jueves, 31 de octubre de 2019

Domingo XXXI del Tiempo Ordinario (C)


3-11-2019                   DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO (C)
                                   Sb. 11, 22-12, 2; Slm. 144; 2 Ts. 1, 11-2, 2; Lc. 19, 1-10
Homilía en vídeo
Homilía de audio.
Queridos hermanos:
            En el evangelio de hoy se nos presenta el caso de Zaqueo, jefe de publicanos y hombre rico. En tiempos de Jesús había en Israel diversos grupos sociales:
1) Existían los saduceos. Eran los ricos. Ellos nada más aceptaban los cinco primeros libros de la Biblia (el Pentateuco) y, como aquí no se hablaba de la resurrección de los muertos, los saduceos no creían en ella. Para los saduceos Dios “pagaba” en esta vida el cielo y el infierno. Así, cuando un hombre estaba enfermo, era pobre o tenía cualquier desgracia, ello era signo de que había pecado y Dios le castigaba en vida. Al contrario, cuando un hombre estaba sano, tenía riquezas y todo lo iba bien, era porque Dios veía que era bueno y santo, y lo premiaba en esta vida. Fueron los saduceos quienes, para poner a prueba a Jesús, le plantearon aquel caso de una mujer que se había casado con varios hermanos y de ninguno había tenido hijos. Luego le preguntaron que, al morir, de cuál de los hermanos sería mujer. Con ello querían decir que la resurrección era algo ridículo.
2) Un segundo grupo eran los fariseos. Estos creían en la resurrección de los muertos. Ellos aplicaban la Ley de Moisés con las normas que ellos mismos elaboraban; para ellos tenía más importancia la Ley de Moisés, y la interpretación que ellos daban, que el hombre. Los fariseos eran judíos fervorosos. En este grupo estaban Pablo, Nicodemo…
3) Un tercer grupo lo formaban los zelotes. Eran guerrilleros y soldados, y luchaban con armas contra los romanos, contra los judíos colaboracionistas (como los publicanos) y contra los judíos permisivos con los romanos (como los saduceos). Se dice que dos de los apóstoles eran zelotes: Simón el menor y Judas Iscariote. ¿No recordáis que, en cierta ocasión en que Jesús hablaba de enfrentamientos, varios apóstoles sacaron unas espadas que llevaban escondidas, y también en el huerto de los Olivos? Se ve que algunos iban preparados para la guerra.
4) También existían otro grupo de judíos denominados publicanos. Eran judíos que cobraban impuestos de sus compatriotas por encargo de los romanos quedándose con una parte. Por ejemplo, los romanos les podían decir que cobrasen a cada compatriota 10 denarios: 2 eran para ellos y los otros 8 se los entregaban a los romanos. Pero muchos de estos publicanos cobraban 15 denarios; 8 para los romanos y 7 para ellos. El negocio era redondo. A la vista de todos, los publicanos eran la escoria: para los saduceos por advenedizos y por pertenecer a una clase social más baja; para los fariseos porque trataban con los romanos y se contagiaban de sus costumbres: estaban empecatados y estaban condenados al infierno sin remisión posible; para los zelotes por traidores y colaboracionistas; y para el pueblo llano porque los “sangraban” con los tributos. El evangelista-apóstol Mateo-Leví era publicano.
5) Finalmente, estaba el pueblo llano. Eran los más humildes: labradores, pescadores, artesanos, mendigos, etc. De aquí procedían la mayoría de los apóstoles y el mismo Jesús.
