viernes, 27 de noviembre de 2009

Domingo I Adviento (C)

29-11-2009 DOMINGO I DE ADVIENTO (C)
Jr. 33, 14-16; Slm. 24; 1 Tes. 3, 12-4, 2; Lc. 21, 25-28.34-36

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Queridos hermanos:
Como os decía el otro domingo, en el día de hoy comenzamos un año litúrgico nuevo y lo abrimos con el tiempo de Adviento.
Habitualmente, al comenzar el tiempo de Adviento, siempre os propongo que elaboréis un plan de acción personal para prepararse a la Navidad, es decir, UN PLAN DE ADVIENTO. No podemos ser como los paganos, que sólo se quedan en lo externo y todo lo más celebran en Navidad “los días de la familia”. Nosotros no celebramos unos días de familia, sino que celebramos la Navidad, es decir, la venida y el nacimiento del Hijo de Dios. Para acogerlo en nuestros corazones, en nuestra Iglesia y en nuestro mundo hemos de prepararnos, y lo hacemos con este tiempo de Adviento, y el plan que yo os propongo puede ser un buen instrumento.
Las lecturas que hoy nos propone la Iglesia nos muestran algunos caminos o pautas a seguir en esta preparación de la Navidad. Vamos a examinar estos caminos con detalle y asumir aquellos que mejor nos vengan a nosotros. Cada uno, desde su circunstancia personal, escogerá aquel camino o caminos que mejor le ayuden a preparar el nacimiento de Jesús. Bien, dicho esto os doy algunas propuestas sacadas de las lecturas de hoy:
1) En nuestro plan de Adviento puede haber una súplica confiada al Dios para librarnos de todos los peligros, de todas las necesidades y llevarnos al Reino de su Hijo querido. Por eso, en el salmo de hoy oramos : “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. El Señor es bueno y recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes”. Y es que nos damos cuenta a lo largo de nuestra vida que sólo Dios puede todo, mientras que nosotros fallamos una y otra vez, pues somos débiles e inconstantes.
2) La súplica confiada a Dios la hemos de hacer mediante la oración. Por eso, Jesús en el evangelio nos dice: “Estad en vela, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza […] y podáis estar en pie delante del Hijo”. Recordad las palabras de Satanás a Jesús, cuando lo tentaba: “todo esto te daré, si te postras y me adoras” (Mt. 4, 9). Satanás y las cosas materiales nos piden que nos humillemos y que nos echemos al suelo ante ellos. Sólo Jesús me levanta y me hace estar de pie ante El. Jesús me ensalza, me pone a su altura y me trata de igual a igual. A este trato amistoso se llega a través de la oración constante, “en todo tiempo”. Por lo tanto, la oración debe tener una parte importante en mi plan de Adviento y en todos los momentos de mi vida. De hecho, yo siempre digo que, quien no ora, no es cristiano.
3) También podemos subrayar, suplicar y trabajar en este Adviento para que se cumpla en nosotros el camino marcado por la segunda lectura: “que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos”. Quizás podemos marcarnos de una manera especial en este tiempo de Adviento un trato más amistoso y cariñoso con alguna persona en particular: marido, mujer, hijos, suegros, cuñados, yernos, nueras, primos, vecinos, compañeros de trabajo… Creo que ya os conté en varias ocasiones lo que hacía un hermano lego jesuita que estuvo destinado en la ‘Iglesiona’ de Gijón: estaba de portero en el templo y en la comunidad, y él procuraba ver a Jesús en cada persona que se le acercaba. A la ‘Iglesiona’ venían muchos transeúntes a pedir comida y él les daba un bocadillo. Cuenta una persona que fue testigo de un hecho: resultó que llegó un día un transeúnte a la ‘Iglesiona’ y de malas maneras exigió un bocadillo al jesuita y se marchó con la comida sin dar las gracias. El testigo oyó al hermano lego diciendo para sí: “¡Ay Señor, hoy venías tan disfrazado que casi no te reconocí!” Es decir, si nos proponemos en nuestro plan amar a cada una persona concreta, nos puede ayudar el procurar ver en esa persona al mismo Jesús. El jesuita lo hacía así y no le iba tan mal.
