jueves, 28 de enero de 2021

Domingo IV del Tiempo Ordinario (B)

31-1-2021                              DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO (B)

Dt. 18, 15-20; Sal. 94; 1 Co. 7,32-35; Mc. 1, 21-28

Homilía de vídeo

Homilía en audio.

Queridos hermanos:

            En la homilía de hoy quisiera predicaros sobre una expresión del evangelio de hoy que se repite en dos ocasiones. La frase nos dice que Jesús enseñaba con autoridad. ¿Qué significa esta expresión: “enseñar con autoridad”?

            Nos dice el evangelio que Jesús enseñaba con autoridad y no como hacían los escribas y los fariseos. Nosotros tenemos que aprender de Jesús. Pero este mensaje del evangelio de hoy, ¿es para los sacerdotes o para los frailes o para las monjas? ¿O es para todos los cristianos? Si esta expresión fuera sólo para los curas o para los frailes o para las monjas, como la inmensa mayoría de vosotros no sois ni curas, ni frailes, ni monjas, entonces este trozo del evangelio tenéis que borrarlo en vuestras Biblias, pues para vosotros no os sirve. Pero no, este evangelio es para todos.

            - Cuando nosotros queremos ‘enseñar con autoridad’, tenemos que hacerlo al modo de Jesús. ¿Y cómo enseñaba Jesús?

            Lo primero, uno enseña con autoridad cuando tiene experiencia de Dios. Si uno no tiene experiencia de Dios, no puede enseñar con autoridad. Esa persona que no tiene experiencia de Dios enseñará ‘de libros’ o ‘de oídas’. Pero nunca podrá enseñar con autoridad. Enseñará de lo que ha oído a otros. No, tiene que hablar de la propia experiencia.

Nadie puede hablar de Dios si antes no ha experimentado a Dios. Nadie puede mostrar a Dios, si antes Dios mismo no se le ha mostrado a él personalmente. En muchas ocasiones he dicho a los seminaristas cuando me venían con graves problemas de fe o con dudas. ‘Andrés, ¿qué hago?`, me preguntaban. Y yo contestaba: ‘Lo primero salir de ahí. Porque si no eres capaz de salir de ahí, o por mejor decir, si no eres capaz de experimentar que es Dios mismo quien te saca de esas dudas y de esos sufrimientos tuyos, entonces ¿qué vas a predicar tú en tus futuras parroquias y a aquellas personas que se acerquen con dudas, con problemas de fe, con sufrimientos atroces en su vida laboral, familiar, de salud…? Si tú no has sido capaz de superar eso, entonces no podrás decir nunca: «¡Dios está ahí! ¡Dios salva! ¡Dios ayuda! ¡Dios te coge de la mano! ¡Dios te saca del pozo!» Si tú no lo has experimentado, ¿qué vas a decir? Por lo tanto, eso que estás viviendo es una clase más de teología; es una clase más de sacerdocio; es una clase más en el seminario’.

Si los cristianos no somos maestros de oración, si no somos maestros de haber sufrido tentaciones, entonces qué tipo de experiencia de Dios tenemos. Por todo esto, hemos de decir que un hombre, una mujer, un cristiano que habla con autoridad y que enseña con autoridad, es y debe ser un fiel que tiene experiencia de Dios. No solamente de haber estado en el séptimo cielo, sino también de haber caído al séptimo infierno y de allí haber sido arrancado por Dios mismo. Experiencia de Dios… en lo bueno y en lo malo, en el cielo, en el infierno, en la rutina de cada día y en el aburrimiento, en la abundancia y en la carencia, en la plenitud de carismas y en la carencia de carismas. ¡Experiencia de Dios!

No obstante, lo fundamental para tener experiencia de Dios no es haber estado arriba o abajo, a la derecha o a la izquierda, tener muchos carismas o capacidades, o ser muy mayor o ser muy joven. Lo fundamental es… tener a Dios. Porque, si Dios no es capaz de ayudarnos y de salvarnos, de redimirnos y de transformarnos allá donde estemos y como estemos, entonces ese no es el Dios de Jesucristo. Ese es un esperpento o un espejismo del auténtico Dios. Dios tiene que hacernos santos a cada uno de nosotros: con nuestra edad, con nuestra personalidad, con nuestras circunstancias, y en el lugar concreto en el que estamos. Si Dios no es capaz de hacernos santos a nosotros, entonces ¿de qué Dios estamos hablando? ¿Creemos en un Dios todopoderoso: sí o no?

