jueves, 24 de junio de 2021

Domingo XIII del Tiempo Ordinario (B)

27-6-2021                              DOMINGO XIII TIEMPO ORDINARIO (B)

Sb. 15, 13-15; 2, 23-24; Sal. 29;2 Co. 8, 7-9.13-15; Mc. 5, 21-43

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            Las lecturas que acabamos de escuchar nos hablan de muerte y de VIDA. Vamos a profundizar un poco en estos temas, pero no desde una perspectiva simplemente mundana (lo que propugna nuestra sociedad), sino y sobre todo desde una perspectiva cristiana (lo que propugna y nos ofrece nuestro Señor Jesús).

            a) Nuestra sociedad insiste en querer darnos una larga vida, una vida de calidad. De aquí las felicitaciones que nos damos cuando se va descubriendo nuevos datos sobre el genoma humano; los avances en las investigaciones con las células embrionarias y con las células madres; las posibilidades de crear otros seres humanos, que sean portadores de células sanas y que curen así a otros hombres como, por ejemplo, a hermanos suyos; los beneficios de tomar alimentos de soja o con otros ingredientes que rejuvenecen la piel u otras partes de nuestro organismo; los avances clínicos para curar y retrasar el envejecimiento de las neuronas...

            Sin embargo, la realidad que nos rodea es terca y vemos la tremenda proliferación de enfermedades degenerativas en los ancianos y no tan ancianos (Alzheimer, demencia senil, artrosis y otras cosas por el estilo). Si queréis ver algo de esto, podemos pasar por algún asilo o residencia de ancianos y quedará patente a nuestros ojos esta realidad. Así, vemos que el hombre, desde que nace, camina hacia la muerte, la cual nos visita antes o después. Y, además, en este último año y medio tenemos la terrible pandemia que está sufriendo toda la tierra.

            b) ¿Cuál es la postura de Dios ante la muerte de los seres humanos?

            Decimos y/o escuchamos con relativa frecuencia esta pregunta: ¿Por qué Dios permite la muerte de seres inocentes, de jóvenes, de personas que son el sostén de sus familias, de personas que han luchado toda su vida y ahora, a los 65 años, fallecen recién jubilados, cuando podían disfrutar un poco de su pensión, de su familia, de algún viaje de placer? Frente a esto tenemos las palabras de la 1ª lectura de hoy: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que viviera […] No hay veneno de muerte en lo que Dios ha creado […] Dios creó al hombre para la inmortalidad, y lo hizo imagen de su propio ser” (Sab. 1, 13-14; 2, 23).

En el evangelio de hoy hemos escuchado igualmente cómo Jesús es el Dios dador de vida, el que rescata a una niña de la muerte y a unos padres desconsolados de la desesperación. Fijaros qué imagen más preciosa y tierna nos muestra el evangelio: 1) todo lloros y desesperación en la casa de la niña (Jesús “encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos” [Mc. 5]; eran las plañideras profesionales mezcladas con la familia y amistades); 2) se ríen de Jesús cuando este dice que la niña duerme y que no está muerta (es decir, pasaron de las lágrimas y gritos de lamento a las risas y a las burlas; era todo una pura comedia, pues nadie puede pasar de las lágrimas de verdad a las risas sin más); 3) Jesús entró en la habitación de la niña con sus acompañantes y con el padre y la madre (no dice “con los padres”, sino que dice “con el padre y con la madre”… individualizados, pues cada uno sufre a su manera y en una profundidad terrible la falta de su hija). Jesús coge a la niña de la mano y le dice: “’Talitha qumi’ (que significa: ‘Contigo hablo, niña; levántate’” (Mc 5).

            Vemos, por tanto, que Dios no es el origen de la muerte y que quiere rescatarnos de ella…, Y LO HACE. Pero, si Dios no creó la muerte, ¿de dónde viene? Es decir, ¿por quién entró la muerte en este mundo y en los hombres, si no entró por medio de Dios? Nos lo responde la primera lectura de hoy: “Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sab. 2, 24). Esto de que la experimentan los que le pertenecen, ¿qué significa?..., pues aquí morimos todos. Sí, es verdad. Eso significa que LA MUERTE NO HACE PRESA PARA SIEMPRE en aquellos que son de Dios y que están en Dios.

            c) ¿Cuál debe de ser la postura de los cristianos ante la muerte?