4) En el plan podemos esforzarnos por practicar el derecho y la justicia en nuestros ambientes, tal y como nos lo recuerda la primera lectura. Procuremos en estos días (del 29 de noviembre al 24 de diciembre) ser honestos y honrados con los demás, independientemente de lo que hagan los demás. Aunque quedemos como tontos. Este día me contaban el caso de un chico joven que estaba al frente de un organismo y le hicieron una propuesta para aprobar una propuesta de una empresa. Si lo hacía así, le daban una importante cantidad de dinero, que le venía muy bien en ese momento. Pero el chico dijo que no; es decir, renunció a algo en provecho propio por querer ser honrado. El empresario le dijo que en su ambiente era todo así: para conseguir un contrato había que entregar una cantidad importante de dinero, que luego se aplicaba al presupuesto y ganaban el empresario, el intermediario, aunque perdían otros empresarios más honrados y sobre todo los ciudadanos que tenemos que pagar esas faltas de moral y de honestidad.
5) El evangelio de hoy nos indica que hemos de huir y guardarnos del libertinaje que, en definitiva, no es más que hacer nuestra propia voluntad y seguir nuestros caprichos y gustos, incluso a costa de los demás. Por lo tanto, dejemos de lado todo capricho egoísta y pensemos más en los demás, aunque sea sólo por estos días de Adviento. Igualmente, nos guardamos del libertinaje cuando guardamos nuestra vista y evitamos la curiosidad por saber, por ver, por escuchar. Evitemos preguntar por cosas que no nos interesan y que nos llevan a emitir juicios y murmuraciones sobre otras personas. En definitiva, seamos dueños de nosotros mismos y no dejemos que lo que nos rodea nos esclavice.
6) Hemos de evitar la embriaguez, que no significa simplemente no emborracharnos o no beber de más, sino que hemos de procurar evitar que nuestro dios sea el vientre, con lo que comemos y bebemos: probar de todo, atiborrarnos de todo, aunque ya no tengamos hambre.
7) Evitaremos que las preocupaciones de la vida, que es algo legítimo, nos aparten de la preocupación de buscar a Dios, pues importa más esto que aquello, ya que, como bien dice Cristo a Satanás en sus tentaciones, “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4, 4). Es decir, confiemos más en Dios, que es Padre bueno y sabe lo que nos conviene y lo que necesitamos.
Estas son algunas ideas que la Palabra de Dios nos pone hoy delante, pero podemos coger otras cosas para nuestro plan de Adviento.
Jesús en el evangelio de hoy nos da el sentido de este tiempo de Adviento. El nos dice: “cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación”. A estas palabras de Jesús toda la Iglesia responde: “¡Ven, Señor Jesús!” Con este plan de Adviento personal queremos decir a nuestro modo: “¡Ven, Señor Jesús!” Pues bien, digamos todos a una voz: “¡VEN, SEÑOR JESUS!”

viernes, 20 de noviembre de 2009

Jesucristo, Rey del Universo (B)

22-11-09 JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (B)
Dn. 5, 1-3; Slm. 92; Ap. 1, 5-8; Jn. 18, 33-37


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Queridos hermanos:
Celebramos en este día el último domingo del año litúrgico y lo acabamos con la festividad de Jesucristo, Rey del universo.
- Os invito a acercaros a las lecturas que acabamos de escuchar y dejar que la Palabra de Dios empape todo nuestro ser y nos dé vida eterna. “Señor, ¿qué nos quieres decir hoy con tu Palabra?”
En el evangelio asistimos al dramático interrogatorio que Pilato hace a Jesús. Faltan pocos minutos para que lo condene a muerte de cruz. Pilato busca un delito en Jesús. Si lo encuentra, lo mandará ajusticiar. Si no lo encontrara, tendría que dejarlo en libertad. Y es que a Jesús el sanedrín (sumos sacerdotes, fariseos y saduceos) lo han denunciado por hacerse pasar por rey de los judíos y, de este modo, promover una insurrección armada contra el poder romano. Otros habían intentado esta rebelión armada, pero fracasaron y los romanos los colgaron en la cruz. Sin embargo, durante el interrogatorio Pilato se da cuenta que Jesús no es como los demás presos y terroristas con los que ha tratado hasta entonces. Jesús reconoce que él promueve un Reino, pero no al modo de los zelotes (nacionalistas judíos armados) ni al modo de los romanos. En efecto, en el interrogatorio Jesús reconoce tres cosas: 1) que él es Rey; 2) que su Reino no es de este mundo, pues, de otro modo, sus soldados hubieran luchado para librar a Jesús, su Rey; 3) el Reino de Jesús consiste en propagar la verdad y todo lo que ello conlleva: fe en Dios, amor a Dios y a los hombres, perdón, paz, alegría, esperanza… Pues en todoello está contenido la Verdad de Dios.
