miércoles, 29 de julio de 2009

Agosto

Queridos amigos:
Mañana salgo de vacaciones y me va a ser dificil acceder a Internet para "colgar" las homilías de este mes. Por tanto, me despido de vosotros hasta septiembre.
¡Qué tengáis un buen descanso también y que Dios os bendiga!
Un abrazo

Andrés Pérez

viernes, 24 de julio de 2009

Domingo XVII del Tiempo Ordinario (B)

26-7-2009 DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO (B)
2 Re. 4, 42-44; Sal. 144; Ef. 4, 1-6; Jn. 6, 1-15
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Queridos hermanos:
El otro día os hablaba del Sacramento de la Penitencia en base a un artículo periodístico y a los comentarios, positivos y negativos, que hacían varias personas. En el día de hoy quisiera daros algunas pinceladas sobre la confesión. Veámoslas:
- Nadie puede comprender este sacramento si antes no ha tenido una experiencia de encuentro personal con Dios, con el Dios de Jesucristo. Lo he dicho en otras ocasiones: uno de los problemas más graves que tiene la Iglesia Católica en España es que imparte sacramentos y da catequesis a gente que está sin evangelizar y sin fe en el Dios que nos muestra la Biblia. Hay mucha gente que se casa, se bautiza, hace la primera comunión, se entierra…, pero no tienen fe o, al menos, no es la fe de Jesucristo. Y nadie puede tener fe si antes no ha tenido ese encuentro personal con Dios. A veces hay personas que me piden que intervenga ante sus hijos para que se casen por la Iglesia y yo, al ver que son jóvenes que “pasan” de la Misa, de confesarse, de orar, de leer la Biblia…, les digo a esos padres: ‘¿Para qué queréis que se casen por la Iglesia, si ellos no tienen una experiencia de Cristo resucitado? Busquemos que ellos se encuentren cara a cara con El y después de esto tendremos ya a jóvenes que se casan por la Iglesia, que van a Misa, que…’ Para mí casarse por la Iglesia sin tener fe en el Cristo del evangelio es… “comenzar la casa por el tejado”. Pues lo mismo pasa con la confesión. Nadie puede entender este sacramento si no tiene antes una experiencia de encuentro personal, no en la cabeza, sino en lo más íntimo de su ser con Jesucristo. Zaqueo, María Magdalena, la adúltera y tantos otros vieron sus pecados, se arrepintieron de ellos, se confesaron y cambiaron de vida… gracias a haber tenido ese encuentro personal con Jesús (nunca me cansaré de repetir esto). Confesarse sin fe en ese Jesús que me muestra todos mis pecados y que percibo que me perdona todos mis pecados, es “empezar la casa por el tejado”.
Sin embargo, cuando una persona tiene este encuentro personal con Dios, enseguida percibe, con la luz que da la cercanía de Dios, la santidad, la pureza, la blancura inmaculada de Dios y, como contraste, percibe también la propia miseria, debilidad y pecado. Así S. Juan nos dice: “Si decimos: no tenemos pecados, nos enga­ñamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn. 1, 10).
- La Iglesia y los sacramentos surgen con la muerte y resurrección de Jesucristo. La Iglesia y los sacramentos son acción de Dios en este mundo para la salvación de todos los hombres. Mas el hecho de que Dios actúe a través de su Iglesia y de sus sacramentos no quiere decir que Dios no pueda actuar fuera de la Iglesia y de sus sacramentos, porque Dios es más grande que éstos. En efecto, Dios ha perdonado, alimentado espiritualmente y salvado a los hombres antes de la Encarnación del Hijo de Dios en el vientre de María Virgen[1] y ha hecho lo mismo, una vez fundada la Iglesia e instituidos los sacramentos, en aquellos hombres que no conocían la Iglesia ni los sacramentos, por ejemplo, pensad en tantas personas que no tuvieron acceso a la predicación del evangelio hasta siglos después (América, Japón…).
Sin embargo, estas afirmaciones anteriores no quieren decir que la gracia y el perdón de Dios sea transmitidas a modo de supermercado, o sea, en nuestro mundo cada uno elige a qué tienda desea ir (Alimerka, Carrefour, Hipercor, Eroski…) y aquí uno coge el producto que desea, cuando lo desea y como lo desea. Es decir, el hecho de que el perdón de Dios pueda llegar al hombre a través del Sacramento de la Penitencia o extrasacramentalmente (directamente de Dios) no significa que es el hombre quien decide cómo hace suyo ese perdón divino. Para los católicos el modo ordinario, habitual y querido por Dios para perdonarnos es a través del sacramento de la confesión impartido por su Iglesia. No es Dios quien se tiene que adaptar a nuestra voluntad, deseos o caprichos, sino que somos nosotros quienes tenemos que adaptarnos a la voluntad de Dios. Y dicha voluntad, en cuanto al Sacramento de la Penitencia, viene expresada en la Biblia por las palabras del mismo Jesús, la segunda persona de la Santísima Trinidad, cuando dice a los apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis les quedarán retenidos” (Jn 20, 23; 2 Co 5, 18). El encargo de Dios para el perdón sacramental les es entregado a los apóstoles, cuyos sucesores son los obispos y los sacerdotes.
