jueves, 26 de enero de 2017

Domingo IV del Tiempo Ordinario (A)



29-1-17                         DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO (A)
            ¡Cuánto me gustan las cartas de san Pablo! ¡Qué riqueza hay en ellas! Ved qué gozada en el siguiente texto, que está tomado de la segunda lectura de hoy: “Fijaos en vuestra asamblea, hermanos, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor […] Y así -como dice la Escritura- ‘el que se gloríe, que se gloríe en el Señor’”. Realmente en nuestras Misas no hay gente demasiado importante a los ojos del mundo. La mayoría “peinamos” canas y calvas. Tantas veces nos dicen que a la Misa y a la Iglesia sólo vienen aquellos que no tienen estudios universitarios, pues los que están más formados no se dejan embaucar como pardillos por los curas. Por lo visto, esto mismo pasaba al inicio del cristianismo, según nos narra san Pablo en esta carta; es decir, mayoritariamente se apuntaban a seguir a Jesucristo los esclavos y lo más bajo de la sociedad romana.
            Miremos ahora para nosotros… No somos los más listos, ni los más ricos, ni los más poderosos, ni los más sanos. Tampoco somos los más santos o los más buenos. ¡Dejamos tanto que desear en nuestra vida y en nuestro comportamiento diario! Por eso, como dice san Pablo, ninguno de nosotros podemos gloriarnos, o sea, presumir o alardear delante de Dios o de los demás. Por ello, san Pablo cierra el párrafo de su carta con una cita del Antiguo Testamento: “Y así -como dice la Escritura- el que se gloríe, que se gloríe en el Señor’.” Investigando en la Biblia he descubierto que estas palabras están tomadas del profeta Jeremías (uno de mis preferidos). Y veo que el texto completo del profeta Jeremías citado por san Pablo dice así: “Así habla el Señor: Que el sabio no se gloríe de su sabiduría, que el fuerte no se gloríe de su fuerza, ni el rico se gloríe de su riqueza. El que se gloría, que se gloríe de esto: de tener inteligencia y conocerme. Porque yo soy el Señor, el que practica la fidelidad, el derecho y la justicia sobre la tierra. Sí, es eso lo que me agrada, –oráculo del Señor–” (Jer. 9, 22-23).
            Efectivamente, no podemos ni debemos gloriarnos de saber, porque siempre hay quien sabe más que nosotros y porque no sabemos más que un poquito en un universo de saber. Recuerdo que, cuando estaba haciendo mi tesis doctoral en Roma, me dijo un sacerdote mayor que mi tesis sería como la cabeza de un alfiler en medio del universo. Vamos… que no me creyera nada ni nadie por ser doctor en Derecho Canónico.
            Tampoco podemos ni debemos gloriarnos en nuestra fuerza, porque siempre habrá alguien más fuerte que nosotros mismos y, además, esta fuerza nuestra se va perdiendo con el paso del tiempo. ¡Cuántas veces me decía gente que apenas podía caminar o que se fatigaba de subir dos peldaños de una escalera: ‘Ay, con lo que yo corría y andaba y subía y bajaba…!’ O ante una gripe o un virus gastrointestinal quedamos “para el arrastre”. ¡Y es que somos tan poca cosa…!
            Y del mismo modo no podemos gloriarnos de nuestra riqueza, porque siempre hay gente más rica que nosotros. Leía hace un tiempo en una revista que “el Pocero”, el que hizo es macrociudad en el pueblo de Seseña (creo que en la provincia de Toledo) de unas 13.000 viviendas estaba en un gran apuro financiero, pues acabó las viviendas justo cuando surgió la crisis inmobiliaria en España y, o no vendía lo que construyó, o los pisos que había vendido sobre el papel, la gente ya no podía hacer frente a ello por las subidas del tipo de interés bancario y por la pérdida de sus trabajos. Total: “el Pocero” tenía una deuda millonaria con los bancos, pues pidió créditos para construir la urbanización y vendió nada y los intereses corrían y los plazos de pago también. Asimismo, ¡cuánta gente perdió millones de sus ahorros de años en dos meses (hacia 2008) de caída de las bolsas mundiales!
            Entonces, ¿en qué hemos de gloriarnos, Señor, si no lo hemos de hacer ni en nuestra sabiduría, ni en nuestra fuerza, ni en nuestra riqueza? Y nos contesta el Señor por medio de san Pablo: “El que se gloríe, que se gloríe en el Señor.”  En efecto, sólo el Señor merece la pena. Sólo el Señor nos ama y nos acepta tal y como somos: ricos o pobres, jóvenes o viejos, tontos o listos, sanos o enfermos, santos o pecadores, fuertes o débiles.
La persona que tiene experiencia auténtica de Dios sólo se gloría de la sabiduría que procede de Dios. Con Dios descubrimos de verdad lo que vale en toda ocasión y circunstancia. Con Dios priorizamos realmente lo que es importante y no nos perdemos en tonterías. Con Dios no admitimos la vana y vacía gloria que nos procuramos unos hombres a otros.
La persona que tiene experiencia auténtica de Dios sólo se gloría de la riqueza que procede de Dios. La otra riqueza puede perderse, puede ser robada o apolillarse y, además, hay que dejarla aquí al salir de este mundo. ¿No veis cómo los faraones de Egipto se enterraban con todas sus riquezas y éstas eran robadas con el paso de los siglos y a ellos no les aprovechaban en nada, pues estaban podridos y deshechos? Hace un tiempo salía en los medios de comunicación que un hombre, al que le habían tocado 25 millones de euros en una lotería, estaba dispuesto a regalarlos a quien le curara de un aneurisma. Veis, este hombre sabe que, en caso de enfermedad, no se puede uno gloriar en la riqueza de oro, petróleo, dólares, euros, diamantes, casas, coches… que ofrece este mundo.
La persona que tiene experiencia auténtica de Dios sólo se gloría en la fuerza que procede de Dios. Así hicieron tantos mártires a lo largo de la historia, como san Lorenzo, como san Pedro y san Pablo, como santa Eulalia de Mérida, etc. Dios no nos da fuerza bruta para avasallar a los demás, sino fortaleza interior y un sentido a nuestra vida para luchar por Él y por los demás.
Por todo esto dice san Pablo, el cual sí que tenía auténtica experiencia de Dios: “El que se gloríe, que se gloríe en el Señor”.