- Bien, hasta aquí lo que se dice en el evangelio. Ahora se trataría de sacar consecuencias prácticas para nosotros:
* Cualquier hombre está llamado a entrar en este Reino de Jesús. Pero a este Reino no se entra simplemente con la muerte; se puede entrar ya en vida. Pero eso sí, quien entra en este Reino lo hace libremente y también se puede marchar libremente.
* Quien confiese a Jesús como Rey ha de ponerlo por encima de todo: de toda ideología y de todo bien material. Para una persona que acepte a Jesús como Rey y Señor ha de poner a éste por encima de lo que diga Zapatero, Rajoy, de lo que diga su partido político, de sus preferencias ideológicas, de su amor por España, por Asturias, por Cataluña, de sus dineros y de sus razones.
* Quien confiese a Jesús como Rey debe saber que el Reino de Dios no es de este mundo. Por lo tanto, no hemos de buscar las cosas de este mundo a la manera de aquí. Ciertamente un cristiano ha de luchar por el progreso material[1], no sólo por el propio, sino también por el todos los hombres, pero sin endiosar ese progreso ni las cosas materiales. Tantas veces Jesús nos dijo que no nos apeguemos al dinero, pues no se puede servir a dos amos: o bien servimos a Dios, o bien servimos al dinero.
Y en cuanto a que este Reino no es de este mundo, ya nos lo decía San Pablo: “Porque sabemos que si esta tienda (se refiere al cuerpo), que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste” (2 Co. 5, 1-2). El martes me contaba una señora que, ante una desgracia ocurrida en su pueblo (la muerte por enfermedad de una persona joven), se encaró con Dios y le echó en cara que El no era justo. Al día siguiente, al celebrar la santa Misa, me encontré con la primera lectura: segundo libro de los Macabeos capítulo 7, en donde se relata aquel suceso terrible de las torturas y muertes de una madre y sus siete hijos. El rey de entonces quiso obligar a esta madre y a sus hijos a hacer algo en contra de su fe. Vamos a leer lo que nos dice la Biblia: “El rey trató de obligarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Pero uno de ellos, hablando en nombre de todos, le dijo: ‘Estamos dispuestos a morir, antes que violar las leyes de nuestros padres’. El rey, fuera de sí, mandó poner al fuego sartenes y ollas, y cuando estuvieron al rojo vivo, ordenó que cortaran la lengua al que había hablado en nombre de los demás, y que le arrancaran el cuello cabelludo y le amputaran las extremidades en presencia de sus hermanos y de su madre. Cuando quedó totalmente mutilado, aunque aún estaba con vida, mandó que lo acercaran al fuego y lo arrojaran a la sartén. Mientras el humo de la sartén se extendía por todas partes, los otros hermanos y la madre se animaban mutuamente a morir con generosidad, diciendo: ‘El Señor Dios nos está viendo y tiene compasión de nosotros’. Una vez que el primero murió de esta manera, llevaron al suplicio al segundo. Después de arrancarle el cuero cabelludo, le preguntaron: ‘¿Vas a comer carne de cerdo, antes que sean torturados todos los miembros de tu cuerpo?’. Pero él, respondiendo en su lengua materna, exclamó: ‘¡No!’. Por eso, también él sufrió la misma tortura que el primero. Después de este, fue castigado el tercero. Apenas se lo pidieron, presentó su lengua, extendió decididamente sus manos y dijo con valentía: ‘Yo he recibido estos miembros como un don del Cielo, pero ahora los desprecio por amor a sus leyes y espero recibirlos nuevamente de él’. Una vez que murió este, sometieron al cuarto a la misma tortura y a los mismos suplicios. Y cuando ya estaba próximo a su fin, habló así: ‘Es preferible morir a manos de los hombres, con la esperanza puesta en Dios de ser resucitados por él’. En seguida trajeron al quinto y comenzaron a torturarlo. Después de este trajeron al sexto. Incomparablemente admirable y digna del más glorioso recuerdo fue aquella madre que, viendo morir a sus siete hijos en un solo día, soportó todo valerosamente, gracias a la esperanza que tenía puesta en el Señor. Llena de nobles sentimientos, exhortaba a cada uno de ellos, hablándoles en su lengua materna: ‘Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas; no fui yo quien os dio el espíritu y la vida ni quien ordenó armoniosamente los miembros de vuestro cuerpo. Pero sé que el Creador del universo os devolverá misericordiosamente el espíritu y la vida’. Como aún vivía el más joven, el rey no sólo trataba de convencerlo con palabras, sino que le prometía con juramentos que lo haría rico y feliz, si abandonaba las tradiciones de sus antepasados. Le aseguraba asimismo que lo haría su amigo y le confiaría altos cargos. Pero como el joven no le hacía ningún caso, el rey hizo llamar a la madre y le pidió que aconsejara a su hijo, a fin de salvarle la vida. Entonces, acercándose a su hijo le dijo: ‘Hijo mío, ten compasión de mí, que te llevé nueve meses en mis entrañas, te amamanté durante tres años y te crié‚ y eduqué‚ dándote el alimento, hasta la edad que ahora tienes. Yo te suplico, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra, y al ver todo lo que hay en ellos, reconozcas que Dios lo hizo todo de la nada, y que también el género humano fue hecho de la misma manera. No temas a este verdugo: muéstrate más bien digno de tus hermanos y acepta la muerte, para que yo vuelva a encontrarte con ellos en el tiempo de la misericordia’. Apenas ella terminó de hablar, el joven dijo: ‘¿Qué esperáis? Yo no obedezco el decreto del rey, sino las prescripciones de la Ley que fue dada a nuestros padres por medio de Moisés. Mis hermanos, después de haber soportado un breve tormento, gozan ahora de la vida inagotable, en virtud de la Alianza de Dios. Yo, como mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi alma por las leyes de nuestros padres, invocando a Dios’. El rey, fuera de sí y exasperado por la burla, se ensañó con este más cruelmente que con los demás. Así murió el último de los jóvenes, de una manera irreprochable y con entera confianza en el Señor. Finalmente murió la madre, después de todos sus hijos” (2 Mcb. 7). ¿Qué distintas se ven las cosas desde la fe o desde la no fe, o desde la fe profunda o desde la fe más superficial?
* Quien confiese a Jesús como Rey debe saber que su Reino busca vivir en la verdad de Dios. Esta verdad nos puede parecer dura en un primer momento, pero la verdad de Dios nos da vida ya aquí en esta tierra. Quiero aquí contar un episodio que supe estando de párroco en Taramundi. Sucedió hacia 1986 en una parroquia vecina: había dos matrimonios que tenían dos hijos cada uno de ellos. Ambos matrimonios eran ganaderos y agricultores. Uno de ellos tenía una tierra y la sembró de “ballicu” (una hierba muy jugosa para el ganado). Este tipo de sembrado estaba subvencionado entonces por la Consejería del Principado de Asturias. Una vez que brotó la hierba el hombre aquel llamó al funcionario de la Consejería, el cual certificó la veracidad de la siembra y le firmó un documento por el cual se le concedió una subvención de 40.000 pts… ‘de las de entonces’. El cogió el cheque, lo cobró y lo ingresó en su cuenta bancaria. Luego retornó a casa, se cambió y cogió el arado y levantó el “ballicu” y sembró patatas, que es lo que quería en verdad recoger de aquella tierra. Luego este hombre se vanagloriaba ante su vecino de lo “listo” que había sido e incitaba a su vecino para que hiciera lo mismo. Este dijo que no, que eso sería robar. El “listo” se burló de los escrúpulos de su vecino…
¿Y qué pasó después? Tranquilos que el “cuento” no acaba aquí. Resultó que el vecino “tonto” (el honrado) tenía a sus dos hijos estudiados con carrera y trabajando, y siendo hombres de provecho. Los dos hijos del “listo” habían aprendido de su padre y no daban “golpe” en casa ni fuera de ella. Al llegar el fin de semana le pedían dinero al padre para irse de discoteca hasta las tantas de la madrugada. Total: al poco tiempo los dos hijos habían gastado las 40.000 pts. de la subvención en cosas “de provecho”.
Jesús nos ofrece su Reino. Reino que no es de este mundo y Reino que se fundamenta en la verdad. ¿Quién quiere formar parte de él y trabajar en él?
[1] “Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios” (Gaudium et Spes 39).