            La segunda condición para enseñar con autoridad es el ‘llenazo de Dios’. Dios tiene que llenarnos y no puede hacerlo si nosotros estamos llenos de nosotros mismos. La experiencia de Dios solo puede darse cuando uno se vacía de sí mismo: de sus logros y de sus fracasos. Porque tanta soberbia es aferrarse a los éxitos y a los logros, como aferrarse a los fracasos; aferrarse al ‘yo sé’, como al ‘yo no sé’; al ‘yo puedo’, como al ‘yo no valgo’. Tenemos que estar absolutamente vacíos de todo, porque sólo el vacío de todo y de todos es el que puede ser llenado por Dios.

            La tercera característica para enseñar con autoridad es que uno no puede buscarse a sí mismo. Es decir, es necesaria la humildad, porque no es uno mismo quien hace lo bueno, sino que es Dios a través de uno quien lo hace. Pues, en caso contrario, le estamos robando la gloria a Dios al adjudicarnos los logros y los éxitos de lo que solo le corresponde a Él. ¡Es tan fácil robarle la gloria a Dios! Hoy que tan pocos curas hay, hoy que tan poca gente viene a la Misa, hoy que tan poca gente confiesa su fe en Dios… Y, sin embargo, nosotros lo hacemos. ¡Qué suerte tiene Dios con nosotros! Veis, ya le estamos quitando la gloria a Dios. No. Uno que enseña con autoridad nunca debe buscarse a sí mismo, nunca debe robar la gloria a Dios. ¡Nunca! Ya sabéis aquella famosa anécdota de San Juan de Ávila. Era un gran predicador y en aquellos tiempos no había estos aparatos para grabar la voz. Para recoger sus sermones había tres o cuatro discípulos suyos que los copiaban. Uno copiaba las citas bíblicas, otros las citas de los concilios, otro los ejemplos que ponía y otro las ideas centrales. Luego se reunían y ya unían todo lo escrito y como resultado tenían la predicación completa. Y es que San Juan de Ávila simplemente llevaba a la predicación un pequeño esquema y de ahí sacaba todo lo que decía. Un día en que él predicó de una manera arrebatadora y conmovió mucho a todos los que le escucharon, al terminar él se dirigió a la sacristía y detrás de él fue una señora muy emocionada con el sermón y le dijo: ‘¡Qué bien habla Vd.!’, a lo que San Juan de Ávila replicó: ‘¡Eso mismo me estaba diciendo el diablo!’ Y es que este quiere que nos busquemos a nosotros mismos, que le robemos la gloria a Dios, que entremos en soberbia…, y eso hace que no enseñemos con autoridad.

            La cuarta condición para enseñar con autoridad es buscar el bien de los demás. ¿De qué manera podemos ayudar a los demás? ¿De qué manera podemos ser instrumento dócil en las manos de Dios para ayudar a los demás? Cuando nos olvidamos de nosotros mismos y ponemos nuestra atención en los demás, en los hijos de Dios, entonces estamos también enseñando con autoridad.

            - Veamos ahora cuál es el signo de que estamos enseñando con autoridad. Si lo que yo predico ahora mismo toca vuestra mente y os convence, entonces es que he utilizado un buen discurso lógico. Pero si lo aquí predicado, ha removido vuestro ser, si os animado a vivir más cerca de Dios, si os ha conmovido hasta las entrañas, entonces es que he enseñado con autoridad.