Es conveniente saber todas estas cosas para comprender mejor lo que hoy se nos relata en el evangelio. Zaqueo no sólo era publicano, sino que era jefe de publicanos y, por lo tanto, muy rico. Zaqueo se enteró que Jesús venía a su ciudad. Esto era un acontecimiento para todos los habitantes de los lugares por los que Jesús pasaba. Su fama de hombre santo, de profeta y de taumaturgo (hacedor de milagros) le precedía. Toda la ciudad y la gente de los alrededores estaban allí para ver a Jesús. También Zaqueo quería ver a Jesús. Nos dice el evangelio que Zaqueo era bajo de estatura. Él se metía entre la gente y esta, que lo reconoció y le tenía ganas, empezó a pellizcarlo, a darle patadas por la espalda y a darle collejas, a insultarlo…; pero a él no le importaba, porque quería ver a Jesús. Cuando comprobó que era imposible ver a Jesús entre toda aquella gente, entonces, previendo el camino que iba a seguir Jesús, se subió a un árbol por donde había de pasar. Y Zaqueo se subió al árbol como si fuese un mozalbete. Estaba haciendo el ridículo, poniéndose en evidencia, pero a Zaqueo no le importaba, porque quería ver a Jesús. Por ver a Jesús, Zaqueo soportó golpes, insultos, vejaciones. Por ver a Jesús, Zaqueo se puso en ridículo y en evidencia; pero todo lo daba por bien empleado por ver un poco a Jesús, aunque fuera simplemente de lejos y al pasar. Entonces nos dice el evangelio: Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: ‘Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa’. ¿Por qué Jesús ve a Zaqueo y no ve al resto de la gente? Muy sencillo, porque los demás iban a ver a “Fernando Alonso”, al “Barça”, al “Real Madrid”, en definitiva, iban a ver el espectáculo. Iban a ver los toros desde la barrera, pero no estaban dispuestos a perder nada de lo suyo ni de sí mismos por ver a Jesús. Jesús sabe todo esto y, por eso, VE a Zaqueo, VE el interior de Zaqueo y quiere hospedarse en su casa.
Fijaros en otro aspecto de las palabras de Jesús. Jesús dice a Zaqueo que baje del árbol, pues Jesús ve que Zaqueo se ha humillado y puesto en ridículo para verle, pero Jesús, que ama y ama de verdad, no quiere que Zaqueo prolongue la humillación más y le trata de tú a tú. Solo el que ama le duele el dolor del otro como propio, le duele el ridículo del otro como propio.
Mas sigamos con el evangelio: “Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: ‘Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador’”. Sí, cuando Jesús habló a Zaqueo, este se puso muy contento. Cuando Dios se fija en un hombre y le habla, enseguida la alegría toma posesión de ese hombre. Y ¿qué pasa con el resto de la gente de Jericó? Pues que la envidia se apodera de ellos. Y reparten “leña” contra Jesús y contra Zaqueo: ‘Este es un pecador y “el profeta” (Jesús) entra en casa de un pecador; no debe ser tan santo si anda con traidores, con estafadores, con ladrones, con ricos…’ En realidad –repito- era pura envidia.
Pero, ¿por qué sabemos que lo de Zaqueo no era un mero espectáculo, un ver a “Fernando Alonso” o un poco de circo? Pues porque el evangelio nos cuenta que Zaqueo dio signos de cambio en su vida: ‘Yo que tengo fama y merecida, como todos los publicanos, de pesetero; ahora daré la mitad de mis bienes a los pobres y si en algo he robado, devolveré cuatro veces más’.
¿A quién se nos parecemos más nosotros? ¿A Zaqueo o a los otros hombres de Jericó? ¿Estoy dispuesto a perder, a quedar en ridículo, a morir para encontrar a Jesús? Los que responden afirmativamente a esta pregunta sentirán cómo el Señor alza la vista ante ellos y les dice “baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. ¡Qué suerte tendremos en nuestra vida si, a la hora de nuestra muerte, Jesús nos dice como a Zaqueo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa…”!