            Cuando una persona experimenta de cerca y de verdad a Dios, no tiene miedo a la muerte. No digo que no tenga dolores o sufrimientos con la enfermedad o con la separación, pero hay una esperanza radical y profunda en Dios. Hace tiempo recibía un correo de una persona que me comunicaba la muerte de su madre. Leo: “Querido Andrés: ¿Cómo estás? Quería comunicarte que esta semana pasada ha fallecido mi madre. Después de una caída, se rompió la cadera y tuvieron que intervenirla. El postoperatorio fue muy duro y difícil, se complicaron las cosas y no pudo superarlo, tenía ya 98 años. Hemos tenido una experiencia muy dolorosa, pero una gracia inmensa del Señor. Ella se iba dando cuenta de la gravedad y se fue despidiendo de todos; nos pidió que viniera un sacerdote. Cuando se despedía de mí, yo no podía contener las lágrimas y me dijo con gran ternura: ‘Hija, no llores, que existe el cielo. Además, quiero pedirte que lo digas en mi funeral. Hay algunos que no se lo creen y quiero que te escuchen decir que es cierto que el cielo existe’.  Hasta el último día compartimos continuamente abrazos y cariños, piropos, perdón y miradas que jamás se me olvidarán. Cuando mi madre expiró estábamos mi marido y yo. Pudimos rezar juntos el rosario de la Divina Misericordia en varias ocasiones. Sentimos una gran Paz.

Cumplí con su último deseo y di testimonio del gran amor de su vida: el Sagrado Corazón de Jesús. Me encomendé a Jesús, a María y a ella, y sentí valor, fuerza y dulzura al comunicarlo. Bendito sea el Señor”.

            Hay un texto precioso de la M. Teresa de Calcuta. Aquí se ve lo que sienten y experimentan sobre la muerte quienes tienen experiencia de Dios. “La gente me pregunta sobre la muerte, si la espero con ilusión, y yo respondo: 'Claro que sí', porque iré a mi casa. Morir no es el fin, es solo el principio. La muerte es la continuación de la vida. Este es el sentido de la vida eterna: es donde nuestra alma va hacia Dios, a estar en presencia de Dios, a ver a Dios, a hablar con Dios, a seguirlo amando con un amor mayor, porque en el Cielo le podremos amar con todo nuestro corazón y nuestra alma, puesto que en la muerte solo abandonamos el cuerpo: nuestra alma y nuestro corazón viven para siempre. Cuando morimos nos reunimos con Dios y con todos los que hemos conocido y partieron antes que nosotros: nuestra familia y amigos nos estarán esperando. El Cielo debe de ser un lugar muy bello”.

            Desde esta perspectiva se entiende muy bien lo que decía el Papa Juan XIII: “Todos los días son buenos para nacer, todos los días son buenos para morir. Yo sé de Quién me he fiado”. Y es que morir es Dios, y es que vivir es Dios. Da lo mismo morir que vivir. Estamos siempre en Dios, o por mejor decir, está Dios siempre en nosotros.

            En definitiva un cristiano no lucha (no debe de luchar) primordialmente por vivir más tiempo y mejor, sino y sobre todo debe de luchar por vivir en y con Dios, pues Él es la VIDA con mayúscula. Así nos lo dice Jesús: “Esforzaos, no por conseguir el alimento transitorio, sino el permanente (Dios), el que da la vida eterna” (Jn 6, 27); y en otro lugar dice Jesús: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4). Y finalmente: “El que ama su vida (puramente terrenal), la pierde; pero el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna” (Jn 12, 25).

jueves, 17 de junio de 2021

Domingo XII del Tiempo Ordinario (B)

20-6-2021                   DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO (B)

Job 38, 1.8-11; Sal. 106; 2 Co.5, 14-17; Mc. 4, 35-41

Homilía de vídeo

Homilía en audio

Queridos hermanos:

Hay una frase del evangelio de hoy que me llamó la atención. Dijo Jesús a los apóstoles que iban en la barca: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”

Pues bien, en el día de hoy quisiera hablaros de la cobardía. ¿Os consideráis cobardes ante los demás o ante algunas situaciones o cosas? ¿Os consideran los demás cobardes? Esta pregunta volveré a hacerla al final de la homilía. Veremos si pensamos lo mismo al final que al inicio de la homilía. Vamos allá.

¿Cómo podemos definir al cobarde? Una de las muchas definiciones que podemos dar es esta: Cobarde es aquella persona que sabe lo que tiene que hacer, pero por miedo no lo hace. El cobarde es alguien que se escuda detrás de otros, y que habla, acusa a otro sin que ese otro esté presente. El cobarde se avergüenza de que lo descubran y nunca asume su responsabilidad. Es muy arrogante y agresivo cuando está en grupo o con otros que le apoyan. Pero el cobarde es muy tímido y débil para hablar con alguien frente a frente. Recuerdo que hace años delante de mí, dos conductores se enzarzaron en una discusión de tráfico. Se dijeron sus cosas y uno de ellos enseguida aceleró y se marchó, pero tuvo tan mala suerte que unos metros más adelante tuvo que parar ante un semáforo en rojo. El otro fue detrás, se paró, bajó del coche y lo increpó. El primero subió la ventanilla de su puerta, agachó la cabeza y, en cuanto pudo, salió zumbando con el coche. ¿Cómo se llama este? No lo sé, pero sí sé que es un cobarde.