            Se puede predicar con la boca, pero también con los hechos. O mejor dicho, con las dos cosas: con boca y con hechos. Predicaba hace poco que Dios no se avergüenza nunca de nosotros, pero nosotros en tantas ocasiones nos avergonzamos de decirnos cristianos. Por ejemplo, en varios momentos he experimentado cómo los mismos sacerdotes que nos reunimos para tratar temas de las parroquias y, si después comemos juntos, nos avergonzamos de bendecir la mesa. Y, si alguno de nosotros empieza con la señal de la cruz, otro sale diciendo: ‘Bueno, como acabamos de salir de una reunión santa, ya está todo bendecido’. Y es que bendecir significa reconocer que Dios está en esos alimentos que nos nutren y nos dan fuerzas para que sigamos trabajando por y para Él, por y para los demás. Por lo tanto, para enseñar con autoridad hay que utilizar la boca. Unas veces habrá que callar, pero en tantas otras habrá que hablar sin avergonzarnos de confesar nuestra fe y nuestro amor en Dios, y sin miedo a las consecuencias de que nos tachen de cualquier cosa o con cualquier sambenito. Asimismo hemos de predicar con el ejemplo, con la coherencia de vida. Cualquier cristiano (cura, seglar, religioso) que predica y esas palabras vienen avaladas por su propia vida, esa predicación tiene una fuerza tremenda. ¡Está enseñando con autoridad!

            - Decían los contemporáneos de Jesús: ‘Él enseña con autoridad, y no como los escribas’. ¿Por qué los escribas no enseñaban con autoridad? Pues porque no cumplían estas condiciones: no tenían experiencia de Dios, no estaban llenos de Dios, se buscaban a sí mismos, no buscaban el bien de los demás y, ante los poderosos, se callaban y no les decían las palabras de parte de Dios, como lo hizo San Juan Bautista. Por eso le cortaron la cabeza. Sin embargo, los escribas eran muy exigentes con la gente que estaba por debajo de ellos. Los escribas no tenían coherencia de vida. Por todo esto, los escribas no enseñaban con autoridad.

            San Juan María Vianney, el santo cura de Ars, predicaba con autoridad. En cierta ocasión llegó a su parroquia un famoso predicador de Francia. San Juan María se puso a escucharle con mucha devoción, y el predicador decía cosas insignes, pero muy altas. Enseguida los feligreses miraron a su párroco porque no entendían nada. El predicador se calló, bajó del púlpito y dejó que predicara San Juan María. Eran cosas sencillas, pero sin un guión claro. Sin embargo, eran palabras que llegaban y tocaban el corazón de la gente. Esto mismo lo reconoció aquel predicador, que se sintió tocado por la mano de Dios. Y es que San Juan María Vianney predicaba con autoridad: tenía experiencia de Dios, estaba lleno de Dios, no se buscaba a sí mismo, buscaba el bien de los demás y predicaba de palabra y de obra.

            Termino como empezaba el evangelio de hoy: En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.

jueves, 21 de enero de 2021

Domingo III del Tiempo Ordinario (B)

24-I-2021                   DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO (B)

LA SEXUALIDAD (II)

Jon. 3, 1-5.10; Sal. 24; 1 Co. 7,29-31; Mc. 1, 14-20

Homilía en vídeo

Homilía de audio.

Queridos hermanos:

            Continúo con la segunda parte de la homilía sobre la sexualidad.

4) La sexualidad marca la diversidad y la complementariedad del ser humano

            En la Biblia se nos dice que fue Dios quien creó al ser humano, pero los creó de modo diferenciado (“varón y hembra los creó” [Gn. 1, 27]) y les dio la misión de crecer y de multiplicarse. Esta diferenciación e igualdad debe de tener un sentido:

            a) El varón y la mujer son iguales en dignidad, pues de ambos se dice que han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Llevan en ellos impreso el rostro de Dios y, cuando Dios les mira, se ve reflejado en todos y cada uno de ellos. Da lo mismo que sean de un color o de otro, que sean de un país o de otro, que sean ricos o pobres, jóvenes o viejos, varones o mujeres, Dios ha creado al ser humano a imagen suya. Por ello, todos los seres humanos: todos los varones y todas las mujeres, tienen para Dios la misma dignidad.

b) Pero la diferencia de sexos dentro del ser humano les hace diferentes no sólo físicamente, sino también sentimentalmente, intelectualmente, espiritualmente… Porque varón y mujer resultan complementarios. Lo específico de cada sexo hace el equilibrio, la balanza del otro. Un especialista sexólogo escribía lo siguiente:

- Dentro de una relación, el varón será siempre más impulsivo. Dada su naturaleza activa, tenderá a la relación inmediata. La mujer, por sus características, será siempre más receptiva, esperará que se le considere y valore en todo lo que ella vale.