viernes, 13 de noviembre de 2009

Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (B)

15-11-2009 DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO (B)
Dn. 12, 1-3; Salm. 15; Heb. 10, 11-14.18; Mc. 13, 24-32


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Queridos hermanos:
- Celebramos hoy el día de la segunda colecta diocesana bajo el lema: “Somos parte de una Iglesia que acompaña y ayuda”. La Iglesia católica cuenta en España con más de 19.000 sacerdotes diocesanos, unos 70.000 catequistas y casi 23.000 parroquias. Toda este organigrama existe para poder evangelizar cumpliendo el mandato de Cristo: “Id al mundo entero y proclamad el evangelio” (Mc. 16, 15).
Por otra parte, en este año de una crisis económica galopante no puedo dejar de referirme a la asistencia que está prestando la Iglesia católica en España a través de Caritas, que, como sabéis, es el organismo de nuestra Iglesia para ayudar a los más necesitados. La mitad de las peticiones de emergencia en la actualidad buscan cubrir necesidades básicas: alimentación, vivienda y gastos sanitarios. A Caritas acuden muchas personas entre 20 y 40 años de edad, con hijos pequeños a su cargo; desempleados recientes; mujeres solas con cargas familiares; hombres solos sin hogar; mujeres mayores con pensiones no contributivas; inmigrantes en situación irregular. Lo más grave es que muchos de los que acuden a Caritas en este año lo hacen por primera vez, y a éstos se suman los que ya venían hasta ahora de forma habitual. Uno de los motivos por los que Caritas registra un incremento tan abultado de demandas de ayuda está en la falta de respuestas de los servicios sociales públicos a estas personas. De hecho, el 52 % de los casos que llegan a Caritas vienen derivados por los servicios sociales municipales. Es una situación que obedece en gran medida a la falta de recursos de los ayuntamientos a causa de su endeudamiento.
Pues bien, por todo esto y por mucho más en el día de hoy se pide a los católicos y a las personas de buena voluntad que aporten su ayuda para sostener ¿simplemente a la Iglesia? No, a las obras que hace la Iglesia a favor de los demás.
- Pronto se acabará este año litúrgico y la Iglesia nos presenta diversos textos de la Biblia para reflexionar hoy sobre la Parusía, es decir, sobre el fin de este mundo. Antes, en las homilías, en los ejercicios, en las misiones se hablaba mucho de estos temas: el cielo, el infierno, la muer­te, el juicio final, etc. Ahora parece que se habla menos.
Nuestra vida se está acabando cada día; somos seres aboca­dos a la muerte. Este mundo se acabará un día. Hay personas y grupos que afirman saber cuándo va a suceder esto. Estos días vi un cartel en la calle anunciando una película, la cual trata del fin del mundo que sucederá en el 2012 y en el cartel está escrito: “Estábamos advertidos”. ¿Cuándo dice la Iglesia católica que se acabará el mundo? La Iglesia no puede decir más que lo que dijo Jesús: "El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre". Por eso, cuando alguien manifieste conocer el momento del fin del mundo, decid: “No es cierto; sólo Dios Padre lo sabe”.
Profundicemos ahora un poco en los últimos tiempos de la mano de la primera lectura, la cual dice así: “Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida perpetua, otros para ignominia perpetua”. Este texto nos habla muy claramente de tres verdades de nuestra fe:
* La creencia en la resurrección de los muertos. Nuestra vida no se acaba en una sala de operaciones o entre los hierros retorcidos de un coche o en una cama o en un nicho o en un horno crematorio. Después de muertos vamos a resucitar. En el Catecismo de la Iglesia se dice: "Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones... ‘En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne’ (S. Agustín)" (número 996). Esto lo sufrió ya S. Pablo en Atenas (Hch. 17, 32) y sigue pasando hoy día entre nosotros, incluso entre los cristianos. A veces se encuentran católicos fervorosos que tienen mucha dificultad para creer en la resurrección de la carne. En algunos casos pueden creer en una pervivencia del alma, aunque de un modo ambiguo e indeterminado, pero en la resurrección de los cuerpos les resulta más difícil: “- ¿Cómo pueden caber tantos cuerpos en el cielo, si somos tantos millones de hombres los que hemos vivido a través de todos los siglos y los que viviremos? - De allí nadie volvió para decirnos algo sobre lo que hay...” "Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. ‘¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vues­tra fe...’ (1 Co 15, 12-14)" (Catecismo número 991). En efecto, en el Credo apostólico (el corto) se dice: “Creo en... la resurrección de la carne y la vida eterna.” Y en el Credo Niceno-Constatinopolitano (el largo) se dice: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.” Por lo tanto, la resurrección de la carne significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también de nuestros cuerpos mortales (Catecismo números. 989-990).
