domingo, 25 de febrero de 2007

Domingo I Cuaresma (C)

25-2-2007 DOMINGO I CUARESMA (C)
Dt. 26, 4-10; Slm. 90; Rom. 10, 8-13; Lc. 4, 1-13
Queridos hermanos:
Hoy, primer domingo de Cuaresma, como habitualmente hago todos estos años, en vez de predicar propiamente sobre las lecturas del día, os planteo este examen de conciencia para ayudarnos en la vivencia de este tiempo de penitencia, de oración y de conversión.
No quisiera que este examen de conciencia fuera una especie de losa sobre nosotros. No. La miseria humana, en cristiano, va siempre acompañada de la misericordia de Dios. Sólo a través de los ojos y del corazón de Dios el hombre puede y debe mirar sus propios pecados. El nos los descubre, y al mismo tiempo nos los perdona. Pero yo no puedo cambiar y caminar hacia Dios si no veo dónde estoy de verdad, y esto me lo hace ver Dios con su luz admirable y con la paz maravillosa que nos concede su perdón.
¿He sentido envidia hacia alguien por las cosas que tenía, por su carácter más simpático o por su saber más grande que el mío, por su físico; de tal manera que me alegraba de sus fallos o cuando las cosas le iban mal, y me entristecía cuando las cosas le salían bien? El sentimiento de la envidia en muchas ocasiones no es buscado por nosotros, pero es algo que surge en nuestro interior y nos da mucha vergüenza. En determinados momentos la envidia que sentimos es fruto de la tentación a fin de quitarnos la paz.
¿He sentido celos ante otras personas porque ellas son más valoradas que yo, más tenidas en cuenta que yo, más apreciadas que yo? ¿He sentido celos porque a los demás se les reconoce enseguida lo “poco” que hacen, y a mí no se me reconoce todo lo que hago (al cuidar a unos padres, al hacer las tareas de casa, en el lugar de trabajo…?
¿He hecho juicios en mi interior acerca de otras personas, desca­lificando las actuaciones de los otros, como si todo o casi todo lo de ellos fuese malo? El juicio interior supone ponerse en una posición de superioridad y desde ahí considerar como negativo lo que los demás dicen, hacen o dejan de decir y/o de hacer.
¿He murmurado contra alguien, bien iniciando yo la conver­sa­ción o siguiendo lo comenzado por otros? ¿He sacado los defec­tos de los demás a la luz pública? La murmuración presupone un juicio previo. El juicio queda en mi interior, mientras que la murmuración sale al exterior por la lengua. Lo malo o negativo que veo en los demás, ¿soy capaz de decírselo al interesado o interesada? La mayoría de las veces no, entonces ¿por qué lo digo?: ¿Porque me interesa de verdad esa persona y que mejore, por pasar el rato, por despecho, por quedar por listo o gracioso ante quien estoy murmurando? Si no soy capaz de decir lo negativo al interesado, entonces es mejor que me calle o en todo caso que se lo diga a Dios rezando por esa persona. Lo peor de la murmuración no es lo que decimos, que en muchas ocasiones es cierto, sino el “tonillo” con el que decimos esas cosas, es decir, no hay caridad. Y la verdad que no va acompañada de la caridad-amor, no es la verdad de Cristo. Yo no he descubierto nunca a Dios diciéndome las cosas, ni a mí ni a nadie, restregándolas por las narices. Dios me muestra las cosas, mi verdad, mis defectos, pero lo hace con tanto amor, que veo lo que me dice, lo acepto y mi amor hacia El crece más. Aprendamos a hacerlo así y, si no lo hacemos así, es que estamos murmurando.
¿He difamado, es decir, he dicho cosas negativas de los demás que son falsas, bien porque exagere lo que digo o porque no me cercioro y aseguro de la veracidad de lo que escucho sobre los otros y “alegremente” lo suelto sin más? CUANTO DAÑO HACE LA LENGUA, NUESTRA LENGUA. Ya leemos en la epístola del apóstol Santiago que “la lengua ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal; con ella bendecimos al que es Señor y Padre; con ella maldecimos a los hombres creados a semejanza de Dios; de la misma boca salen bendiciones y maldiciones”. “Todos faltamos a menudo, y si hay alguno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto, capaz de tener a raya a su persona entera”.
¿Soy una persona mal hablada con frecuentes tacos, con blasfemias, con palabras soeces o hirientes (“cada día te pareces más a tu madre…”, “cállate, gorda…”); buscando siempre el insulto, el dejar mal a los otros, el decir la palabra graciosa, aunque sea a costa de los demás?
¿He mentido a alguna persona, a mi familia, en el trabajo para no quedar mal, por aprovecharme de otros, por venganza, etc.? ¿He dicho medias verdades por las mismas motivaciones? Cuando Jesús fue condenado a muerte por los judíos del Sanedrín, para ello utilizaron sus propias palabras. Le preguntaron si El era el Hijo de Dios y Jesús contestó que sí, que lo era. Y esto le ocasionó su muerte. Podía haber dicho una mentira piadosa. Total esa mentira piadosa le hubiera permitido vivir más años, curar a muchos enfermos, hacer muchos milagros, enseñar mejor a los apóstoles, asentar mejor la Iglesia que quería fundar, anunciar mejor el mensaje de Dios Padre. Pero no, El dijo siempre la verdad, aún a costa de ser muerto, aún a costa del fracaso de su misión entre nosotros. Y su verdad le llevó a la cruz, y esta cruz, fracaso entonces, es salvación para todos nosotros.
¿He sido impaciente con los demás y conmigo mismo? El impaciente es aquél que no tiene paz en su corazón y por eso “salta” con frecuencia. Estoy impaciente cuando no soy capaz de esperar con sosiego y tranquilidad que llegue el ascensor al que he llamado, a que el semáforo se ponga en verde, a que te atiendan en el médico, o que atienden en el supermercado a la persona que está por delante de mí. Estoy impaciente cuando no me pongo en el lugar de los otros y quiero que ellos hagan las cosas como yo las hago y en el tiempo en que yo las hago. No aguanto los fallos de los demás, pero los míos propios… tampoco.
¿He tenido ira, rabia, enfados hacia alguna persona (familiar, amigo, en el trabajo, etc.), y he manifestado esta ira externamente con expresiones hirientes o soeces, con voces, o incluso también en mi interior?
¿Tengo rencor hacia alguna persona, de tal modo que no hablo con esa persona, ni la perdono de ningún modo y, cuando la veo o surge una conversación sobre ella, siempre se nota mi inquina contra ella? ¿Llevo mi “agenda” de los agravios que me han hecho los demás y las fechas en que me las han hecho y ante quien me las han hecho? ¿Hay alguien a quién no salude ni tenga intención de hacerlo? ¿Soy una persona vengativa; las cosas que me han hecho las tengo bien guardadas y presentes, y ante la más pequeña oportuni­dad se las "restriego" en la cara o suelto mi "veneno" ante otras personas?
¿He tenido pereza para levantarme, para acostarme, para hacer los estudios, el trabajo, mis oraciones, asistencia a la Misa, etc.? Perezoso es aquel que hace las cosas que le gustan, y las que no, las va dejando siempre de lado: el cesto de la plancha, los azulejos, tareas en el trabajo, escribir cartas, visitar a personas, enfermos. Con frecuencia la pereza va asociada al egoísmo, pues saco tiempo para las cosas que me gustan y me interesan, pero las otras cosas quedan las más de las veces sin hacer o a medio hacer.
