miércoles, 30 de marzo de 2022

Domingo V de Cuaresma (C)

3-4-2022                                DOMINGO V CUARESMA (C)

Is. 43, 16-21; Slm. 125; Flp. 3,8-14; Jn. 8, 1-11

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

- Una psicóloga, en una sesión con pacientes de gestión de estrés, levantó un vaso de agua; todo el mundo esperaba la pregunta: ‘¿Está medio lleno o medio vacío?’ Sin embargo, ella preguntó: ‘¿Cuánto pesa este vaso?’ Las respuestas variaron entre 200 y 250 gramos. Pero la psicóloga respondió: ‘El peso absoluto no es importante; lo que importa es cuánto tiempo lo sostengo.  Si sostengo el vaso 1 minuto, no es problema; si lo sostengo una hora, me dolerá el brazo; si lo sostengo 1 día, mi brazo se entumecerá y paralizará.  El peso del vaso no cambia, pero, cuanto más tiempo lo sujeto, más pesado se vuelve...’ Y continuó: ‘El estrés, las preocupaciones, los estados de ánimo, la soledad, las traiciones... son como el vaso de agua. Si piensas en ellos un rato, no pasa nada. Si piensas un poco más, empiezan a doler y, si piensas en ellos todo el día, acabas sintiéndote paralizado, incapaz de hacer nada. Es importante acordarse de dejar las tensiones tan pronto como puedas; al llegar a casa suelta todas tus cargas. No las acarrees días y días. ¡Acuérdate de soltar el vaso!’

Se trata de una historia bonita y con una enseñanza profunda y práctica a la vez. ¿Se puede aplicar de algún modo a las lecturas que acabamos de escuchar ahora?

            - El evangelio de hoy nos habla, entre otras muchas cosas, de piedras: La ley de Moisés nos manda APEDREAR a las adúlteras; el que esté sin pecado, QUE LE TIRE LA PRIMERA PIEDRA.

            Las piedras hieren y matan a quienes se las lanzamos, pero también esas piedras nos hieren y nos matan a nosotros mismos. He leído en diversas ocasiones que ha habido personas que han asesinado o hecho daño, de palabra o de obra, a otros y eso, con el tiempo, no les deja reposo. En la guerra civil española un hombre mató a una persona a causa de las diferencias políticas y el asesino, con el tiempo, tenía tan grabado en su mente los ojos y las súplicas del difunto antes de que lo matara que no encontraba reposo ni de día ni de noche, ni despierto ni dormido. Aquellos ojos suplicantes los tenía tan clavados en sí que llegó a enloquecer, pues no había modo alguno de librarse de ellos.

            ¡Qué fácil es agacharse a recoger piedras para lanzarlas a otros… que son culpables de tantas cosas! ¡Qué fácil es amontonar piedras y tenerlas listas para tirárselas a otros… que son culpables de tantas cosas! ¡Qué fácil es tirar esas piedras a otros… que son culpables de tantas cosas! Mas con tanta frecuencia y con el tiempo esas piedras que hemos cogido, amontonado y tirado a otros, son como el vaso de agua: Pesan y pesan; ya no en nuestra mano, sino en nuestra conciencia, en nuestro corazón, en nuestra alma. Sí, pesan tanto, que nos van despedazando y aplastando.

            Sí, el evangelio de hoy nos habla de la adúltera, pero hoy no quisiera fijarme tampoco en la actriz principal (junto con Jesús) del evangelio: la adúltera. No. Hoy quisiera fijarme en estos otros actores secundarios: los escribas y los fariseos, y tantos otros que estaban allí cerca dispuestos a abastecer de piedras a los demás o a tirar ellos mismos esas piedras a aquella mujer. Estos hombres estaban tan llenos de odio, de rabia, de resentimiento de falta de Dios, de falta de misericordia, de falta de perdón… que no veían sus propios pecados; seguramente mucho más graves que el de la mujer. Estos hombres estaban dispuesto a añadir otro pecado más (otra piedra más) a sus almas ya debilitadas por tanta podredumbre.