martes, 29 de octubre de 2019

Todos los Santos (difuntos)


1-XI-19                                  TODOS LOS SANTOS (C)
Homilía de audio.
Queridos hermanos:
            Quisiera que reflexionásemos sobre LA MUERTE, algo que nos recuerda el día de hoy con la visita a los cementerios donde están nuestros seres queridos ya fallecidos.
            - La muerte es una realidad que alcanza a todas las criaturas que existen sobre la tierra, también a los hombres. En la Biblia se nos presentan posturas muy encontradas ante la muerte:
a) La de aquellos que la temen y le suplican a Dios que la aleje de sí: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado [...] Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa [...] A ti, Señor, llamé, supliqué a mi Dios: ‘¿Qué ganas con mi muerte, con que yo baje a la fosa?’ [...] Cam­biaste mi luto en danzas” (Slm 29).
b) Otros piden a Dios la muerte a gritos: “¡Maldito el día en que nací, el día que me dio a luz mi madre no sea bendito! ¡Maldito el que dio la noticia a mi padre: ‘Te ha nacido un hijo’, dándole una alegría! […] ¿Por qué no me mató en el vientre? Habría sido mi madre mi sepulcro; su vientre me habría llevado por siempre. ¿Por qué salí del vientre para pasar trabajos y penas y acabar mis días derrotados?” (Jer. 20, 14-18). O este otro texto: “Muera el día en que nací […] ¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas? ¿Por qué me recibió un regazo y unos pechos me dieron de mamar? Ahora dormiría tranquilo, descansaría en paz [...] Ahora sería un aborto enterrado, una criatura que no llegó a ver la luz” (Job 3, 3. 11-13).
            Esto mismo nos pasa a nosotros, unos deseamos la muerte ante los graves problemas que padecemos, ante grandes dolores, ante la soledad y la incomprensión…, y otros la tememos como lo más horrible.
            ¿Qué es la muerte? Es el fin de nuestra vida terrena. Nacemos, crecemos, envejecemos y un día, por enfermedad o accidente, dejamos de exis­tir, dejamos de respirar y nuestro cuerpo se va descomponiendo hasta quedar reducido a cenizas.
            ¿De dónde viene la muerte? La muerte no es obra de Dios. “Dios no hizo la muerte, no goza destruyendo a los seres vivos” (Sb. 1, 13). Según nuestra fe iluminada por la Biblia, la muerte procede del pecado del hombre. Dios nos había creado para no morir, pero el pecado nos acarreó la muerte. Y esta muerte es el último enemigo del hombre que ha de ser vencido por Jesucristo (cfr. Rm. 5, 19-21).
            - Cristo también murió. Él era hombre como nosotros y, por eso, murió como todos los demás hombres. También nosotros moriremos un día. Pero, desde que Él murió, la muerte para los cristianos tiene otro sentido, que voy a tratar de explicar ahora:
            a) Desde Cristo la muerte ya no tiene un sentido negativo, no es simplemente algo destructivo. Por eso oímos en los santos frases como éstas: * “Para mí, la vida es Cristo, y morir una ganancia... Deseo partir y estar con Cristo” (Flp 1, 21. 23). * “Hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí ‘ven al Padre’” (S. Ignacio de Antioquía, Rom 7, 2). * “Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir” (Sta. Teresa de Jesús). * “Yo no muero, entro en la vida” (Sta. Teresi­ta del Niño Jesús). * “Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!” (S. Francisco de Asís).
            b) La muerte, por tanto, para los cristianos llenos de fe es solo la puerta que nos lleva al Padre Dios; no es algo horrible que nos destruye, que nos lleva a la nada y a la desaparición para siempre. La muerte es el paso para una nueva vida con Dios donde ya no existirá ni el sufrimiento, ni las enfermeda­des, ni las lágrimas, ni el hambre, ni la maldad. Solo existirá el amor de Dios para nosotros y de nosotros para Dios, el amor de los demás hombres para nosotros y de nosotros para los otros.
            c) La muerte es el fin de nuestra vida terrena, esta vida que Dios nos ha dado para llegar con entera libertad a Él, que es el fin último de nuestra existencia. El hombre solo vivirá una vez y, por ello, solo morirá una vez (Hb 9, 27). No existe reencarna­ción después de la muerte.
            d) La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte. Nunca digamos ¡qué suerte tuvo aquel que se acostó y murió durmiendo, qué muerte más feliz sin sufrimiento alguno! Y ¿si murió sin tiempo de arrepentirse? y ¿si murió con pecados graves? Por eso se dice: * “De la muerte repentina e impre­vista, líbranos Señor”. * “Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muer­te. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?” (Kempis 1, 23, 1). * “Ningún viviente escapa de su persecución (de la muerte); ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!” (S. Francisco de Asís).