¿He tenido gula, es decir, me dominan las apetencias y los gustos por encima de mi voluntad: domina el dulce sobre mi voluntad, domina el alcohol sobre mi voluntad, domina el café sobre mi voluntad, domina el tabaco sobre mi voluntad…? Seguramente que en muchas ocasiones pensamos como el gallego: “perdono o mal que me fai, por o ben que me sabe”. Tengo gula cuando como entre horas por el simple hecho de picar, o como nada más de lo que me gusta, o no como jamás lo que no me gusta, o protesto por la comida, o como o bebo con ansia, etc.?
¿He sido egoísta en el trato con los demás preocupándome tan solo de lo que me venía bien a mí, pasando o dejando de lado las necesidades de los otros? ¿Soy de los que cojo el mando de la TV y no lo suelto en modo alguno, y todo el mundo tiene que ver el programa que a mí me gusta? ¿Al sentarme en el coche o en casa escojo el mejor puesto… sin pensar en los otros? ¿Pienso en los otros, en lo que les gusta a los otros, en lo que les viene bien a los otros, o nada más me veo a mí mismo y mis apetencias y mis necesidades?
¿He faltado a la pobreza cristiana con gastos superfluos en cosas que no son del todo necesarias (ropas, tabaco, cafés, revistas, consumiciones, CD, bisutería, viajes, etc.)? ¿Compro cosas baratas que no necesito o que ya poseo más que suficientemente? Al comprar pregunto a mi gusto, a los demás… ¿y a Dios? Porque El tendrá algo que decir, sobre todo si me confieso cristiano y deseo que su Voluntad se cumpla en mí. Un cristiano no puede caer en el consumismo igual que otra persona que le dé igual vivir en su Santa Voluntad o no. ¿Tengo codicio y ansío poseer cosas materiales? ¿Doy limos­nas a la Iglesia o a ONGs o a familias necesitadas (es bueno aquí comparar cuánto gasto para mí al mes y cuánto doy en limosnas para los demás al mes; se verá que la diferencia es mucha)? La limosna es lo que yo llamo el dinero de Dios. Es suyo y yo he de administrarlo según su Voluntad y no según mi capricho. El dinero de la limosna nunca puede quedarse en mi bolsillo. Si no lo doy yo directamente, entonces debo de buscar a organizaciones o personas que busquen donde entregarlo y que conocen mejor que yo diversas necesidades de otros hombres. ¿Tengo mi corazón pegado a cosas mías (coche, ropa, objetos), personas, opiniones, mi físico, etc.? Para entender la pobreza cristiana se ha de partir de que sólo Dios es nuestra riqueza, porque es lo totalmente Absoluto, lo demás es relativo (Mt. 10, 37). ¿He robado, es decir, me ha apropiado de cosas que no son mías? Me apropio de cosas que no son mías, robo, cuando en el hospital en el que trabajo cojo tiritas, esparadrapos, tijeras... y lo llevo para mi casa o para mis familiares. Robo cuando en el colegio donde trabajo cojo hojas, bolígrafos... y los llevo para mi casa. Robo en el trabajo llegando tarde y saliendo temprano. Robo en el trabajo al no pagar lo justo y debido a mis empleados y no reconocerles sus derechos. El hecho de que lo hagan los demás no quiere decir que está justificado que lo haga yo.
¿He sido desobediente en mi casa, con mi familia, con Dios, con la Iglesia, con mi director espiritual, con las normas de tráfico, con las cosas que me piden muchas veces por favor; y soy más bien de los que siempre hace lo que les da "la realísima gana"? La obediencia no es simplemente hacer sin más lo que me digan o me pidan, también hay que mirar el modo y las maneras en que lo hago. Por ejemplo, si realizo las cosas que se me piden pero con protestas, interiores o exteriores, entonces no estoy obedeciendo. Yo nunca he visto ni he leído que, cuando Dios Padre indicó a su Hijo que fura a la Cruz, por el perdón de los pecados de los hombres, Jesús obedeciera pero diciendo: “¡Que siempre me toca a mí!” ¿A quién tengo que obedecer yo? Pues en primer lugar a Dios, a mis padres, a mis hijos, a mi marido, a mi mujer...
¿He faltado a la castidad con pensamientos, deseos, miradas, actos impuros (solo o acompañado); he respetado mi cuerpo y el de los demás por ser Templo del Espíritu de Dios, me he mantenido alejado de aquello que me tentara en este punto como TV, revis­tas, conversaciones, etc.?
¿He tenido el pecado de la vanidad de tal manera que estoy demasiado pendiente de mi aspecto físico, de la moda, y al final soy un esclavo de ello? Hay personas que son incapaces de salir desconjuntadas de casa o de no salir a la calle con prendas que no son de marca. Hay personas que visten o se acicalan de una determinada manera, pero no por convencimiento o gusto propio, sino por obtener el parabién de la gente con la que están.
¿He tenido soberbia al considerarme superior a otros, al considerarme inferior y esto me hacía sufrir, puesto que no me acepto tal y como soy? ¿Me ando siempre quejando de la sociedad, de los demás, de mí mismo? ¿"Engordo" cuando los demás hablan bien de mí, y me entretengo después pensando y "repensando" lo que se dijo bueno de mí? ¿Me enfada el que los demás hablen mal de mí, sea mentira o verdad, y "despo­trico" contra ellos y busco rápidamente el justificarme? ¿Me cuesta admitir mis errores? ¿Me cuesta pedir perdón? ¿Hago o dejo de hacer cosas, digo o dejo de decir cosas por el qué dirá la gente, de tal manera que soy un esclavo de lo que piensen los demás? Veamos algunos de los frutos de la soberbia: En las relaciones con el prójimo, el amor propio y la soberbia nos hace susceptibles, inflexibles, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Nos deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad nos complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; nos inclinamos a compararnos y a creernos mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio y la soberbia hacen que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos.
¿He faltado en el amor al prójimo hacia los enfermos, ancia­nos, familiares, marginados, etc.? ¿Tengo verdadera preocupación por las necesidades materiales, morales y espirituales de las personas que me rodean, de la gente que vive en Asturias, en España, en Europa, en el mundo? ¿Considero a las demás personas como hermanos míos al ser hijos todos del mismo Padre?
¿He tenido falta de confianza en Dios buscando yo siempre el encontrar solución a todo y rápida; y cuando no salía tal y como era mi deseo me enfadaba con Dios o me descorazonaba con El? No tengo confianza en Dios cuando las cosas positivas o negativas que me suceden me afectan sobremanera. No quiere decir con esto que tengamos que ser insensibles a las circunstancias que acontecen a nuestro alrededor, pero sí es cierto que nuestra seguridad total está en Dios y no tanto en que las cosas me salgan bien o mal.
¿He dejado mis oraciones de lado, o las he hecho con rutina y sequedad? ¿He sido fiel a lo que el Señor me iba mostrando o pidiendo en ellas?
¿He faltado a la Misa de los domingos, o he asistido a ella con rutina, falta de fervor, de mala gana y distracciones?
¿He realizado alguna lectura espiritual para alimentar mi ser y abrirme a otras experiencias y a otros horizontes que puedan acercarme más a Dios?
Se podían sacar muchas más cosas, pero de momento yo creo que con esto vale para tener una guía más o menos exhaustiva.