            Os propongo que en esta semana que falta para el Domingo de Ramos, en nuestra oración, pidamos luz a Dios para ver los vasos de agua que llevamos en la mano y también las piedras que llevamos encima durante días, semanas, meses y años, y que no nos dejan descansar. Una vez que, por pura gracia de Dios, veamos esos vasos de agua, esas pesadas piedras, soltémoslas, también por pura gracia de Dios, de nuestras manos, de nuestras conciencias, de nuestros corazones y de nuestros espíritus… para ir más ligeros. Así nos lo aconseja la primera lectura: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo. Y de este modo podremos descansar en paz, durante el día y durante la noche.

            - Se nos narra en los Hechos de los Apóstoles que San Pablo también fue de los que recogió piedras y de los que amontonó piedras. ¿Cuál fue el resultado de todo esto en él? Vamos a escuchar lo que San Pablo mismo nos dice: Pues también nosotros fuimos en algún tiempo insensatos, desobedientes, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, llenos de maldad y de envidia, aborrecibles y nos odiábamos unos a otros(Tit. 3, 3). Pero Dios tuvo misericordia de San Pablo. Dios le hizo ver sus piedras pesadas, sus vasos de agua a los que se agarraba con fuerza y no quería soltar. Pero, en cuanto Dios le mostró la verdad camino de Damasco, San Pablo reaccionó como nos dice la segunda lectura de hoy: Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él […] Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús.

            En esto consiste el fruto de la Cuaresma por la que estamos pasando. Al practicar el ayuno, la abstinencia de la carne, el intensificar la oración, la lectura de la Palabra de Dios, la limosna, el trato amable y cariñoso con los demás, el perdón hacia los demás, la confesión de nuestros pecados… buscamos que Dios nos haga soltar vasos de agua, piedras, rencores, miedos y dejando todo eso fuera de nosotros, como basura que es, corramos hacia Cristo Jesús. En Él está nuestro descanso y nuestra salvación.

 

            ¡Señor, líbranos de tantos vasos de agua que llevamos por años en nuestra manos y que nos pesan y paralizan nuestros brazos!

¡Líbranos de las piedras que amontonamos a nuestra vera y de las piedras que hemos tirado en otro tiempo a otros hombres!

Y el Señor nos contesta: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

miércoles, 23 de marzo de 2022

Domingo IV de Cuaresma (C)

27-3-2022                              DOMINGO IV CUARESMA (C)

Jos. 5, 9a.10-12; Slm. 33; 2ª Cor. 5, 17-21; Lc. 15, 1-3.11-32

Homilía en vídeo

Homilía de audio.

Queridos hermanos:

            En este domingo volvemos a escuchar la parábola del hijo pródigo. A pesar de haberla leído y de haber pensado en ella muchas veces, siempre se sacan cosas nuevas. Así es la Palabra de Dios: por mucho que la exprimas, siempre vas a sacar nuevo jugo cada vez que vuelvas sobre ella. Vamos a ver qué cosas nuevas podemos extraer en el día de hoy sobre esta preciosa historia que Jesús nos cuenta:

            - En la narración de la parábola Jesús hace intervenir al padre en tres ocasiones:

            * La primera es cuando el hijo pequeño le pide al padre la parte de la herencia que le corresponde. El evangelio nos dice: “Y el padre les repartió los bienes” (Lc. 15, 12b). En el tiempo de Jesús, la ley judía preveía que, al repartir la herencia, el primogénito recibiera dos tercios de la herencia y el hijo menor el otro tercio. Bien es verdad que los bienes de la casa eran del padre mientras este viviera y no tenía ninguna obligación de repartirlos con sus hijos en vida. Si lo hizo, lo hizo libremente y no porque la ley le obligara a ello. En realidad, Jesús nos narra la historia de un padre que no respeta demasiado la ley judía, sino que simplemente hace caso de su corazón y del amor que tiene por sus hijos.

En efecto, Dios reparte sobre nosotros sus dones, sus riquezas: la creación de nuestro cuerpo y todas sus maravillas: la vista, la capacidad de caminar; y también la razón; la iniciativa y la inventiva ante lo que nos rodea; el amor hacia los demás; el alma y la capacidad de comunicarnos con Dios… Asimismo Dios nos entrega toda la creación: las plantas, los animales, los paisajes maravillosos… Todo esto nos ha sido dado.