- El varón será siempre potente y arrojado. La mujer desarrollará su capacidad magnética. Desde las células germinales aparece esta característica: el espermatozoide es luchador, combativo, activo, emprendedor. Afanoso, va en busca de su complemento. El óvulo, por el contrario, espera; se caracteriza por su tranquilidad receptora, se deja querer. Sabe que el esperma lo necesita para lograr su fin, y parece que no le corre ninguna prisa.

- El impulso sexual entre varón y mujer es, pues, diferente, y habrá que tenerlo en cuenta para que la relación conyugal sea armónica y no una fuente de conflictos.

- En la mujer predomina la afectividad sobre la sensualidad, por lo que para ella será más importante la seguridad de saberse amada que la unión corporal. De ahí que la unión entre los esposos deba comenzar por la unión de sus corazones; de este modo, la unión de sus cuerpos vendrá a ser la culminación de aquello que ha comenzado en el interior de cada uno.

5) Resumen de principios y consecuencias

            a) Los principios hasta ahora reseñados se pueden resumir del siguiente modo:

- La sexualidad es buena, porque ha sido creada por Dios.

            - El pecado ha desordenado la creación, al ser humano y sus relaciones. También ha influido negativamente en la sexualidad humana.

            - La salvación que nos ofrece y da Dios en su Hijo Jesucristo alcanza, no sólo al alma, no sólo a la mente, no sólo al cuerpo, sino también a la sexualidad humana.

            - La sexualidad es expresión del mismo Dios que se entrega. Por eso, el varón y la mujer se perfeccionan y llegan a su plenitud en la entrega mutua. El varón es el ser para la otra. La mujer es el ser para el otro.

            - Sexualidad y amor están íntimamente conectados y conexionados. No puede ni debe darse uno sin el otro.

            - No se debe confundir sexualidad y genitalidad. Identificarlos supone un reduccionismo de la sexualidad.

            - Las relaciones sexuales (no simplemente genitales), que alcanzan a todos los seres y en todos los ámbitos de la vida: amistad, padres-hijos, noviazgo, matrimonio… tienen distinta forma de expresarse. En la concepción cristiana, la sexualidad en su aspecto de genitalidad está reservada al matrimonio.

            b) Algunas consecuencias de todo lo anteriormente expuesto serán estas:

            - Hemos de aprender a emplear correctamente las palabras o expresiones a la hora de designar diversos hechos. Es bastante común decir “hacer el amor” para referirse a la realización del coito. Entiendo que no significa lo mismo realizar el coito con una prostituta “a la que se paga sus servicios”, con una chica o chico que se acaba de conocer y que no se volverá a ver más, con un ligue de verano, con un novio/a con el/la se va a contraer matrimonio próximamente, con el cónyuge…

            - “Hacer el amor” debe significar primero y sobre todo… AMARSE. Amarse con un amor de amistad, con un amor de sentirse aceptado tal y como uno es, con un amor de admiración por el otro/a, con un amor de ponerse en lugar del otro, con un amor de desear en todo momento el bien del otro/a, con un amor de querer siempre perder de sí mismo para que gane el/la otro/a… En definitiva solo puede “hacer el amor” aquel que ame y se sienta amado tal y como nos lo dice S. Pablo en la famosa definición que nos da en la 1ª Carta a los Corintios: “el amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia. No es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta. El amor no pasa nunca” (1ª Cor. 13, 4-8).

            - “Hacer el amor” consiste en la comunicación que tienen un hombre y una mujer con sus ojos al verse; con sus palabras cuando se interesan uno por otro (cómo han pasado el día, qué preocupaciones han tenido o qué alegrías); con las palabras que dicen cosas bellas (“¡qué vestido más bonito tienes!, ¡qué bien te sienta!, ¡qué bien te queda bien ese peinado!…”); con los oídos cuando se deja el partido de fútbol o el programa de televisión que más gusta para escuchar al amado/a; con los gestos que demuestran atención y no ausencia; con los gestos que no hieren; con los dedos y manos que acarician las mejillas, el pelo, la mano; con los detalles de educación y no sólo cuando se es novio o novia, sino incluso después[1].