jueves, 22 de febrero de 2007

Homilía de boda

ME HA PEDIDO PEPITINA QUE PUBLIQUE EN EL BLOG ESTA HOMILIA QUE SUELO PREDICAR EN LAS BODAS, YA QUE PUEDE SERVIR COMO COMPLEMENTO A LA CHARLA DE LA SEXUALIDAD. MUCHOS DE VOSOTROS CREO QUE YA LA CONOCEIS.

Homilía en audio
Queridos hermanos:
A la hora de unirse un hombre y una mujer existen diversas formas:
a) Lo que ahora se denomina “parejas de hecho”, es decir, basta la mera voluntad de él y la mera voluntad de ella para que establezcan una convivencia marital.
b) También se pueden unir a través del matrimonio civil. En este caso se necesita la voluntad de él, la voluntad de ella y el rellenar una serie de papeles ante el Ayuntamiento y el Registro Civil.
c) Finalmente, existe la unión religiosa. Aquí me voy a fijar en la unión religiosa católica, o sea, la celebración del sacramento del matrimonio. En este caso es necesaria la voluntad de él, la voluntad de ella, el rellenar una serie de papeles del expediente matrimonial y el cumplir una serie de condiciones. Sí, para casarse por la Iglesia Católica no vale cualquier hombre o mujer. Hay que estar vocacionado para ello, como los hombres que desean ser sacerdotes y las mujeres que desean ser monjas. No vale cualquiera para casarse. Cuando uno o una que no tienen vocación para el matrimonio y, sin embargo, se casan producen matrimonios nulos o matrimonios infelices, y hay muchos de aquéllos, pero sobre todo de estos. A continuación voy a reseñar algunas de las condiciones necesarias para contraer matrimonio por la Iglesia Católica:
1) Es necesario tener unas tijeras para cortar el cordón umbilical que se tiene con mamá, o con papá, o con el trabajo, o con los amigos. A partir de la celebración del matrimonio, lo más importante para él y para ella pasa a ser su marido o su mujer. Los demás están, pero… en un segundo o tercer lugar. Si alguien no es capaz de relegar a un segundo plano, respecto a su cónyuge, a los padres[1], amigos, etc., es que no vale para casado o casada. Si alguien sabe que no va a ser capaz de cumplir esto, por favor, que sea honrado y que lo diga para no causar tanto sufrimiento inútil y tanto matrimonio fracasado. Todo esto que digo no es mío, sino del mismo Jesucristo cuando dice: “por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos uno solo. De manera que ya no son dos, sino uno solo” (Mateo 19, 5-6).
2) Es necesaria aceptar y guardar la fidelidad. No sólo la sexual, que por supuesto, sino también la fidelidad a la palabra dada. Cuando uno está en su noviazgo ambos hacen planes para el futuro. Esos planes han de cumplirlos y sólo pueden modificarlos ambos esposos, no uno por su cuenta y riesgo sin contar con el otro. En mi experiencia de sacerdote y también por la vida ordina­ria he visto que hay como cuatro modelos de matrimonios: * Manda él y obedece ella. * Manda ella y obedece él. Un día en Covadonga: "Señora que de malos modos me dice: ¡coge eso!... ¡extiende esto! Pensaba que estaba hablando con su marido". * Cada uno anda por su lado. Cada uno tiene sus propios amigos/as, uno se ocupa del trabajo fuera y otro en casa, tienen tareas ya especificadas y uno no se puede meter en lo del otro. Hay temas tabú que no se pueden tocar, por lo que se "calcan" mentiras unos a otros o se ocultan las cosas. Incluso pueden tener hasta las camas separadas... hasta por un tabique. Es decir, durmiendo en habitaciones separadas. Son dos extraños bajo un mismo techo. Cada uno con lo suyo. * La comunión total de cuerpos, de mentes, de espíritus, de anhelos, de ideales. Cuando en el evangelio se dice que forman «una sola carne», no se refiere exclusivamente al momento del acto sexual, sino a toda la vida. Como aquel hombre que al morir su mujer decía: «Se me ha muerto mi hermana, mi madre, mi amiga.»
3) Es necesario aceptar y vivir la indisolubilidad conyugal. Esto significa que él y ella se casan para toda la vida; hacen una apuesta total por la persona amada: “Hasta que la muerte nos separe”. Yo llevo 22 años de cura; no sé si mañana me secularizaré. Sé que el día que me ordené quería ser cura para toda la vida y hoy también. ¿Y mañana? No lo sé. Lo mismo pasa en el matrimonio. Uno se casa hoy con intención de que sea para toda la vida. No sabemos qué pasará mañana. Hace falta aceptar la indisolubilidad, pero cada día. Recuerdo que un día, en una boda, después de predicar estas ideas, se me acercó una pareja de mediana edad y hablamos sobre estos temas, porque decían no estar de acuerdo con varias cosas de las que yo decía. En un determinado momento les pregunté: “Con lo que hoy sabéis, ¿os casaríais de nuevo con él/con ella…?” Y vosotros, los casados, ¿qué haríais? La apuesta por la indisolubilidad no es sólo el día de la boda, sino cada día de la convivencia conyugal.
Pero, además, la indisolubilidad significa que uno también se casa con la otra persona entregado todos los aspectos y circunstancias de su vida, y aceptando lo mismo de la otra persona: “en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad”. Estas parecen… y son palabras muy bonitas, pero vamos a aterrizar un poco. Cuando una pareja me piden que asista a su matrimonio, siempre les pregunto si van a hacer las famosas capitula­ciones o separación de bienes antes de la boda. Si me dicen que sí, entonces les planteo que se ha de suprimir de la ceremonia de bodas el rito de las arras, puesto que es una hipo­cresía y un fariseísmo hacer separación de bienes y al mismo tiempo, ante Dios, decir que se van a compartir todos los bienes. Fija­ros en lo que dice el texto del rito y lo que se dicen los esposos al entregarse mutuamente las arras: «N., recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compar­tir.» De manera que se está dispuesto a compartir con la pareja el dolor, la alegría, los secretos, la desnudez, los hijos, el amor…, pero el dinero NO. “Lo tuyo, tuyo; y lo mío, mío”. ¿Es esto un matrimonio? Pues sí. ¿Es esto un matrimonio cristiano? De ningún modo. Otra cosa, es verdad, es que se haga la separación de bienes por conveniencia fiscal o para proteger a los hijos o al otro cónyuge ante posibles embargos, o acciones civiles o penales. En estos casos la separación de bienes se busca y realiza con efectos meramente de cara al exterior, pero la pareja misma tiene intención y acción real de compartir absolutamente todos sus bienes materiales. En este caso, repito, veo que se puede hacer el rito de las arras, pues responde al compartir de verdad todo.
4) Es necesario estar abierto a la venida de los hijos. ¡Claro, como los curas no tienen que mantenerlos! ¿Cuántos hijos hay que tener? ¿Los que diga el cura? No. ¿Los que diga el Papa? No. ¿Los que diga el médico? No. ¿Los que diga mi madre o mi abuela? No. ¿Los que digan los vecinos? No. ¿Los que digan Ana Rosa Quintana o el famoso o famosa de turno? No. Entonces, ¿quién lo debe decir? ¡Los propios esposos! Es cierto que yo, como cura, debo plantear a este matrimonio cristiano una serie de criterios, por ejemplo, el suprimir todo interés egoísta. Porque, con mucha frecuencia, se quiere vivir la vida primero, tener todo bien arreglado: piso, muebles, coche, trabajo, tiempo de disfrute de la pareja y los hijos se deja para lo último. Es decir, prima el egoísmo de la pareja sobre qué es lo mejor para la descendencia. Con frecuencia se busca el tener hijos muy cerca de cuando a la mujer “se le va a pasar el arroz” y con frecuencia ya, a ciertas edades, los hijos no vienen. Luego hay que hacerse pruebas, buscar adopciones… Y uno se puede encontrar con 50 ó más años sin hijos, bien “refalfiados” de pisos, muebles, coches, trabajos, viajes a países y lugares de ensueño, acciones bursátiles, pero tremendamente solos. Y como decía Jesucristo en el evangelio: “¿Para quién va a ser ahora todo lo que has amontonado?”
5) La última condición es que Dios y la Iglesia sean centro del matrimonio. Si uno dice que cree en Dios y no en la Iglesia, yo le diría entonces que te case Dios, que te entierre Dios, que te bautice Dios, que te dé la comunión Dios. Cuando uno está ante este altar es porque quiere hacer su matrimonio ante Dios y ante su santa Iglesia, sino es una hipocresía y un engaño. Ante tanto sufrimiento y tantas alegrías como hay en la vida de un matrimonio, Dios y la Iglesia siempre están presentes dando ese punto de equilibrio y de ayuda a los cónyuges. Cuando una pareja se casan se dan las manos, y Dios pone su mano sobre las suyas. Puede ser que el marido retire o decaiga su mano, pero permanecen las manos de la mujer y de Dios. Puede ser que la mujer retire o decaiga su mano, pero permanecen las manos del marido y de Dios. Puede ser que los esposos retiren o decaigan sus mano, pero permanece la mano de Dios. El siempre está. Y es este Dios al que habéis llamado al inicio de vuestro matrimonio para llegar al Reino de Dios juntos.
Recordad: para casarse por la Iglesia católica es necesario la voluntad de él, la voluntad de ella, el rellenar una serie de papeles del expediente matrimonial y el cumplir una serie de condiciones: tijeras, fidelidad, indisolubilidad, apertura a los hijos y Dios como centro de todo.
[1] ¡Cuántos sufrimientos y dolores causan los suegros, porque los respectivos hijos no son capaces de poner las cosas en su sitio!

