            Pero la máxima bendición que Dios da a este mundo es su Hijo. Así se nos dice en la segunda lectura: “Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer [...] para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. Por eso hoy celebramos el Emmanuel, es decir, Dios con nosotros.
            Para terminar, dejadme que os lea un escrito de Gandhi, un hombre bendecido por Dios:
“Señor...
Ayúdame a decir la verdad delante de los fuertes
y a no decir mentiras para ganarme el aplauso de los débiles./
Si me das fortuna, no me quites la razón.
Si me das éxito, no me quites la humildad.
Si me das humildad, no me quites la dignidad./
Ayúdame siempre a ver la otra cara de la medalla,
no me dejes inculpar de traición a los demás,
por no pensar igual que yo./
Enséñame a querer a la gente como a mí mismo.
No me dejes caer en el orgullo si triunfo
ni en la desesperación si fracaso./
Más bien recuérdame que el fracaso
es la experiencia que precede al triunfo.
Enséñame que perdonar es un signo de grandeza
y que la venganza es una señal de bajeza./
Si me quitas el éxito, déjame fuerzas
para aprender del fracaso./
Si yo ofendiera a la gente,
dame valor para disculparme
y si la gente me ofende, dame valor para perdonar.
¡Señor... si yo me olvido de ti, nunca te olvides de mi!”
(Mahatma Gandhi)

jueves, 27 de diciembre de 2018

Sagrada Familia (C)