Muchos católicos experimentan en ocasiones, cuando pecan y se arrepienten de sus pecados, que la paz y el perdón de Dios les alcanza incluso antes de confesarse. Luego se acercan al sacerdote, confiesan sus faltas y la absolución confirma lo sentido antes. Esto se percibe únicamente a nivel de la fe.
- El último apunte que voy a dar hoy sobre este sacramento y que nos puede ayudar a entenderlo un poco mejor se refiere a la forma que tenemos los seres humanos de ser y de relacionarnos. El hombre no surge nunca por generación espontánea, sino que necesita el concurso de un varón y de una mujer para poder ser engendrado. Una vez que nace, el recién nacido sigue necesitando de los cuidados y atenciones de sus padres y de otras personas. Es más, incluso cuando somos ya adultos, el hombre no se desarrolla bien si vive en soledad y aislamiento total. La ropa que vestimos, la casa en que habitamos, la comida que ingerimos y todo lo que tenemos a nuestro alcance está hecho por personas que, en muchas ocasiones, no conocemos. El mismo lenguaje que utilizamos no lo hemos inventado nosotros, sino que nos ha sido dado, y podiamos seguir diciendo en más cosas. ¿Para qué digo todo esto? Pues para demostrar que el hombre no puede surgir solo, vivir solo, ni estar solo. Pues, si esto lo vemos normal y lógico, no entiendo por qué mucha gente se empeña en vivir la fe en soledad y quiere tener “hilo directo” con Dios sin la participación de otras personas.
Cualquiera que lea la Biblia o el evangelio verá cómo Jesús estaba siempre rodeado de gente; El formó enseguida una comunidad y se puso a sí mismo como mediador entre Dios y los hombres, y este mismo encargo de mediación lo entregó a sus discípulos para los que vinieran después de que El ya no estuviera entre nosotros. Basado en este principio vemos cómo los sacramentos (Bautismo, Confirmación, Misa, etc.), la catequesis, la Biblia… nos son entregados por mediadores de Dios. Pues el Sacramento de la Penitencia, según hemos visto más arriba, también nos ha sido entregado a través de los sacerdotes, que fueron elegidos como mediadores entre Dios y los hombres para el perdón de los pecados.
- Quedan muchas cosas por decir. Quizás durante el curso que empieza dedique unas cuantas homilías a profundizar en este tema y en diversos aspectos: conversión, clases de pecados, ministro del sacramento, partes de la confesión, cómo confesarse bien, diversos ritos de la confesión, etc. Quisiera terminar con una experiencia de una persona que se confiesa habitualmente y cómo lo vive: “Me he educado en una familia y colegio católicos, quiere esto decir que he tenido contacto con sacerdotes, con los que me he confesado. No sé si fui yo o ellos, los que lograron crear en mí la idea de: sacerdote = juez. Esto hizo que temiera y mitificase la confesión; no era para mí “un plato de gusto”, con lo que la frecuencia se iba haciendo cada vez más esporádica. Siempre creí conveniente, cuando fui más madura, la confesión con una misma persona, pues el conocimiento me parecía fundamental, ya que intuía que la confesión en sí no se podía presentar como – que también – una enumeración de pecados (delito), y después de una “reprimenda”, la penitencia (pena). Así planteado, lo hacía frío y poco apetecible para mí, aún cuando siempre salía mejor que entraba, todo hay que decirlo.
Un día Dios puso a un sacerdote en mi camino con el que inicié una dirección espiritual. Con su buen hacer se ha desmoronado la idea que había tenido, tanto del sacerdote, como de la confesión. He ido profundizando en la fe y he logrado hacer las confesiones que siempre había idealizado… Además, la penitencia es un sacramento “a tres”: Nuestro Señor, el sacerdote y el penitente.
Después fui notando que mí espíritu se reconfortaba grandemente al confesar; era casi algo físico o, sin casi. Claramente experimentaba un bienestar espiritual que hacía que “toda” yo se sintiera bien. Así, lo que primero temía, fui añorándolo mes a mes. Confesar, empezó a ser una necesidad. Mi conciencia fue cada vez más crítica y escudriñadora, pero sin perder la serenidad. En resumen, era como si me quitara un peso de encima y partiera de cero otra vez; esto me hacía sentirme relajada y alegre. Pero desde hace un tiempo a esta parte he notado una mayor profundidad. He notado que acercarme a confesar ejerce sobre mí un poder indescriptible. Ahora siento que, aún sin que me preocupe “algo” en concreto, en el intervalo entre dirección y dirección, oír al sacerdote decir:”…tus pecados te son perdonados, puedes ir en paz”, y recibir la bendición, se va convirtiendo en una necesidad para mí alma, aunque -como dije- nada haya enturbiado mi tranquilidad de conciencia. ¡Qué fácil es ahora confesar¡
Espero que esta humilde experiencia, pueda ayudar a quien, como yo antes, se sienta temeroso ante el sacramento de la penitencia. No hay miedo ni vergüenza… El Señor conoce hasta el mínimo pliegue de nuestra alma y las intenciones de nuestro corazón… Nos hizo hijos suyos y el Padre, ante el arrepentimiento, siempre perdona y nos devuelve la paz”.