viernes, 16 de febrero de 2007

Domingo VII Tiempo Ordinario (C)

18-2-2007 DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO (C)
1 Sm. 26, 2.7-9.12-13; Slm. 102; 1ª Cor. 15, 45-49; Lc. 6, 27-38
Queridos hermanos:
* Plan de Cuaresma. El próximo miércoles, 21 de febrero, es Miércoles de Ceniza y ya comienza el tiempo de Cuaresma, tiempo de penitencia y de preparación para la celebración de la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Ya os propuse para el Adviento y para la Navidad un plan de vida, que sea algo personal. Pues temo que, si no nos proponemos algo concreto, pasen estos días sin ninguna consecuencia religiosa y de santidad en nuestras vidas. Mucha gente prepara los carnavales desde muchos meses atrás; prepararan las vacaciones de Semana Santa... Nosotros, como seguidores de Cristo que queremos ser, hemos de vivir esta Cuaresma de otro modo. Hay personas que me han contado que les ha costado elaborar el plan de Adviento y de Navidad, y luego tratar de cumplirlo, pero… que ha merecido la pena. Os aporto algunas propuestas orientativas, y cada uno lo adecuará a su situación personal, a su voluntad y, sobre todo, a lo que Dios le pida.
- En el ámbito espiritual sería bueno que nos pudiéramos plantear el acudir más frecuentemente a la Eucaristía entre semana. Podemos meditar en la oración sobre las lecturas de la Biblia, que se nos proponen en cada Misa. Podemos realizar una confesión al inicio de la Cuaresma y otra, al menos, en torno a la Semana Santa. Podemos frecuentar más el sagrario como medio de cercanía a nuestro Amado Jesús. Podemos pedir a Dios que nos dé luz para elegir un director espiritual, que nos ayude en nuestro caminar hacia El.
- En el ámbito humano y familiar podemos luchar contra un defecto que se nos resiste o por fortalecer una virtud que el Señor nos pide con más ahínco. Por ejemplo, dejar algo más la tele, el ordenador, Internet, la lengua, los gastos superfluos, no comer carne el Miércoles de Ceniza ni los viernes (por pura obediencia a la Iglesia de Dios), ayunar el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo… y algún día más (no vamos a morirnos por ello), el hacer más tareas en casa o en nuestro trabajo o estudio, ser ordenados en nuestros horarios de levantarse o de acostarse, o ser puntuales en nuestras citas, sujetar el genio, mortificar el egoísmo o la soberbia, visitar enfermos o gente que sabemos que nos agradecerá un poco nuestro escuchar o nuestra presencia, dar dinero o cosas o “cacharritos” que son un lastre en la pobreza que Jesús nos pide. Ser más cariñosos con los que nos rodean, perdonar a los que nos ofenden, pedir perdón a los que herimos…
- En el ámbito pastoral o de apostolado, ver qué puedo hacer en la Iglesia, parroquia, movimiento, en la preparación del Sínodo Diocesano…
* De todas formas, en el evangelio que acabamos de escuchar, Jesús nos presenta bien claro un posible plan de vida para esta Cuaresma… y para toda nuestra vida. Fijaros lo que nos dice (leo primero y luego voy comentando): “Amad a vuestros enemigos[1], haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen[2], orad por los que os injurian[3]. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten[4]. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante.”
* Escuchando esta homilía podemos pensar que todo depende de nosotros: con nuestro plan de Cuaresma y con nuestro esfuerzo personal. NO. Todo depende de Dios, pues nosotros somos muy débiles. Así se nos dice con las bellas palabras del salmo 102: “El Señor es compasivo y misericordioso. El perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. El Señor no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles.”
[1] No he de pensar únicamente quién es mi enemigo, sino también en quién me tiene por enemigo suyo, aunque yo no lo sea de él o de ella.
[2] Escribo aquí unas palabras de un hombre que hizo vida en sí mismo estas palabras de Jesús. Un día fue despedido en su trabajo. “Durante las semanas y meses que siguieron, empecé a experimentar un rencor violento, y aparentemente imposible de desarraigar, contra las personas que me había puesto en aquella situación imposible. Al despertarme por la mañana, mi primer pensamiento era para aquellas gentes. Mientras me duchaba, al comer, al andar por la calle, al dormirme por la noche, me atenazaba aquel pensamiento obsesivo. El resentimiento me roía las entrañas y me envenenaba. Sabía que me estaba haciendo daño a mí mismo, y a pesar de mis oraciones, aquella obsesión me chupaba la sangre como una sanguijuela. Pero un día, una frase de Jesús se me clavó en el ser: 'Bendecid a los que os persiguen' (Mt. 5, 44). De repente, todo se me hizo claro. Así, comencé a bendecir a los que me había hecho daño: los bendije en su salud, en su alegría, en su abundancia, en su trabajo, en sus relaciones familiares y en su paz, en sus negocios, etc. La bendición consiste en querer todo el bien posible para una persona o personas, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y quererlo desde el fondo del corazón con total sinceridad. Esta bendición transforma, cura, eleva, regenera, centra espiritualmente, y desembaraza nuestro ser de pensamientos negativos, condenatorios o críticos. Al comienzo bendecía sólo con mi voluntad, pero con una sincera intención espiritual. Poco a poco las bendiciones se desplazaron de la voluntad al corazón. Bendecía a las personas a lo largo de todo el día: mientras me limpiaba los dientes, mientras hacía footing, cuando iba a correos o al supermercado, mientras lavaba los platos o me iba durmiendo. Los bendecía uno a uno, en silencio, mencionando su nombre. Seguí esta disciplina y a los tres o cuatro meses me encontré bendiciendo a las personas por la calle, en el autobús, en las aglomeraciones. Bendecir se fue convirtiendo en uno de los mayores gozos de mi vida. No he recibido ningún ramo de rosas de mi antiguo empresario ni la más mínima expresión de afecto ni la menor excusa por su parte. Pero he recibido rosas de la vida, a manos llenas.”
[3] Cuando alguien me confiesa su resentimiento contra alguien, le digo una serie de tácticas que el Espíritu nos ha enseñado: 1) No hablar mal de esa persona, o ni mal ni bien, para que no se enquiste más en nosotros ese mal sentimiento. 2) Rezar por esa persona todos los días; aunque no nos salga del corazón, aunque no lo sintamos. Lo hago, porque Jesús me dice que ore por los que nos injurian. 3) Pedir al Señor para que nos dé el mismo amor que El tiene a mis enemigos, porque son sus hijos. Tanto como nosotros somos hijos de El.
[4] Al leer esto último me acuerdo de un episodio que supe hace tiempo. En la 2ª Guerra Mundial, cuando los ejércitos soviéticos avanzaba por Alemania, llegó una patrulla rusa a un pueblo alemán y el oficial ordenó a la gente que hospedara en su casa a un soldado o a varios, según la capacidad de la casa. Uno de los soldados fue a casa de una viuda pobre. Esta, en cuanto entró el soldado, se le tiró al cuello y lo cubrió de besos. Le fue quitando la ropa, le preparó agua caliente y le ayudó a lavarse. Le dio ropa limpia, le dio lo mejor que tenía para cenar, le preparó su propia cama con sábanas de lino limpias. A la mañana siguiente le dio un buen desayuno y ya le dio su ropa de soldado: limpia, cosida y planchada, y lo despidió con un beso. El soldado le preguntó que por qué lo trataba así, si era su enemigo. A lo que la señora le respondió que su único hijo estaba luchando en el frente ruso y que esperaba que, si un día entraba en casa de la madre del soldado ruso, esta señora lo tratara en Rusia como ella había tratado al suyo en Alemania.