            - En la relación de pareja debe de existir un respeto mutuo sobre los modos de pensar del otro/a. No se trata de crear fotocopias o clones, de tal manera que seamos iguales en todo: en las ideas políticas, en las aficiones, en los gustos culinarios, en las ideas religiosas, etc. Recuerdo que, estando de cura en Taramundi, me vino cierto día una chica que era catequista y me dijo que tenía que dejar de ser catequista. Yo pensé que era por el trabajo de su casa: ganado, tierras, atención del hogar ante los padres mayores. Pero me dijo que lo tenía que dejar, porque su novio se lo exigía, ya que éste no era creyente. Yo le dije que hiciera lo que quisiera, pero que, si siendo novios, él ya se imponía de esa manera y no respetaba sus ideas, ¿qué sería una vez de casados? Por otra parte el respeto mutuo significa que se eviten los desprecios de uno u otro, de uno y otro ante los amigos y los conocidos y los familiares. También se han de evitar las bromas de mal gusto ante los demás siempre a costa del cónyuge, quedando uno por el listo/a y el otro por el tonto/a. Igualmente se ha de evitar el decir y repetir siempre lo negativo de la familia del otro/a y, sin embargo, no se consiente que el otro/a se meta con la familia propia.

            - En las relaciones sexuales y más concretamente en las genitales debe existir el respeto mutuo. No se puede obligar a la pareja a realizar determinadas cosas, si esa persona no está de acuerdo con ello. La relación sexual no se trata de una competición para causar placer, para hacer “el más difícil todavía”, para adquirir nuevas experiencias que alimenten el ego o la soberbia. EL RESPETO MUTUO SERÁ INDICIO DEL AMOR MUTUO.

            Soy consciente de que quedan aún muchos temas por tratar, pero con estas dos homilías simplemente buscaba presentar algunos aspectos y principios que nos ayuden a reflexionar sobre este tema tan importante y que forma parte del ser humano.


[1] Había un sacerdote que viajaba en el metro de Madrid siempre a una misma hora y hacía siempre el mismo trayecto. Al ir siempre en el mismo vagón observó que, normalmente, también allí estaba la misma gente. Se fijó en un chico que estaba en una esquina. En la otra estaba una chica. Cierto día que llovía, la chica traía un paraguas. Al salir del vagón a ella se le olvidó el paraguas y el chico, muy educado, lo recogió y salió detrás de ella. “Señorita, se le olvidó el paraguas”, le dijo muy amablemente. Ella le dio las gracias. A partir de aquel instante se ponían siempre juntos y hablaban animadamente. Pasado un tiempo, el sacerdote vio que tenían anillos en sus dedos. Se habían casado. Luego el sacerdote fue trasladado a otro lugar. Pasados unos dos años volvió a hacer el mismo trayecto y volvió a ver al joven matrimonio. Un día en que llovía, a ella se le olvidó el paraguas, y entonces él lo cogió, salió tras ella y le dijo de un modo brusco: “Te dejaste el paraguas olvidado. ¡Cualquier día olvidas la cabeza!”.

jueves, 14 de enero de 2021

Domingo II del Tiempo Ordinario (B)

17-1-2021                   DOMINGO II TIEMPO ORDINARIO (B)

LA SEXUALIDAD (I)

Sam. 3, 3b-10.19; Sal. 39; 1 Co.6, 13c-15a.17-20; Jn. 1, 35-42

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            Antes de entrar en el fondo de la homilía de hoy, quisiera comentar dos cosas:

            1) En la segunda lectura san Pablo nos habla de la fornicación. Quisiera destacar estas palabras suyas: “El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor […] Huid de la fornicación. Cualquier pecado que cometa el hombre queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica peca en su propio cuerpo. ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? […] Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!”

            2) Antiguamente los curas hablábamos mucho de la sexualidad. Parecía que todos los pecados quedaban reducidos al sexto mandamiento de la Ley de Dios. Sin embargo, ahora no decimos nada de esto. No es ‘políticamente correcto’, y se opina que todo está permitido en este ámbito en la sociedad en la que vivimos actualmente.