            * En un segundo momento interviene el padre cuando sale al encuentro de su hijo pequeño al regresar: “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó” (Lc. 15, 20b). El padre podía haber guardado rencor perpetuo para aquel hijo que se había rebelado contra él, que había dilapidado los bienes materiales que el mismo padre y generaciones anteriores habían reunido a base de mucho trabajo, de tesón, de privaciones. Pero este padre sabía que su hijo era mucho más importante que todos los bienes materiales que este había derrochado o que todo el oro del mundo. Gustosamente habría este padre entregado todas sus riquezas con tal de recuperar a su hijo querido, y ahora lo tenía sano y salvo a la puerta de su casa.

            En esta misma línea dice Jesús que “hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc. 15, 7).

            * El tercer momento en que se ve al padre actuando es cuando también sale de la casa para buscar a su hijo mayor: “Él (el hijo mayor) se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara” (Lc. 15, 28). No descuida el padre al hijo, al mayor, que está en casa y trata de seguir orientándole y de reconciliarlo con su hermano menor. El hermano mayor quiere quedarse anclado en los bienes derrochados: “después de haber gastado tus bienes con mujeres” (Lc. 15, 30) y en la envidia: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos” (Lc. 15, 29). Pero el padre quiere centrarle y que se fije en lo fundamental, en lo que importa de veras: “tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc. 15, 32).

            - Un poco más arriba decía que Jesús hacía intervenir al padre en tres ocasiones y es lo que acabo de explicar. Sin embargo, para mí hubo una cuarta intervención del padre y que no fue menos importante que las tres dichas anteriormente. Esta cuarta intervención no se trata de lo que el padre hizo, sino DE LO QUE EL PADRE NO HIZO. Tan importante es, en muchas ocasiones, hacer… como no hacer. Hay que hacer lo que es conveniente y bueno, porque muchas veces se hace lo que no es conveniente y no es bueno. Otras veces no hay que hacer lo que no conviene. Me explico mejor:

* Cuando el hijo menor se marchó de la casa paterna con todos sus bienes, el padre NO SALIÓ DETRÁS DE ÉL SUPLICÁNDOLE QUE SE QUEDASE. El hijo ya había tomado la decisión y nada ni nadie iba a quitárselo de la cabeza.

            * Cuando el hijo menor estaba gastándose todo el dinero, el padre NO ESTABA A SU LADO RIÑÉNDOLE Y ECHÁNDOLE EN CARA SUS MALOS ACCIONES Y SU MALA CABEZA. Tampoco hubiera servido de nada, pues el hijo menor iba a seguir a lo suyo. Era su dinero y era su decisión, y no iba a cambiarla por nadie ni por nada.

            * Cuando el hijo menor se quedó sin dinero, el padre NO ESTABA A SU LADO PARA DARLE ALGO DE DINERO Y QUE TUVIERA ASÍ DÓNDE DORMIR Y DÓNDE COMER. Era necesario que el hijo experimentara las consecuencias de sus propias decisiones. En caso contrario, no iba a poder aprender de sus errores, de sus pecados, de su soberbia, de su prepotencia, de su poca cabeza. Es importante que dejemos a los demás que se equivoquen y que vean y asuman las consecuencias de sus propias decisiones.

            * Cuando el hijo menor se quiso poner a trabajar, el padre NO FUE CON SU INFLUENCIA NI ENCHUFE A QUE AMIGOS O CONOCIDOS SUYOS LE DIERAN UN TRABAJO DIGNO A SU HIJO, SINO QUE DEJÓ QUE EL PROPIO HIJO PICARA DE PUERTA EN PUERTA, SE HUMILLARA…, Y LE DIERAN CON LAS PUERTAS EN LAS NARICES… HASTA QUE ENCONTRÓ EL PEOR DE LOS TRABAJOS PARA UN JUDIO: ¡¡¡CUIDAR CERDOS!!! El padre dejó que su hijo siguiera experimentando las consecuencias de su mala cabeza y de sus malas decisiones y de su soberbia.

            * Cuando el hijo menor no podía ni siquiera comer lo que comían los cerdos, porque el amo de ellos se lo prohibía, el padre NO FUE CON COMIDA, CON CALZADO, CON ROPA NUEVA PARA ALIMENTAR, CALZAR Y/O VESTIR A SU HIJO. Sino que dejó, una vez más, que su hijo experimentara las consecuencias de sus propias acciones.