martes, 13 de febrero de 2007

Charla sobre la sexualidad

(Además de las homilías, en ocasiones publicaré aquí algunas de las charlas que imparto en algún momento de mi tarea sacerdotal. Comienzo con ésta sobre la sexualidad).
En el primer semestre de 2006 acudí a la parroquia de Turón (Asturias) para impartir una charla sobre las nulidades eclesiásticas. En la charla apunté algunas de las causas más frecuentes de nulidad canónica matrimonial: inmadurez, falta de libertad, alcoholismo, drogadicción, ludopatía, psicopatologías y desviaciones sexuales. De aquí surgió la idea en algunos de los asistentes para que volviera en otra ocasión a Turón y diera una charla “sobre el sexo” (¡sic!). La verdad es que yo no me encontraba preparado (ni me encuentro) para hablar –en una charla- sobre este tema, ya que no es mi especialidad, sino que entra más bien en el ámbito de un moralista. Sin embargo, ante la insistencia de la gente he aceptado, finalmente, preparar la charla e impartirla.
Hablaré de la sexualidad, no tanto desde un punto de vista físico o médico, sociológico…, sino desde unos principios antropológicos, bíblicos y teológicos, como sacerdote de la Iglesia Católica que soy. Por supuesto, no pretendo agotar el tema y dejo muchas cosas en el tintero. Podría decirse que esta charla… es una ligera aproximación al tema de la sexualidad.
1) La sexualidad ha sido creada por Dios y es buena
La sexualidad en el ser humano es buena y ha sido creada por Dios. Esta es la afirmación básica de la que hemos de partir. En efecto, en el relato de la creación que nos hace la Biblia, en el primer capítulo del Génesis, se dice a cada paso y a cada acción creadora de Dios: “Y vio Dios que era bueno” (Gn. 1, 10.12.18.21.25). Y termina el relato de este modo: “Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno (Gn. 1, 31). No sólo “era bueno”, sino que “era muy bueno”. Y en ese “todo” también viene comprendida la sexualidad humana. En efecto, algunos versículos atrás, al describir la creación del hombre, lo hace de este modo: “Y creó Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios diciéndoles: ‘creced y multiplicaos” (Gn. 1, 27-28). Si hemos sido creados a imagen de Dios y si hemos sido creados “varón y hembra”, entonces es que, como decía el Papa Juan Pablo I, Dios es Padre, pero también es Madre; Dios tiene el componente masculino, pero también el femenino.
Por tanto, para la Iglesia y para los cristianos la comprensión del sexo ha de ser siempre muy positiva. El sexo se ha de entender como algo maravilloso. Sí, maravilloso, porque Dios lo pensó como FUENTE DE AMOR Y DE VIDA. Dios inventó el sexo, podríamos decir; de Él procede y tiene ante Él una enormemente importancia, ya que Dios es también Amor y Vida. Por ello, el sexo no puede ser malo en absoluto. Si Dios quiso añadir a la unión corporal entre hombre y mujer un intenso placer físico no es para ponernos piedras de tropiezo, sino para encender y aumentar el amor de los esposos y, como fruto de ese amor, originar nuevas vidas.
2) El pecado también influye en la sexualidad
Pero esta realidad maravillosa, que es la sexualidad y que se ha descrito, fue desordenada por el pecado. También otras realidades humanas fueron desestabilizadas por el pecado (: el trabajo humano (“con fatigas comerás sus frutos… con el sudor de tu frente comerás el pan” [Gen. 3, 17.19]), los odios entre hermanos (“Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató” [Gen. 4, 8]), etc.). Veamos cómo se nos cuenta el Génesis las consecuencias del pecado en las relaciones entre un varón y una mujer:
- Cuando Adán ve a Eva, exclama: “Ella es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn. 2, 23). ¡Qué piropo más bonito! Pero, cuando Eva le dio a Adán a comer del fruto prohibido y él comió, y luego se vio pillado ante Dios, Adán dijo aquello de: “la mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto del árbol y comí” (Gn. 3, 12). Es decir, Adán pone distancia con Eva y encima se excusa y justifica él acusándola a ella y echándole toda la culpa.
- “A la mujer (Dios) le dijo: multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás a tus hijos con dolor; desearás a tu marido, y él te dominará (Gn. 3, 16).
-“Al hombre le dijo: […] volverás a la tierra, de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás” (Gn. 3, 19).
Así, comprobamos claramente como del primer pecado viene la muerte, la rivalidad, las iras, los rencores, las rencillas... en todos los órdenes de la vida humana, también en el sexual, en la relación de pareja, en el matrimonio. Pero también es cierto que la salvación que Dios ofrece alcanza, no sólo al alma, sino de igual modo al cuerpo, comprendiendo la sexualidad. Y ésta que era buena, por ser creada por Dios, antes del pecado, después de éste sigue siendo algo bueno.
3) Una aproximación a la definición de la sexualidad
a) Al crear al hombre como varón y mujer, Dios quiso que el ser humano se expresase de dos modos distintos y complementarios, igualmente bellos y valiosos.
Pero, ¿por qué les ha hecho diferentes? La procreación no puede ser la única razón. La sexualidad humana significa una clara disposición hacia el otro. Manifiesta que la plenitud humana reside precisamente en la relación, en el ser-para-el-otro. Impulsa a salir de sí mismo, buscar al otro y alegrarse en su presencia. Es como el sello del Dios del amor en la estructura misma de la naturaleza humana.
Aunque cada persona es querida por Dios «por sí misma» y llamada a una plenitud individual, no puede alcanzarla sino en comunión con otros. Está hecha para dar y recibir amor. De esto nos habla la condición sexual que tiene un inmenso valor en sí misma. Por tanto, el amor de pareja, el amor conyugal, sólo puede florecer en dos seres a la vez distintos y complementarios. Por ello, Dios ha unido el amor y la sexualidad en una íntima comunión. No pueden existir, para Dios, uno sin la otra o viceversa.
Ambos sexos están llamados por el mismo Dios a actuar y a vivir conjuntamente. Esa es su vocación. Se puede incluso afirmar que Dios no ha creado simplemente al hombre varón y mujer para que engendren nuevos seres humanos, sino que, justo al revés, el ser humano tiene la capacidad de engendrar para perpetuar la imagen divina que él mismo refleja en su condición sexuada. El otro día me comentaba una persona que recordaba una frase de su madre, ya difunta, sobre el matrimonio. Decía que la relación matrimonial es vivir ya el paraíso en la tierra.
b) Por otra parte, no podemos caer en la identificación de “sexualidad” y “genitalidad”. La sexualidad se expresa a través del cuerpo, el cual manifiesta el amor que viene de Dios y que conduce a Dios. No se ha de pensar exclusivamente en el gesto genital de las relaciones completas, sino también en todas aquellas expresiones afectuosas que se intercambian las personas y que poseen cierto tono sexual. El gesto, la mirada, la palabra, el tono, el abrazo y el beso son expresiones de los cinco sentidos del hombre; el elemento sexual no se manifiesta de modo exclusivo entre los esposos: también las actitudes del padre o de la madre respecto a sus hijos están codeterminadas por el sexo respectivo. Esto se aplica igualmente a las amistades entre personas de distinto sexo, a las que es ajena, sin embargo, cualquier expresión genital o una intención de aprovechamiento sexual o de vínculo erótico. El hombre expresa su personalidad en su condición corporal[1].
La expresión sexual es tanto más sana y noble cuanto más supera la esfera física y sensible y, asumiéndola, se convierte en el auténtico testimonio del amor fiel. Ella profundiza y presupone la amistad humana personal y, según la doctrina de la Biblia, exige el pacto indisoluble de amor. La unión corporal está destinada a participar del diálogo total y de la comunidad vital. Al significado unitivo del amor sexual genital le es inherente otro trascendente: la unión conyugal significa apertura a la transmisión de la vida. La misma unión, si es auténtica, es creadora de valores espirituales y enriquece a los cónyuges de suerte que pueden extender su amor a los demás y, por ello, participa de la acción creadora de Dios trayendo nueva vida a este mundo. El amor conyugal transmite vida en el sentido corporal, pero también en educación a la plena estatura humana.
4) La sexualidad marca la diversidad y la complementariedad del ser humano
En la Biblia se nos dice que fue Dios quien creó al ser humano, pero los creó de modo diferenciado (“Varón y hembra los creó” [Gn. 1, 27]) y les dio la misión de crecer y de multiplicarse. Esta diferenciación e igualdad debe de tener un sentido:
a) El varón y la mujer son iguales en dignidad, pues de ambos se dice que han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Llevan en ellos impreso el rostro de Dios y, cuando Dios les mira, se ve reflejado en todos y cada uno de ellos. Da lo mismo que sean de un color o de otro, que sean de un país o de otro, que sean ricos o pobres, jóvenes o viejos, varones o mujeres, Dios ha creado al ser humano a imagen suya. Por ello, todos los seres humanos: todos los varones y todas las mujeres, tienen para Dios la misma dignidad.