A continuación escribiré algunas frases de gente conocida sobre la cobardía:

“Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte; los valientes prueban la muerte solo una vez”: William Shakespeare.

“El cobarde solo amenaza cuando está a salvo”: Goethe (Poeta y dramaturgo alemán).

“Retroceder ante el peligro da por resultado cierto aumentarlo”: Gustave Le Bon (Psicólogo francés).

 “La cobardía es la madre de la crueldad”: Michel de Montaigne (escritor y filósofo francés).

Hay una mujer que un día compró un vestido y le costó 70 €. Al llegar a casa, el marido le preguntó cuánto le había costado y dijo que 30 €. ¿Por qué esta mujer miente al marido: para evitar discusiones, por miedo a su marido…? ¿Me gustaría a mí inspirar miedo a mi mujer, a mi marido, a mis hijos, a mis vecinos, a mis compañeros de trabajo, a mis feligreses…?  ¿Por qué muchas de nuestras relaciones están basadas en el miedo, en el no decir la verdad? Me invitan a algo, no me gusta o no tengo ganas. No me atrevo a decirlo y entonces alego una disculpa, falsa, pero disculpa. ¿Por qué tenemos unas relaciones basadas en la mentira, en la ocultación, en el temor…?

- Hemos de saber que la mentira es un pecado. Son pocos los cristianos que hoy consideran la cobardía un pecado. Dios no nos miente nunca. Dios da la cara por nosotros. Dios no se avergüenza de nosotros. Sin embargo, nosotros sí que nos acobardamos de Dios ante los demás. Muchas veces nuestra fe en Dios nos avergüenza ante los demás y por eso en tantas ocasiones la ocultamos y la disimulamos.

Hay dos textos bíblicos que nos ayudarán a entender este pecado. El primero tiene que ver con Abraham, conocido por su fidelidad a Dios, hasta tal punto que está dispuesto a sacrificar a su hijo por obediencia a la voz de Dios (Gn. 22). Pero una historia menos conocida de Abraham es la que encontramos en Génesis 12,10-20, donde le pide a su mujer, Sara, que mienta a los egipcios diciendo que es su hermana —por miedo a que le maten. Y es que Sara era muy hermosa y temía él que lo mataran para quedarse con ella. Así, el faraón de Egipto se enamoró de Sara, se casó con ella, pero la noche de bodas el ángel de Dios se le apareció al faraón y le dijo que no le era lícito acostarse con Sara, pues era mujer de otro.  El faraón fue a ver a Abraham y le preguntó que por qué le había mentido. Y es que esta es una de las tácticas del cobarde: la mentira.

El segundo relato de este pecado de la cobardía lo encontramos en Mateo 25,18: “En cambio, en el que había recibido un talento, tomó el dinero del amo, hizo un hoyo en el suelo y lo enterró”. El cobarde también huye o evita asumir responsabilidades.

Estos dos relatos tienen un denominador común, el miedo: es, al imaginar lo que le podía ocurrir, que Abraham tiene miedo y este miedo a lo imaginado le lleva a la mentira. El hombre que recibió un talento también se imaginó que no sería capaz de usar bien su talento, por lo que su miedo a lo imaginado le conduce a enterrar el don recibido. Estas dos historias aunque diferentes nos hacen ver dos formas de enfrentar el pecado de la cobardía: la mentira o la retirada. Ambas son dos caras de una misma realidad. En el caso de Abraham ante el peligro, su cobardía le lleva a protegerse de lo desconocido con la mentira; y en el caso del hombre que recibió un talento, para protegerse de su cobardía, huye de su responsabilidad enterrando su talento.

La cobardía no se da en todas las circunstancias y con todas las personas, sino en  determinados ambientes o con determinadas personas. ¡Qué difícil es mantenerse ecuánime, sereno, firme con todas las personas y en todas las circunstancias!

El miedo se ha conocido en todos los tiempos y culturas. El miedo es el sentimiento que aparece cuando se prevé una amenaza y puede deberse a causas externa o internas. Hay miedo al cambio, a equivocarse, temor a lo desconocido, a la soledad, a la crítica, a la hostilidad, al engaño, a no estar a la altura de lo esperado, a no cumplir con su deber, a la traición, al castigo después de una equivocación. “Tuve miedo porque estaba desnudo y me escondí” (Gn. 3,10). Este miedo es el resultado del pecado de la cobardía.