            Pues bien, en dos homilías quisiera tratar del tema de la sexualidad. Comprendo que hay fieles que pueden considerar que la Misa no es el mejor lugar para hacerlo (sería mejor dedicarle unas charlas de formación), pero, como acudiría poca gente, lo haré en la homilía para que llegue a más fieles. Con ello lo que intento es dar una formación para los católicos: ¿qué dice la fe y la doctrina cristiana sobre la sexualidad?

            Hablaré de la sexualidad, no tanto desde un punto de vista físico o médico, sociológico…, sino desde unos principios antropológicos, bíblicos y teológicos. Por supuesto, no pretendo agotar el tema y dejo muchas cosas en el tintero.

1) La sexualidad ha sido creada por Dios y es buena

            La sexualidad en el ser humano es buena y ha sido creada por Dios. Esta es la afirmación básica de la que hemos de partir. En efecto, en el relato de la creación que nos hace la Biblia, en el primer capítulo del Génesis, se dice a cada paso y a cada acción creadora de Dios: “Y vio Dios que era bueno” (Gn. 1, 10.12.18.21.25). Y termina el relato de este modo: “Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno (Gn. 1, 31). No sólo “era bueno”, sino que “era muy bueno”. Y en ese “todo” también viene comprendida la sexualidad humana. En efecto, algunos versículos atrás, al describir la creación del hombre, lo hace de este modo: “Y creó Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios diciéndoles: ‘creced y multiplicaos’” (Gn. 1, 27-28). Si hemos sido creados a imagen de Dios y si hemos sido creados “varón y hembra”, entonces es que, como decía el Papa Juan Pablo I, Dios es Padre, pero también es Madre. Dios tiene el componente masculino, pero también el femenino.

            Por tanto, para la Iglesia y para los cristianos la comprensión del sexo ha de ser siempre muy positiva. El sexo se ha de entender como algo maravilloso. Sí, maravilloso, porque Dios lo pensó como FUENTE DE AMOR Y DE VIDA. Dios inventó el sexo, podríamos decir; de Él procede y tiene ante Él una enormemente importancia, ya que Dios es también Amor y Vida. Por ello, el sexo no puede ser malo en absoluto. Si Dios quiso añadir a la unión corporal entre hombre y mujer un intenso placer físico no es para ponernos piedras de tropiezo, sino para encender y aumentar el amor de los esposos y, como fruto de ese amor, originar nuevas vidas.

2) El pecado también influye en la sexualidad

            Pero esta realidad maravillosa: la sexualidad, fue desordenada por el pecado. También otras realidades humanas fueron desestabilizadas por el pecado: el trabajo humano (“con fatigas comerás sus frutos… con el sudor de tu frente comerás el pan” [Gen. 3, 17.19]), las relaciones entre hermanos (“Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató” [Gen. 4, 8]), etc. Veamos cómo se nos cuenta en el Génesis las consecuencias del pecado en las relaciones entre un varón y una mujer:

Cuando Adán ve a Eva por vez primera, exclama: “Ella es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn. 2, 23). ¡Qué piropo más bonito! Pero, cuando Eva le dio a Adán a comer del fruto prohibido y él comió, y luego se vio pillado ante Dios, Adán dijo aquello de: “la mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto del árbol y comí” (Gn. 3, 12). Es decir, Adán pone distancia con Eva y encima Adán se excusa y se justifica acusándola a ella y echándole toda la culpa.

-        “A la mujer (Dios) le dijo: multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás a tus hijos con dolor; desearás a tu marido, y él te dominará” (Gn. 3, 16).

-        “Al hombre le dijo: […] volverás a la tierra, de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás” (Gn. 3, 19).

Así, comprobamos claramente cómo del primer pecado viene la muerte, la rivalidad, las iras, los rencores, las rencillas... en todos los órdenes de la vida humana, también en el sexual, en la relación de pareja, en el matrimonio. Pero igualmente es cierto que la salvación que Dios ofrece a los hombres alcanza, no solo al alma, sino de igual modo al cuerpo, comprendiendo la sexualidad. Y esta que era buena, por ser creada por Dios, antes del pecado, después de este sigue siendo algo bueno.