b) Pero la diferencia de sexos dentro del ser humano les hace diferentes no sólo físicamente, sino también sentimentalmente, intelectualmente, espiritualmente… Porque varón y mujer resultan complementarios. Lo específico de cada sexo hace el equilibrio, la balanza del otro. Un especialista sexólogo escribía lo siguiente:
- Dentro de una relación, el varón será siempre más impulsivo. Dada su naturaleza activa, tenderá a la relación inmediata. La mujer, por sus características, será siempre más receptiva, esperará que se le considere y valore en todo lo que ella vale.
-El varón será siempre potente y arrojado. La mujer desarrollará su capacidad magnética. Desde las células germinales aparece esta característica: el espermatozoide es luchador, combativo, activo, emprendedor. Afanoso, va en busca de su complemento. El óvulo, por el contrario, espera; se caracteriza por su tranquilidad receptora, se deja querer. Sabe que el esperma lo necesita para lograr su fin, y parece que no le corre ninguna prisa.
- El impulso sexual entre varón y mujer es, pues, diferente, y habrá que tenerlo en cuenta para que la relación conyugal sea armónica y no una fuente de conflictos.
- En la mujer predomina la afectividad sobre la sensualidad, por lo que para ella será más importante la seguridad de saberse amada que la unión corporal. De ahí que la unión entre los esposos deba comenzar por la unión de sus corazones; de este modo, la unión de sus cuerpos vendrá a ser la culminación de aquello que ha comenzado en el interior de cada uno.
5) Resumen de principios y consecuencias
a) Los principios hasta ahora reseñados se pueden resumir del siguiente modo:
- La sexualidad es buena, porque ha sido creada por Dios.
- El pecado ha desordenado la creación, al ser humano y sus relaciones. También ha influido negativamente en la sexualidad humana.
- La salvación que nos ofrece y da Dios en su Hijo Jesucristo alcanza, no sólo al alma, no sólo a la mente, no sólo al cuerpo, sino también a la sexualidad humana.
- La sexualidad es expresión del mismo Dios que se entrega. Por eso, el varón y la mujer se perfeccionan y llegan a su plenitud en la entrega mutua. El varón es el ser para la otra. La mujer es el ser para el otro.
- Sexualidad y amor están íntimamente conectados y conexionados. No puede ni debe darse uno sin el otro.
- No se debe confundir sexualidad y genitalidad. Identificarlos supone un reduccionismo de la sexualidad.
- Las relaciones sexuales (no simplemente genitales), que alcanzan a todos los seres y en todos los ámbitos de la vida: amistad, padres-hijos, noviazgo, matrimonio… tienen distinta forma de expresarse. En la concepción cristiana, la sexualidad en su aspecto de genitalidad está reservada al matrimonio.
b) Algunas consecuencias de todo lo anteriormente expuesto serán éstas:
- Hemos de aprender a emplear correctamente las palabras o expresiones a la hora de designar diversos hechos. Es bastante común decir “hacer el amor” para referirse a la realización del coito. Entiendo que no significa lo mismo realizar el coito con una prostituta “a la que se paga sus servicios”, con una chica o chico que se acaba de conocer y que no se volverá a ver más, con un ligue de verano, con un novio/a con el/la se va a contraer matrimonio próximamente, con el cónyuge…
- “Hacer el amor” debe significar primero y sobre todo… AMARSE. Amarse con un amor de amistad, con un amor de sentirse aceptado tal y como uno es, con un amor de admiración por el otro/a, con un amor de ponerse en lugar del otro, con un amor de desear en todo momento el bien del otro/a, con un amor de querer siempre perder de sí mismo para que gane el/la otro/a… En definitiva sólo puede “hacer el amor” aquel que ame y se sienta amado tal y como nos lo dice S. Pablo en la famosa definición[2] que nos da en la 1ª Carta a los Corintios: “el amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia. No es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta. El amor no pasa nunca” (1ª Cor. 13, 4-8).
- “Hacer el amor” no consiste simplemente en desnudarse, en tocarse los genitales, en introducir el pene en la vagina y en eyacular dentro de ella. Consiste en la comunicación que tienen un hombre y una mujer con sus ojos al verse; con sus palabras cuando se interesan uno por otro (cómo han pasado el día, qué preocupaciones han tenido o qué alegrías); con las palabras que dicen cosas bellas (“¡qué vestido más bonito tienes!, ¡qué bien te sienta!, ¡qué bien te queda bien ese peinado!…”); con los oídos cuando se deja el partido de fútbol o la carrera de Fernando Alonso o el Diario de Patricia o Ana Rosa Quintana o el programa de televisión que más me gusta para escuchar a mi amado/a; con los gestos que demuestran atención y no ausencia; con los gestos que no hieren; con los dedos y manos que acarician las mejillas, el pelo, la mano; con los detalles de educación y no sólo cuando soy novio o novia, sino incluso después[3].
- En la relación de pareja debe de existir un respeto mutuo sobre los modos de pensar del otro/a. No se trata de crear fotocopias o clones, de tal manera que seamos iguales en todo: en las ideas políticas, en las aficiones, en los gustos culinarios, en las ideas religiosas, etc. Recuerdo que, estando de cura en N, me vino cierto día una chica que era catequista y me dijo que tenía que dejar de ser catequista. Yo pensé que era por el trabajo de su casa: ganado, tierras, atención del hogar ante los padres mayores. Pero me dijo que lo tenía que dejar, porque su novio se lo exigía, ya que éste no era creyente. Yo le dije que hiciera lo que quisiera, pero que, si siendo novios, él ya se imponía de esa manera y no respetaba sus ideas, ¿qué sería una vez de casados? Por otra parte el respeto mutuo significa que se eviten los desprecios de uno u otro, de uno y otro ante los amigos y los conocidos y los familiares. También se han de evitar las bromas de mal gusto ante los demás siempre a costa del cónyuge, quedando uno por el listo/a y el otro por el tonto/a. Igualmente se ha de evitar el decir y repetir siempre lo negativo de la familia del otro/a y, sin embargo, no se consiente que el otro/a se meta con la familia propia.
- En las relaciones sexuales y más concretamente en las genitales debe existir el respeto mutuo. No se puede obligar a la pareja a realizar la felación, o el sexo anal, o ponerse determinadas prendas, ver determinadas películas o revistas pornográficas, o a realizar determinados tocamientos, si esa persona no está de acuerdo con ello. La relación sexual no se trata de una competición para causar placer, para hacer “el más difícil todavía”, para adquirir nuevas experiencias que alimenten el ego o la soberbia. EL RESPETO MUTUO SERÁ INDICIO DEL AMOR MUTUO.
Quedan aún muchos temas por tratar, pero no hay más tiempo ni espacio. Entre los temas que quedan destacaría la educación de los niños y jóvenes en la sexualidad, la sexualidad y sus diferentes manifestaciones a lo largo de los años en el matrimonio, relaciones prematrimoniales, métodos anticonceptivos y la moralidad de los mismos, homosexualidad, etc.
[1] Recuerdo que, en cierta ocasión, siendo yo formador del Seminario, y estando con un seminarista de unos 16 años y más alto que yo, le hice una broma y le pasé mi brazo por sus hombros como para pedirle disculpas. De repente, él puso su cabeza sobre mi hombro y se quedó muy pegado a mí. Tenía una historia detrás de mucho sufrimiento familiar y estaba falto de cariño. Yo le abracé, porque comprendí que necesitaba ternura y contacto físico. Necesitaba el abrazo de alguien que lo quisiera y lo protegiera. Esto es un ejemplo de sexualidad no genital, es decir, de expresión corporal de cariño, simplemente de cariño.
[2] Recuerdo que hace años me vino una mujer con una revista del corazón en donde una psicóloga escribía cuáles eran los síntomas del enamoramiento: sudoración en las manos, palpitaciones, insomnio, etc. Me decía esta mujer que ella tenía algunos de estos síntomas, pero que otros no y me preguntaba si estaría enamorada. Yo le contesté que también los cristianos teníamos nuestra “revista del corazón” y en ella se nos decían los síntomas del enamoramiento. Cogí la Biblia y le leí el texto de 1ª Corintios 13, 4-8.
[3] Había un sacerdote que viajaba en el metro de Madrid siempre a una misma hora y hacía siempre el mismo trayecto. Al ir siempre en el mismo vagón observó que, normalmente, también allí estaba la misma gente. Se fijó en un chico que estaba en una esquina. En la otra estaba una chica. Cierto día que llovía, la chica traía un paraguas. Al salir del vagón a ella se le olvidó el paraguas y el chico, muy educado, lo recogió y salió detrás de ella. “Señorita, se le olvidó el paraguas”, le dijo muy amablemente. Ella le dio las gracias. A partir de aquel instante se ponían siempre juntos y hablaban animadamente. Pasado un tiempo, el sacerdote vio que tenían anillos en sus dedos. Se habían casado. Luego el sacerdote fue trasladado a otro lugar. Pasados unos dos años volvió a hacer el mismo trayecto y volvió a ver al joven matrimonio. Un día en que llovía, a ella se le olvidó el paraguas, y entonces él lo cogió, salió tras ella y le dijo de un modo brusco: “Te dejaste el paraguas olvidado. ¡Cualquier día olvidas la cabeza!”.