La cobardía está presente en nosotros en algún momento de nuestra vida. ¿Qué podemos hacer para superarla? Yo diría que fundamentalmente cuatro cosas:

1) Lo primero es reconocerlo. Nadie puede salir de un error, de un defecto, de un pecado…, si primero no lo reconocemos en nosotros mismos. Dicen los Alcohólicos Anónimos: “El primer paso para salir del alcoholismo es RECONOCERLO. Soy un alcohólico. Soy bebedor”.  Pues aquí lo mismo: “Soy un cobarde”. Tengo que reconocerlo.

2) Darnos cuenta de que tenemos tantas potencialidades dentro de nosotros. Dios nos ha dado tantos carismas, tantos dones y capacidades, pero a veces por comodidad, por egoísmo, por pereza, porque no digan… Cuando estaba de cura en Taramundi, en muchas ocasiones las fiestas profanas quedaban sin hacer, porque, cuando alguno se atrevía a formar una comisión para hacer la fiesta, todo el mundo desde fuera criticaba. Entonces lo más cómodo era no hacer nada. Otro ejemplo: cuando iba a ser ordenado sacerdote, yo estaba aterrorizado de tener que hablar en público delante de la gente. Y ahora resulta que la gente me dice que hablo bien. Pues ese no soy yo. Es el Señor en mí. Y esto que me pasa a mí, nos pasa a todos. Tantos dones que Dios nos ha regalado y que quizás estén enterrados dentro de nosotros y sin actuar por miedo, comodidad, pereza, cobardía…

3) Tenemos que enfrentarnos a nuestros miedos y a nuestras cobardías poco a poco. Hace un tiempo había una mujer que trabajaba y ganaba. También el marido, pero quien gobernada el dinero era él. Él podía gastar en lo que quisiera y sin pedir permiso. Ella pedía permiso y el marido se lo daba o no… Un día me lo comentó y yo le dije que esa semana fuera al banco y sacara con la cartilla 20 €. Me dijo: “¿Le pediré permiso a mi marido, no?” Yo le dije que no. Estaba aterrorizada, pero lo hizo. El marido lo descubrió y no le dijo nada. Desde ese día me dijo la señora que ya sacaba el dinero de 30 en 30 €. Así, poco a poco vamos a enfrentarnos a nuestros miedos y cobardías.

4) Pedir ayuda a Dios. Porque nosotros, los que tenemos fe, sabemos que, para superar cualquier obstáculo, necesitamos de su ayuda.

Termino: ¿Os consideráis cobardes ante los demás o ante algunas situaciones o cosas?

jueves, 10 de junio de 2021

Domingo XI del Tiempo Ordinario (B)

13-6-2021                   DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO (B)

Ez. 17, 22-24; Sal. 91; 2 Co. 5,6-10; Mc. 4, 26-34

Homilía de vídeo

Homilía en audio

Queridos hermanos:

            El evangelio de hoy nos habla del Reino de Dios. Si miramos con atención todo el evangelio, nos damos cuenta que en muchas ocasiones Jesús nos hablaba de un Reino, el de Dios. Para Jesús era tan importante el Reino de Dios que incluso lo puso en una de las peticiones del Padre nuestro: “Venga a nosotros tu Reino” (Mt. 6, 10). Pero, ¿en qué consiste ese Reino? ¿Cómo es? ¿Dónde está? ¿Cómo se llega a él? ¿Cómo se entra en él? ¿Podemos entrar todos o solo algunos?

            Jesús no vino a enseñarnos una nueva religión. No vino a darnos nuevas normas, ni nuevas leyes morales. Entonces, ¿a qué vino? Vino a darnos el Reino de Dios. Pero, ¿qué es este Reino? El Reino de Dios es Dios mismo que viene y se quiere hospedar en nuestra casa, en nuestros pueblos, en nuestras ciudades, en nuestros trabajos, en nuestras familias, en nuestro corazón.