3) Una aproximación a la definición de la sexualidad

a) Al crear al hombre como varón y mujer, Dios quiso que el ser humano se expresase de dos modos distintos y complementarios, igualmente bellos y valiosos.

Pero, ¿por qué nos ha hecho diferentes? La procreación no puede ser la única razón. La sexualidad humana significa una clara disposición hacia el otro. Manifiesta que la plenitud humana reside precisamente en la relación, en el ser-para-el-otro. Impulsa al ser humano a salir de sí mismo, a buscar al otro y alegrarse en su presencia. Es como el sello del Dios del amor en la estructura misma de la naturaleza humana.

Aunque cada persona es querida por Dios «por sí misma» y llamada a una plenitud individual, no puede alcanzarla sino en comunión con otros. El ser humano está hecho para dar y recibir amor. De esto nos habla la condición sexual que tiene un inmenso valor en sí misma. Por tanto, el amor de pareja, el amor conyugal, sólo puede florecer en dos seres a la vez distintos y complementarios. Por ello, Dios ha unido el amor y la sexualidad en una íntima comunión. No pueden existir, para Dios, uno sin la otra o viceversa.

Ambos sexos están llamados por el mismo Dios a actuar y a vivir conjuntamente. Ésa es su vocación. Se puede incluso afirmar que Dios no ha creado simplemente al hombre varón y mujer para que engendren nuevos seres humanos, sino que, justo al revés, el ser humano tiene la capacidad de engendrar para perpetuar la imagen divina que él mismo refleja en su condición sexuada. El otro día me comentaba una persona que recordaba una frase de su madre, ya difunta, sobre el matrimonio: Decía que la relación matrimonial es vivir ya el paraíso en la tierra.

            b) Por otra parte, no podemos caer en la identificación de “sexualidad” y “genitalidad”. La sexualidad se expresa a través del cuerpo, el cual manifiesta el amor que viene de Dios y que conduce a Dios. No se ha de pensar exclusivamente en el gesto genital de las relaciones completas, sino también en todas aquellas expresiones afectuosas que se intercambian las personas y que poseen cierto tono sexual. El gesto, la mirada, la palabra, el tono, el abrazo y el beso son expresiones de los cinco sentidos del hombre; el elemento sexual no se manifiesta de modo exclusivo entre los esposos: también las actitudes del padre o de la madre respecto a sus hijos están codeterminadas por el sexo respectivo. Esto se aplica igualmente a las amistades entre personas de distinto sexo, a las que es ajena, sin embargo, cualquier expresión genital o una intención de aprovechamiento sexual o de vínculo erótico. El hombre expresa su personalidad en su condición corporal[1].

            La expresión sexual es tanto más sana y noble cuanto más supera la esfera física y sensible y, asumiéndola, se convierte en el auténtico testimonio del amor fiel. Ella profundiza y presupone la amistad humana personal y, según la doctrina de la Biblia, exige el pacto indisoluble de amor. La unión corporal está destinada a participar del diálogo total y de la comunidad vital. Al significado unitivo del amor sexual genital le es inherente otro trascendente: la unión conyugal significa apertura a la transmisión de la vida. La misma unión, si es auténtica, es creadora de valores espirituales y enriquece a los cónyuges de suerte que pueden extender su amor a los demás y, por ello, participa de la acción creadora de Dios trayendo nueva vida a este mundo. El amor conyugal transmite vida en el sentido corporal, pero también en educación a la plena estatura humana.


[1] Recuerdo que, en cierta ocasión, siendo yo formador del Seminario, y estando con un seminarista de unos 16 años y más alto que yo, le hice una broma y le pasé mi brazo por sus hombros como para pedirle disculpas. De repente, él puso su cabeza sobre mi hombro y se quedó muy pegado a mí. Este chico tenía una historia detrás de mucho sufrimiento familiar y estaba falto de cariño. Yo le abracé, porque comprendí que necesitaba ternura y contacto físico. Necesitaba el abrazo de alguien que lo quisiera y lo protegiera. Esto es un ejemplo de sexualidad no genital, es decir, de expresión corporal de cariño, simplemente de cariño.