sábado, 10 de febrero de 2007

Domingo VI Tiempo Ordinario (C)

11-2-2007 DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO (C)
Jr. 17, 5-8; Slm. 1; 1ª Cor. 15, 12.16-20; Lc. 6, 17.20-26
Queridos hermanos:
- Celebramos hoy la Campaña de Manos Unidas, o más conocida como Campaña contra el Hambre. El lema de este año 2007 es el siguiente: “Sabes leer, ellos no. Podemos cambiarlo”. D. Carlos, nuestro Arzobispo, en su carta para esta Campaña nos da una serie de datos y de ideas muy interesantes:
*Hay más de 121 millones de niños en el mundo en edad de asistir a la escuela primaria y no lo hacen. De esta manera se quedan sin poder ejercitar ese derecho humano, como es la capacidad de ofertar a toda persona la orientación que desea dar a su vida en un futuro. ¡Qué importancia tiene saber leer, saber interpretar todo lo que existe y nos afecta cotidianamente! ¡Qué fuerza de transformación de la persona tiene el enterarse de lo que otros nos quieren comunicar a través de la palabra escrita! Cuando sabemos interpretar, cuando podemos comunicarnos, entonces adquirimos unos medios con los que somos capaces de transformar la sociedad y hacer un mundo más humano. Un dato que nos puede ayudar a reflexionar sobre la importancia de la educación es el gasto invertido por los países industrializados en cada niño, que asciende a 7.372 dólares; mientras que en África Subsahariana, por ejemplo, se invierten solamente 38 dólares por niño y año.
*Todos los niños y niñas deben tener el acceso a un bien tan esencial como es la enseñanza primaria. Todos los seres humanos han de saber leer, que no es solamente un aprendizaje mecánico, sino que conlleva saber interpretar la realidad circundante que afecta a la entera existencia. Precisamente por esto no debemos separar leer de educar. La educación es reconocimiento de la libertad, afirmación del diálogo y despliegue de valores personales y sociales. No hay libertad auténtica sin afirmación de la responsabilidad, de tal manera que ambas son inseparables.
*El Papa Pablo VI daba tal importancia a esto que nos decía: «La educación básica es el primer objetivo de un plan de desarrollo. Porque el hambre de cultura no es menos deprimente que el hambre de alimentos…Saber leer y escribir, adquirir una formación profesional, es tanto como volver a encontrar la confianza en sí mismo, y la convicción de que se puede progresar personalmente junto con los otros…la alfabetización es para el hombre un factor primordial de integración social y de enriquecimiento personal, mientras para la sociedad es un instrumento privilegiado de progreso económico y de desarrollo. La educación convierte a los hombres en artífices del desarrollo, por el hecho de que les capacita para ser protagonistas del desarrollo propio y de los demás» (Populorum progressio, 35).
El viernes estuve dando una charla en Turón. Hay allí una comunidad de religiosas Dominicas que trabajan con los vecinos de aquellos lugares. Una de las religiosas me cuenta cómo está enseñando a leer a dos mujeres adultas, las cuales tienen más aplicación e interés que toda una clase de 23 chavales de cualquiera de los colegios o institutos. Son personas que han sufrido mucho en la vida, que se ven inferiores a los demás, que llevan con vergüenza y procuran ocultar su analfabetismo, que están indefensas ante un periódico, ante unos carteles publicitarios, ante unos papeles oficiales del ayuntamiento, de la Seguridad Social…, ante los trámites bancarios. ¡Qué vergüenza deben pasar cuando han de firmar con una “X”! Ahora se han encontrado con una religiosa que les dedica tiempo, cariño, que les escucha, que les enseña, que no se ríe de ellas… Una de ellas ya puede firmar, leer un poco y escribir un poco. Y la autoestima de estas mujeres está creciendo. Ya son un poco independientes y autónomas. ¿Qué hubiera sido de la vida de estas dos mujeres y de tantas otras personas, si hubieran sabido leer y escribir, si hubieran tenido un poco de conocimientos?
Pues hoy Manos Unidas nos quiere llamar la atención sobre estas necesidades básicas: la de la educación, la del saber leer y escribir, la de la escolarización, de la de poder tener las herramientas para comunicarse, para transformar mi vida y la vida de mi entorno…
Como dice el lema de este año: “Podemos cambiarlo.” Hoy se nos pide nuestro esfuerzo económico. En el año pasado los fieles asistentes a las Misas de la Catedral aportaron para la campaña de Manos Unidas la cantidad de 2624 €.
A mí no me cabe duda que, cuando Jesús dice en el evangelio de hoy: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis”, se refiere en muchos casos a todos aquellos que son pobres en la educación y… que no saben leer, a todos aquellos que tienen hambre de saber y… no tienen medios, a todos aquellos que lloran por otra vida más justa y con más oportunidades y… no pueden alcanzarla. Pues bien, a todos ellos Jesús les dice que un día será suyo el Reino de su Padre, que un día quedarán saciados y que un día reirán. Pero Jesús nos pide a los cristianos nuestra ayuda para que esto sea verdad y nos dice: “Podemos cambiarlo.”
- La segunda y última idea que quería predica hoy se refiere a la segunda lectura que acabamos de escuchar. Esta es una de las verdades de fe que más cuesta aceptar y creer a muchas personas: la resurrección de los muertos. A muchas personas les cuesta creer que, después de esta vida, hay algo más. Pero, igualmente, a mucha gente le cuesta el pensar que después de esta vida no hay nada. Un ateo italiano decía: “Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca.”
S. Pablo proclama con toda la fuerza: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.” Hemos luchar en esta vida y hemos de luchar por esta vida, pero… sabiendo que nuestra vida no se acaba aquí. Otra vida mejor nos espera tras la muerte, porque nos espera el mismo Dios.
La resurrección, la Vida después de esta vida no es algo para entender, sino para aceptar o rechazar. Desde la fe, nos queda en abandonarnos en los brazos amorosos de Dios, como hizo S. Pablo: "Ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo; pues si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió Cristo, para ser Señor de vivos y muertos" (Rm. 14, 7-9).