            Y, al no hacer nada el padre, aconteció la mejor obra del padre: que su hijo fue consciente de sus errores, que se arrepintió y que decidió él mismo volver a casa de su padre. Ahora volvería cambiado y para siempre. Veo a padres-madres que ayudan[1] a sus hijos en tantas necesidades, pero no les dejan que asuman las consecuencias de sus errores ni aprendan de ellas, y los hijos, al no tocar fondo, no aprenden, no maduran, no son conscientes de todo el daño que han hecho o hacen…, y encima, en muchas ocasiones, muerden la mano que les ayuda, la mano de su padre-madre, porque se sienten en el derecho de ser ayudados.

            CONCLUSIONES: APRENDAMOS DE LO QUE EL PADRE HIZO, PERO TAMBIÉN DE LO QUE EL PADRE NO HIZO.


[1] Desde mi punto de vista ‘desayudan’.

miércoles, 16 de marzo de 2022

Domingo III de Cuaresma (C)

20-3-2022                              DOMINGO III CUARESMA (C)

Ex. 3, 1-8a.13-15; Slm. 102; 1ª Cor. 10, 1-6.10-12; Lc. 13, 1-9

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            En este tercer domingo de Cuaresma me gustaría comentar el SALMO 102 que acabamos de escuchar. Los salmos de la Biblia pertenecen a las joyas de la literatura universal. En ellos se expresan los más nobles sentimientos de los hombres: sus ilusiones, sus temores, sus debilidades, su confianza… Con los salmos han llorado, reído y se han alegrado millones y millones de hombres de todas las razas, de todos los tiempos, de todas las creencias. Con los salmos ha orado Jesús y se ha comunicado con su ‘Papá’ Dios. Por todo esto y por mucho más, es conveniente que nosotros, los cristianos de este tiempo, también oremos y reflexionemos sobre los salmos. Como os decía, en el día de hoy quiero hacerlo sobre este Salmo 102. Vamos allá.

Bendice, alma mía, al Señor,

y todo mi ser a su santo nombre.

            Así empieza este salmo. Con estas palabras se invita el salmista a sí mismo a alabar a Dios. Hay dos expresiones muy ricas referidas al hombre que aparecen claramente en este texto: “alma” y “todo mi ser”.

- El “alma” sería el núcleo de todo ser humano. En el alma está la conciencia o lugar en el que Dios nos habla, y también la realidad que nos avisa de lo que está bien y está mal; en el alma están los sentimientos más nobles: el cariño, la ternura, la piedad, la compasión, la necesidad de Dios… Con ello el salmista indica que, al dirigirse a Dios, hay que hacerlo con el alma y desde el alma, es decir, desde lo más profundo del ser humano, que no se ve ni se toca. Fijaros, por favor, en otra cosa de no menos importancia. El salmista dice “alma mía”. Es un recurso literario, como si dentro del salmista hubiera dos entes o seres, y uno hablara al otro, uno invitara al otro. El salmista invita a su alma a dirigirse a Dios y lo hace de un modo apremiante, pero a la vez cariñoso: “Bendice, alma mía, al Señor”.

- Asimismo el salmista se dirige a Dios con “todo mi ser”, o sea, no solo con una parte de él, sino con todas las partes de su persona: las corporales (brazos, piernas, rostro, labios, garganta…), las mentales (recuerdos, sabiduría humana, experiencias, razón…), y las espirituales, que ya expliqué al hablar del alma. En varias ocasiones he comprobado cómo en los funerales, al predicar la homilía o al manifestar las peticiones, si hago mención a alguna cualidad del difunto o de algún hecho de su vida, los familiares y algunas otras personas se conmueven y lloran. ¿Por qué? Pues porque con mis palabras he debido tocar su ‘alma’, es decir, lo más íntimo de su ser, se han removido sentimientos, recuerdos y experiencias y todo ello repercute en ‘todo su ser’: con lágrimas, suspiros, estremecimientos de hombros y de todo el cuerpo…

            Por estas razones, el salmista nos invita a alabar a Dios, a bendecirlo, a orar a Dios, a comunicarnos con Él, pero no solo con la cabeza o de modo distraído, sino con toda nuestra ‘alma’ y con ‘todo nuestro ser’.

Bendice, alma mía, al Señor,

y no olvides sus beneficios.