30-12-2018                            SAGRADA FAMILIA (C)
Homilía en vídeo
Homilía de audio
Queridos hermanos:
            En el día de hoy celebramos la festividad de la Sagrada Familia. En este año quisiera fijarme un poco en los esposos.
            Hace un tiempo, un joven soltero y sin compromiso me decía que la Iglesia tiene que cambiar en muchas cosas, pues se está quedando atrás y sola. Le pedí que me pusiera algún ejemplo de estos cambios que ha de hacer la Iglesia e inmediatamente me habló de las parejas y de los matrimonios. Me contaba el caso de sus hermanos: dos varones y una chica. Todos ellos con pareja. Su hermano mayor llevó un noviazgo “por el libro”, se casó por la Iglesia y su matrimonio… es un auténtico desastre. Me decía este joven que, si su hermano hubiera convivido con su novia, se hubieran podido conocer más y mejor antes de llegar al matrimonio y quizás no estarían como están ahora. Me comparó este matrimonio canónico y fracasado con la relación de pareja que lleva su otro hermano con una chica y las cosas van bastante mejor entre ellos. Lo que pasa es que, como yo conozco un poco las tres relaciones de sus hermanos, le hice ver las contradicciones y las tensiones de las convivencias de sus otros dos hermanos que están sin casar, ni por lo civil, ni por la Iglesia. El joven me acabó reconociendo esto. Parece que hoy día casarse por la Iglesia no es garantía de que el matrimonio y la convivencia conyugal “funcione”, pero… casarse por lo civil o convivir como pareja de hecho tampoco es garantía de conocerse mejor y de que la relación “funcione”. Hay que ir profundizar más que lo que este joven hacía –desde mi punto de vista- sobre la vida de pareja.
            Hace poco leí en un periódico una carta de una mujer que pasaba por dificultades conyugales. Decía la carta: “Querido marido de más de media vida juntos: Sin necesidad de acuerdo previo, desde siempre coincidimos, primero en enamorarnos fulminantemente y luego en esas menudencias que ensamblan la vida. Coincidimos en política, en religión, en dedicación a nuestra casa y a nuestros hijos, en cuidar uno de otro cuando hemos estado enfermos y… ¡vive Dios que no nos han faltado sustos de salud! Juntos hemos disfrutado de los pequeños triunfos y juntos, codo con codo, hemos sufrido, padecido y luchado, contra la variada injusticia que nos tocó en el lote. No hemos sido una idílica pareja de esas que nunca discuten. Hemos discutido, nos hemos enfadado y nos hemos amigado; en fin, lo normal, hemos vivido. Sin embargo, ahora estás imposible. Sentadas las grandes bases, sin problemas irresolubles, te veo sonreír y hablar amablemente… pero no conmigo. Mi presencia te agobia, mi ausencia te disgusta. Rechazas mis iniciativas, te niegas a acompañarme (porque no te encuentras bien, me dices) y, a continuación, sí que te encuentras bien para ir a ver a cualquiera que yo no haya mencionado. Si hay verdura, quieres pasta. Si hay pasta, quieres arroz. Si hay sopa, quieres puré. Si te pregunto qué quieres, contestas que cualquier cosa. Si dispongo “cualquier cosa”, apareces con algo nuevo que tú has ido a buscar. Si hablas con los hijos, no haces de correa de transmisión. Si yo hablo con ellos, te molestas si no comento nada. ¿Te muestras correcto? Sí. Correcto y distante, correcto y despegado. ¿Hablas conmigo? Sí, sin entablar conversación alguna. Si muestro interés por las cosas que tienes que hacer, me contestas con vaguedades o si alguna vez me contestas algo concreto… luego me reprochas que no lleve una memoria exacta de lo que has dicho. Si me acerco a ti, retrocedes porque te parece que te mando o que te fiscalizo. Si procuro mantenerme distante, acaba escapándosete algún suspiro como de pena. Si te pregunto, me contestas algo bien críptico y abstruso, que me suma en la indignación o en la tristeza… Tiene que bastarte esta muestra para comprender porqué digo que estás imposible”.
            ¡Qué preciosa es la vida matrimonial, pero al mismo tiempo qué difícil y cuántos sinsabores aporta a tantos hombres y a tantas mujeres! Seguro que todos, los maridos y las mujeres, tienen miles de razones para quejarse -¡y con razón!- de lo mal que se comporta su cónyuge. Cuando el párroco de La Corte (Oviedo) me llamaba para hablar un día a los novios que se preparaban para el matrimonio, al llegar a la sala veía en la pizarra que había una serie de palabras escritas el día anterior en que el párroco les preguntaba qué actitudes debían existir en un matrimonio y cuáles no. Leía siempre lo que habían dicho los novios en dos columnas: amor, respeto, cariño, comprensión, fidelidad,/ malos humores, gritos, rencores, etc. Y siempre me fijaba que faltaba una actitud muy importante: el perdón. Sí, en toda relación humana, y sobre todo en toda relación de pareja-matrimonio el perdón debe de estar siempre presente, pues uno, otro o los dos comenten errores y fallos, y el otro debe siempre perdonar.
            La buena relación entre los esposos no se consigue durante el noviazgo llegando su cenit en el momento de la celebración de la boda. No. Dicha relación es fruto de toda la vida. Constantemente hay que estar luchando, ambos y codo con codo, por esta relación. Hace tiempo leí una frase de un autor cristiano (Tertuliano), que hablando de los esposos escribía así: “¡Qué vinculación la de dos fieles que tienen la misma esperanza, el mismo deseo, la misma disciplina, el mismo Señor! Dos hermanos comprometidos en el mismo servicio: no hay división de espíritu ni de carne; realmente son dos en una misma carne. Juntos oran, juntos se acuestan, juntos cumplen la ley del ayuno. Uno y otro se enseñan, uno y otro se exhortan, uno y otro se soportan. Juntos están en la Iglesia de Dios, juntos toman parte en el banquete de Dios, juntos pasan las angustias, las persecucio­nes, las alegrías. No se ocultan nada el uno al otro, todo es compartido, sin que por eso sea carga el uno para el otro...” En esta misma línea me ha emocionado la actuación de San José. Cuando Dios le avisa para que huya ante Herodes, que quiere matar a su hijo, San José coge a su hijo y a su mujer y se las lleva al extranjero a fin de protegerlos. Cuando años más adelante Dios le avisa que puede regresar, San José vuelve a coger a su hijo y a su mujer y los trae de vuelta a Israel, pero temiendo que el hijo de Herodes aún busque al niño para matarlo, lleva a éste y a su mujer a una aldea remota de Galilea: Nazaret. San José es padre que protege a su hijo. San José es esposo que protege y cuida de su esposa.
            En esta Misa pido a San José y a la Virgen María, verdaderos esposos según la voluntad de Dios, que protejan y cuiden de todos los esposos y de todas las parejas de la tierra, y que les enseñen que el amor esponsal verdadero es olvidarse de sí mismo para darse al otro por entero.