            - Esta es la gran noticia de Jesús: ¡¡Dios está entre nosotros!! Que el Espíritu Santo nos conceda despejar las oscuridades que nos impiden ver el paso de Dios a nuestro lado. Hace un tiempo llegaba de celebrar la Misa un sábado por la tarde en Tapia de Casariego. Al entrar en la iglesia de Tapia para preparar todo para la Misa me fijé que delante del altar de la Virgen del Carmen había un chico rubio, delgado y alto. Estaba arrodillado mirando para el altar. Estaba descalzo. Al verme entrar y andar por el presbiterio me llamó y me dijo (en inglés) que era un hermano franciscano de Lituania. Me enseñó unas sandalias completamente rotas y me pidió que si podía darle algo de calzado. Miré lo que tenía en casa y le ayudé. Luego, antes de la Misa me pidió la bendición. Estuvo en la Misa, en la que no entendía nada. Solo hablaba inglés. Asistió, sin embargo, con gran devoción a la misma. Al terminar, se vino a despedir y ya se marchó. Al día siguiente pensé que, con las prisas (mis prisas del día), ni siquiera se me ocurrió ofrecerle comida o una ducha. Sí, ese domingo por la mañana, al ir a pasear, me acordé de él y de mi falta de hospitalidad, pero lo viví con paz. Ese hermano franciscano dejó paz en mi corazón y confío que también su paso por las parroquias del concejo de Tapia de Casariego haya servido para que Dios las bendijese. Cuando un hombre tiene la paz de Dios, allá por donde va transmite esa paz de Dios. Y eso es el Reino de Dios.

            Por lo tanto, el Reino de Dios no es un lugar, sino una persona que nos trae paz, o una persona a la que ayudamos y eso hace que el Reino de Dios se haga presente.

            - El Reino de Dios es un regalo de Dios, pero al mismo tiempo es una tarea nuestra. Sí, el Reino de Dios tiene esta doble vertiente: 1) don-regalo de Dios y 2) esfuerzo-trabajo nuestro:

1) Es don y regalo de Dios. Por eso, Jesús en el Padre nuestro nos enseña a pedir a Dios que nos lo envíe: “Venga a nosotros tu Reino”.

2) Pero al mismo tiempo debemos esforzarnos en entrar en ese Reino y a la vez debemos esforzarnos en dar ese Reino a los demás. Como ese hermano franciscano de Lituania. Para él era más cómodo quedarse en su país, en su convento. No dormir por ahí, no pasar hambre ni frío. No andar descalzo, pero Dios le trajo hasta nosotros. ¿Para qué? Pues si su viaje solo sirvió para dar un poco de paz a un párroco en Asturias y para hacerle pensar, ya mereció la pena. Al menos, para mí.

Vamos a expresar un poco mejor estas dos ideas (regalo y esfuerzo) con un cuento: “Un joven soñó que entraba en un supermercado recién inaugurado y, para su sorpresa, descubrió que Jesucristo se encontraba detrás del mostrador. ‘¿Qué vendéis aquí?, -le preguntó. ‘Todo lo que tu corazón desee’, respondió Jesucristo. Sin atreverse a creer lo que estaba oyendo, el joven emocionado se decidió a pedir lo mejor que un ser humano puede desear: ‘Quiero tener amor, felicidad, sabiduría, paz de espíritu y ausencia de todo temor. Deseo que en el mundo se acaben las guerras, el terrorismo, el narcotráfico, las injusticias sociales, la corrupción y las violaciones de los derechos humanos’. Cuando el joven terminó de hablar, Jesucristo le dice: ‘Amigo, creo que no me has entendido. Aquí no vendemos frutos; solamente vendemos semillas’”.

            En efecto, Dios viene a nosotros cuando nos trae las semillas del amor, de la felicidad, de la sabiduría, de la paz, de la ausencia de miedos, del final de las guerras, de las injusticias sociales, de la corrupción y de las violaciones de los derechos humanos. Pero somos nosotros mismos, los cristianos y todos los hombres de buena voluntad, quienes hemos de acoger esas semillas que Dios nos da y plantarlas en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestros pueblos, en nuestras ciudades, en nuestras naciones, en nuestros corazones. Y entonces pasará lo que nos dice el evangelio de hoy: “El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas”.

¿Cuál son los valores de este Reino de Dios? Nos las dice Jesús en el  llamado ‘Sermón de la montaña’ (Mt. 5-7). Aquí se establecen cuáles son los nuevos valores de este Reino: humildad, desprendimiento, mansedumbre, pureza, misericordia, sufrimiento, persecución, abandono en las manos de la Providencia divina.

Precisamente durante toda esta semana hemos estado leyendo en el evangelio el Sermón de la Montaña y lo seguiremos haciendo durante dos semanas más. Os aconsejo que leáis de corrido estos tres capítulos del evangelio de san Mateo (5, 6 y 7), y meditéis en vuestra oración personal sobre lo que Jesús aquí nos dice. Así sabremos más y mejor cómo es ese Reino que nos anuncia y qué tenemos que hacer para que crezca en nosotros y entre nosotros.