* La resurrección puede ser a la ignominia perpetua, es decir, al infierno. La Iglesia tiene como verdad de fe la existencia del infierno y, por tanto, existe la posibili­dad real de ir a él. En caso contrario, el hombre no sería libre; no le quedaría más remedio que ir al cielo. Lo decía muy claramente Víctor Manuel en una can­ción: "Déjame en paz, que no me quiero salvar, que en el infierno no se está tan mal".
Si el cielo es Dios, el infierno es no-Dios. Es decir, aquél que vivió aquí sin Dios, rechazando a Dios y a los demás hombres como hermanos suyos, en el infierno seguirá con eso que él mismo ha elegido: sin Dios, sin hombres como amigos, compañeros o vecinos; será la soledad perpetua, día a día solo. No tendrá ni la compa­ñía de otros que, como él, hayan elegido el infierno; no tendrá ni siquiera la compa­ñía de Satanás. Este estará también sólo. Me vais a permitir que os trans­criba un trozo de los escritos Sta. Teresa de Jesús y su visión del infierno: “Estando un día en oración, me hallé en un punto toda que me parecía estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio. Más, aunque, yo viviese muchos años, me parece imposible olvidárseme […] Sentí un fuego en el alma que yo no puedo entender. Los dolores corporales tan insoporta­bles, que con haberlos pasado en esta vida gravísimos, no es nada en comparación del agonizar del alma, un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sensible y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé como lo encarecer. Porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco; porque aún parece que otro os acaba la vida, más aquí el alma misma es la que se despedaza. El caso es que yo no sé cómo encarezca aquel fuego interior y aquel desesperamiento sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quién me los daba, más sentíame quemar y desmenuzar y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor” (Vida, 32).
* La resurrección puede ser a la Vida perpetua, es decir, al cielo, donde no hay hambre, ni sed, ni enfermedad, ni odio, ni guerra, ni pecado. El cielo es Dios; lo veremos cara a cara, sin velos. Desaparecerá la fe; ya no la necesita­mos porque le estamos vien­do. Desaparecerá la esperanza, porque habremos alcanzado lo que tanto anhelábamos. Sólo permanecerá el amor. El amor a Dios: Padre-Hijo-Espíritu Santo. El amor a los demás hombres, simpáticos o antipáti­cos, payos o gitanos, blancos o negros, ricos o pobres. También de otra santa y otra Teresa recojo aquí un escrito sobre el cielo: “Cualquier persona tiene posibilidades de ir al Cielo. El Cielo es nuestra casa. La gente me pregunta sobre la muerte, si la espero con ilusión, y yo respondo: 'Claro que sí', porque iré a mi casa […] Este es el sentido de la vida eterna: es donde nuestra alma va hacia Dios, a estar en presencia de Dios, a ver a Dios, a hablar con Dios, a seguirlo amando con un amor mayor, porque en el Cielo le podremos amar con todo nuestro corazón y nuestra alma [...] Cuando morimos nos reunimos con Dios y con todos los que hemos conocido y partieron antes que nosotros: nuestra familia y amigos nos estarán esperando. El Cielo debe de ser un lugar muy bello”. De la M. Teresa de Calcuta.
Pidamos a Jesús vivir aquí siempre con El y que, cuando nos resucite, nos resucite a esa Vida perpetua donde El está y nos aguarda.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (B)

8-11-2009 DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO (B)
1 Rey. 17, 10-16; Salm. 145; Heb. 9, 24-28; Mc. 12, 38-44
San Juan María Vianney (Santo Cura de Ars) (II)
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Queridos hermanos:
En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesionario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el gran hospital de las almas”. En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”. Una frase suya era ésta: “Santo no es el que nunca peca, sino el que siempre se levanta”. A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo abominable de su actitud: “Lloro porque vosotros no lloráis”. Juan María se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.
Juan María practicaba la pobreza evangélica. El era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo. Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”. Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”.