sábado, 3 de febrero de 2007

Domingo V Tiempo Ordinario (C)

4-2-2007 DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO (C)
Is. 6, 1-2a.3-8; Slm. 137; 1ª Cor. 15, 1-11; Lc. 5, 1-11
Queridos hermanos:
- El domingo anterior os hablaba de la conversión personal a la que nos llama el Sr. Arzobispo a través de la preparación al Sínodo Diocesano. Se trata de la conversión personal a la que nos llama Dios mismo. En efecto, ninguno de nosotros podemos caminar en esta conversión, si no tenemos primero una llamada directa de Dios y un encuentro directo y personal con Dios. Las lecturas de hoy nos ponen varios ejemplos de estas llamadas.
En la primera lectura se nos narra cómo fue la vocación-llamada del profeta Isaías. Suceden varias fases en lo que nos dice: 1) Isaías se encuentra ante Dios personalmente y se da cuenta que no está limpio (“¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos.”), y es que nadie es santo ni perfecto ante Dios; 2) la pureza y la santidad que se produce en el profeta no sucede a causa de su propio esfuerzo personal, sino, y sobre todo, por la acción misericordiosa de Dios (“Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: ‘Mira; esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado.’”); 3) cuando el profeta está limpio y la santidad de Dios lo rodea y lo llena, entonces puede escuchar la voz de Dios que dice: “¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?”; 4) fruto de este proceso *de mirarse y verse cómo uno es y está de verdad a los ojos de Dios, *de la purificación y de la santidad que Dios nos otorga, *de poder escuchar la voz de Dios, es cuando estamos preparados para responder a nuestro Dios y Señor. Así lo hace Isaías: “Contesté: - ‘Aquí estoy, mándame.’”
En el evangelio también se narra la vocación de Pedro. Hay varias fases: 1) es Jesús mismo quien se acerca a Pedro y le pide un servicio: que le deje usar su barca como púlpito para hablar a los que querían escuchar la Palabra de Dios; 2) después que Jesús habla a la gente en general, quiere hablar para Pedro en particular y le pide que salga a pescar y que eche las redes. Pedro, como pescador experto, sabe que esto es una pérdida de tiempo, pero… hace caso a Jesús y, asombrosamente, ante tanta pesca como recoge es cuando… 3) “Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: - ‘Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.’” Pedro se reconoce pecador, sucio y no digno de estar ante Jesús y ante Dios; 4) en estos momentos es cuando surge la llamada de Jesús y la misión que le encomienda Dios mismo: “’No temas; desde ahora serás pescador de hombres.’ Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.”
¿Dónde estuvo el punto culminante de este relato de la vocación de Pedro? ¿Cuando Jesús le dice que le hará pescador de hombres? ¿Cuando Pedro se reconoce pecador ante Jesús y se postra ante sus pies? Todo esto es muy importante, sin embargo, para mí el punto álgido está en el momento en que Pedro deja de lado su sabiduría y su experiencia como pescador, y acepta aparejar la barca de nuevo, después de una noche infructuosa, y salir a pescar ante las palabras de un extraño, de un hombre de tierra adentro, de un experto… carpintero. Si Pedro no hubiera aceptado las palabras de Jesús e ido a pescar, a lo mejor, o a lo peor, hoy Simón no era un apóstol, Simón no era San Pedro, Simón no era el primer Papa, Simón no era miembro del Reino de Dios y una de las veinticuatro columnas de la Jerusalén Celestial.
Una vocación-llamada de estos días. El otro domingo estaba en la Misa de 11 una persona que escuchó el relato de la niña china y sintió la llamada de Dios a imitar la niña en su amor a Jesús Eucaristía, a orar por la noche. Esa misma noche esta persona hizo una hora de Adoración y, al final, hizo una comunión espiritual de una de las 32 formas sucias y tiradas por el suelo. Se sintió llamada por Dios a hacer 32 horas santas, durante 32 noches para poder comulgar espiritualmente 32 veces al final de cada Hora Santa hasta que las Hostias tiradas del suelo estuvieran dentro de su ser. ¿Qué saldrá al final de ahí? No lo sé. Eso queda entre esa persona y Dios. Pero sí sé que el fruto de santidad de esas 32 noches repercutirá sobre toda la Iglesia, sobre todo nuestro mundo.
- La última idea que quería hoy predicaros se refiere a la segunda lectura que acabamos de escuchar, y que enlaza muy bien con unas palabras de D. Carlos en su Carta Pastoral sobre el Sínodo Diocesano. Dice D. Carlos: “Para atrevernos a hablar y dar testimonio de Dios y de Jesucristo, su Hijo, la Iglesia debe saber hacer una buena confesión de la fe. No se trata de decir ‘yo pienso’ o ‘nosotros pensamos’, aunque sea legítimo pensar por uno y todos juntos, y hay que hacerlo; pero aquí se trata de confesar la fe, la que nos ha sido regalada como gracia y por eso se trata de decir ‘yo creo’ o ‘nosotros creemos’. La opinión no puede sustituir a la fe. Y es que la Iglesia no descansa en las opiniones de una mayoría, pues se convertiría en algo puramente humano, sino descansa en la adhesión sincera y abierta a Nuestro Señor Jesucristo, que envió el Espíritu Santo para que tuviera la fuerza y la convicción de hacer una buena confesión de fe.”
En la carta que S. Pablo escribe a los Corintios no les habla de opiniones, sino de afirmaciones de fe. Afirmaciones a las que llegó por haberlas recibido de otros que creyeron antes que él y por aceptarlas. La fe no es para entender ni para comprender primeramente, sino para aceptar o rechazar. Así, dice S. Pablo: “Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando [...] Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos [...] Pues bien; tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído.”
Todos los estamos aquí podemos opinar y pensar de manera muy distinta; podemos tener experiencias muy distintas, podemos actuar de maneras muy distintas, pero… Dios, S. Pablo, nuestro Arzobispo y la Santa Iglesia nos llaman a tener la misma y única fe.