            Repite el salmista nuevamente la invitación de bendecir y alabar a Dios con lo más íntimo de nuestra persona, con nuestra alma. Pero en esta ocasión añade un elemento nuevo: no olvidar los beneficios que Dios le ha dado. Sin embargo, aquí no se quiere hacer referencia simplemente a que se ejercite la memoria sobre el pasado. No. ¡Esto es muy pobre! ‘No olvidar’ aquí es una invitación que se hace el salmista a sí mismo para que haga memoria activa y reviva en su ser todos los dones que Dios le ha dado a lo largo de su existencia. El salmista quiere volver a sentir el amor de Dios, el cuidado de Dios, cómo Dios lo ha creado y cuidado siempre, cómo le ha dado salud, familia, alimento, ropa, inteligencia, habilidades, amistades… También quiere que reviva y experimente de nuevo hechos y momentos en los que sintió vibrar en él la fe, el perdón, la luz de las cosas de Dios. Cada uno de nosotros tenemos o hemos de tener siempre presentes esos “beneficios” de Dios: yo recuerdo la primera vez que Dios se me presentó de modo sensible a los 19 años, mis largas horas de oración ante distintos sagrarios por varios países, las experiencias de salvación y de encuentro de Dios que viví con otras personas y de las que fui testigo, mis caídas y la misericordia de Dios…

Él perdona todas tus culpas

y cura todas tus enfermedades;

Él rescata tu vida de la fosa

y te colma de gracia y de ternura.

            - El salmista ahora nos escribe todos los “beneficios” que él ha recibido de Dios, y los reseña en general. Dios a él le ha perdonado todas sus culpas, de todos sus pecados. El término que usa el salmista es ‘avón’, que indica todas las posibilidades del pecado: contra Dios, contra los hombres, contra uno mismo. El salmista tiene experiencia de que Dios le ha perdonado todos y cada uno de sus pecados. Los ha ido repasando uno a uno, y ha comprobado cómo Dios le ha perdonado uno a uno.

            - Igualmente el salmista recuerda las enfermedades que ha tenido y cómo Dios le ha ido sanando de ellas, le ha ido dando fuerzas y ánimo para sobrellevarlas, le ha preservado de otras enfermedades y accidentes. Sí, Dios nos cura de estos tres modos: dándonos salud cuando estamos enfermos, dándonos ánimo para sobrellevar las enfermedades e impidiendo que tengamos otras. ¿Por qué? No lo sabemos. Lo sabe Él y eso basta al salmista y debe bastar a todo creyente. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt. 6, 10), “no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres” (Lc. 22, 42), “sí, Padre, así lo has querido (o así te ha parecido mejor)” (Mt. 11, 26). O nos fiamos de Dios o no nos fiamos de Él.

            - Del mismo modo, el salmista evoca y vuelve a experimentar en su ser otro “beneficio” de Dios: Él lo ha salvado de la muerte en varias ocasiones (enfermedades, posibles accidentes mortales, acontecimientos que lo hubiera llevado a la muerte o al desastre [lo guardó de vicios, de amistades peligrosas…]). Pero es que, además, nosotros los cristianos sabemos que Dios, a través de la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo, nos salva de la desaparición eterna, porque, tras nuestra muerte, vamos a resucitar a una Vida Nueva, que no se acabará nunca y que será sin comparación muchísimo mejor que esta.

            - Y lo más importante de todo, el mejor de los “beneficios”: Dios llenó y llena al salmista de gracia, de ternura, de amor, de presencia de Dios, de cuidados, de mimos, de abrazos, de besos, de fidelidad, de paciencia, de compasión, de libertad… De todo lo bueno y en grado superlativo Dios llena al salmista…, y a todos nosotros.

            Sí, en el salmista estamos representados todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Por eso, decía al inicio de esta homilía que los salmos manifiestan los sentimientos y las experiencias de todos los hombres con Dios, y nos sentimos perfectamente identificados con sus palabras. En una ocasión con un salmo y en otra ocasión con otro salmo. Pero siempre hay alguno que nos viene de perillas para el momento que estamos viviendo. Os animo a leerlos y saborearlos en muchas ocasiones.

            Termino con las palabras que hemos repetido al inicio del salmo 102, en cada estrofa y al final. Que estas palabras resuman hoy todo lo que vivimos o hemos de vivir:

El Señor es compasivo y misericordioso.