Y ahora me gustaría contaros tres casos del Santo Cura de Ars, que a mí me impactaron, me edificaron y me enseñaron mucho:
- El primero se trata sobre la humildad. Resultó que un día un monaguillo del Santo Cura le preguntó qué era la humildad. En vez de darle una explicación larga o corta, pero a base de ideas, quiso el buen párroco ponerle un ejemplo. Le mandó que fuese al cementerio e insultase a los muertos con los mayores insultos que supiera. Para allá fue el chaval y “escupió” allí todos los mayores insultos y palabrotas que había oído decir a su padre o a otras personas. Cuando cansó, volvió a la parroquia y el cura le preguntó qué habían contestado los muertos. El monaguillo muy sorprendido dijo que nada. Entonces el párroco le dijo que fuese de nuevo al cementerio y que les dijese los mejores piropos que supiera. Marcho para allá de nuevo y dijo a los muertos que eran muy buenos, listos, guapos, etc. Cuando cansó, se volvió y el párroco le preguntó de nuevo qué habían contestado los muertos. El chico volvió a decir que nada, y entonces Juan María le dijo que eso era la humildad: ya te ensalzasen o ya te insultase tú siempre reacciones por dentro y por fuera del mismo modo que los muertos. El día que el chico fuera capaz de hacer esto, ese día habría alcanzado la humildad. ¿Somos capaces nosotros de esto? ¿Así es como actuamos nosotros en nuestra vida ordinaria?
- Podemos decir que el ejemplo es muy bonito, pero es que el Santo Cura de Ars lo practicaba. Veamos el segundo caso. Resultó que, al principio de su estancia en Ars, ya la gente comenzó a darse cuenta que era muy bueno, que está cerca de Dios y acudieron enseguida gente de los alrededores, incluso de las parroquias vecinas. Por ello, empezaron a surgir envidias de los párrocos limítrofes. Y uno de ellos le escribió una carta, de modo anónimo, diciéndole que era lo peor, que engañaba a la gente con su falsa santidad y con su falsa humildad, que estaba lleno de pecados, etc. Juan María, al recibir la carta y leerla, enseguida reconoció la escritura y cogió el escrito y se fue rápidamente hasta la parroquia y la casa rectoral del cura que le había escrito aquel anónimo. Llegó ante la puerta, picó y el párroco “anónimo” quedó muy sorprendido y se puso colorado como un tomate cuando le vio la carta en la mano a Juan María. Este le dijo que tenía toda la razón del mundo, que era el único que sabía ver y descubrir la verdad sobre su persona, que, por favor, escribiera rápidamente al Obispo para que lo sacara de aquella parroquia de Ars y lo enviara a un convento retirado a llorar sus pecados lo que le quedaba de vida, y para que no hiciera más daño a nadie. El párroco “anónimo” al ver tanta humildad en Juan María, pues se dio cuenta que lo decía de verdad, se echó a llorar y le pidió perdón, y reconoció la santidad que los fieles veían en él. Juan María marchó resignado para su parroquia, pues aquel que lo había descubierto cómo era en realidad, ahora pensaba igual que todos sus feligreses.
¿Qué habríamos hecho nosotros si recibimos una carta anónima? ¿Cómo habríamos hablado y reaccionado ante el “admirador” oculto? Casi seguro que la mayoría de nosotros no hubiera actuado como Juan María.
- El último ejemplo se refiere también a un párroco vecino de Ars, que veía que todos sus esfuerzos por predicar, enseñar y llevar a Dios a sus feligreses no funcionaban. Al observar los frutos de la acción pastoral de Juan María le preguntó que por qué sus esfuerzos no funcionaban. A lo que el Santo Cura le hizo dos preguntas: - ”¿Cuánto oras cada día por tus feligreses?” Y el párroco vecino agachó la cabeza. – Le volvió a preguntar que cuánto se sacrificaba por sus feligreses y el párroco vecino agachó aún más la cabeza. Entonces este sacerdote se marchó y empezó a orar constantemente por sus feligreses y a sacrificarse por ellos y los frutos de santidad en sus fieles enseguida fueron patentes.
Quizás nuestros esfuerzos con los fieles, con el marido, con la mujer, los hijos, los vecinos, amigos… sean escasos porque no hacemos lo que decía Juan María. Hay una frase que se repite mucho en Cursillos de Cristiandad: “Antes de hablar a los hombres de Dios, habla a Dios de los hombres”.
Confío que estas breves palabras sobre el Santo Cura de Ars os hayan gustado, ayudado a saborear un poco más a Dios y dado ganas de conocerlo un poco más y, sobre todo, de imitarlo.