[1] Bien es verdad que la salvación de Dios la realiza sólo a través de su Hijo y, cuando lo hizo antes de su venida a este mundo, se hizo en previsión de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

viernes, 17 de julio de 2009

Domingo XVI del Tiempo Ordinario (B)

19-7-2009 DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO (B)
Jr. 23, 1-6; Sal. 22; Ef. 2, 13-18; Mc. 6, 30-34

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Queridos hermanos:
Sabéis que en las homilías procuro profundizar en las lecturas que escuchamos en la Misa o en diversos temas que pueden ser de interés humano y espiritual para todos. Con relativa frecuencia trato algunas de las partes fundamentales de la fe católica, como la oración, la Biblia, los sacramentos, las relaciones con los demás…
En el día de hoy quisiera hablaros algo sobre el sacramento de la penitencia o confesión. Me animó a ello un artículo periodístico que leí el domingo pasado en Internet, en donde se analizaba la realidad de este sacramento en España. Haré un pequeño resumen del artículo y después un extracto de algunos comentarios que suscitaron las palabras del periodista.
- Decía el artículo que la Iglesia católica está en alerta roja “ante la situación del sacramento de la penitencia. La confesión está de capa caída. Clínicamente muerta. El 80% de los católicos españoles ha dejado de confesarse. Ya muy pocos lo cumplen. Los confesionarios se quedan desiertos, mientras se pueblan las consultas de psicólogos, psiquiatras y todo tipo de consejeros espirituales. Hasta el Papa acaba de advertir a los curas desde Roma: ‘No os resignéis jamás a ver vacíos los confesionarios’”.
“Sólo el 15% de los católicos adultos se confiesa al menos una vez al mes. Entre los jóvenes, el porcentaje no llega ni al 5%. Y eso, entre los católicos convencidos. El 50% de los católicos no considera necesario confesarse. ‘La gente acude a comulgar sin confesarse’, se quejan los curas. ‘Y los que se confiesan parece que no tienen de qué acusarse. No hay conciencia de pecado’, advierten los obispos. El perfil del penitente es el de una mujer mayor de 60 años”.
“Las causas de esta alergia al confesionario son de lo más variado: Algunos católicos creen que el pecado es algo superado, una expresión de culturas premodernas y poco avanzadas. Otros lo consideran un tabú inventado por las iglesias para seguir dominando las conciencias de la gente. Incluso los católicos más comprometidos tienden a confesarse de los pecados sociales –‘los que hacen daño a los demás’-, pero no de los personales”.
“Muchos católicos huyeron de los confesionarios por culpa de los propios curas, que enfatizaban el temor y el castigo de Dios, veían pecado en todo y generaban culpabilización morbosa. Y eso que, desde el Concilio, se hicieron muchos cambios en la administración del sacramento y en la actitud de los confesores. Los curas dejaron de preguntar aquello de ‘¿cuántas veces y con quién?’. Hasta el tradicional y, en muchos casos, tétrico confesionario fue sustituido por otro tipo de habitáculo más cómodo. En ocasiones se han habilitado pequeñas salas donde tener una conversación tranquila. Muchas veces, el confesor es el psicólogo de la gente más sencilla y más pobre”.

“Durante los años 70 y 80, otra vía de escape del confesionario fue la celebración comunitaria de la penitencia. Hoy, incluso eso se ha perdido. Entre otras cosas, porque la jerarquía ha prohibido casi por completo esa fórmula. Y eso que los curas saben que el abandono de la confesión es el primer paso para dejar la práctica religiosa. También ha cambiado mucho el rol del confesor, que ha dejado de ser un inquisidor-juez, para convertirse en un paño de lágrimas. Incluso a la hora de preguntar, Roma les aconseja que lo hagan ‘con tacto y con respeto a la intimidad’. Y les pide que no impongan ‘excesivas penitencias’”.
“¿Volverá por sus fueros la confesión? No lo tiene fácil. A diferencia de algunos otros sacramentos, como la primera comunión, el bautismo o el matrimonio, la confesión no es un rito social y, por lo tanto, no se mantiene al socaire de las presiones sociales y comerciales. Además, los curas también escapan del confesionario, al que algunos llaman ‘quiosco’. La deserción de los fieles viene precedida, a veces, de la de los propios curas. No es fácil ser un buen confesor. Exige disciplina, paciencia y una profunda vida espiritual”.
- Hasta aquí lo que consideré más llamativo del artículo. A continuación voy a recoger algunos comentarios que se hicieron en Internet. Primero recogeré los comentarios más negativos para la Iglesia y para la confesión, y luego los más positivos:
Negativos: “A la Iglesia no le gusta nada la idea de que no necesitemos "pasar forzosamente por caja" (confesionarios y otras ceremonias presenciales como la misa) para obtener la salvación. Por eso han insistido siempre en esa obligación de asistir a sus ceremonias obligatoriamente al menos una vez a la semana”.
“Yo una vez fui a confesarme y no me absolvieron, por lo tanto no vuelvo más. Ya me apañaré yo con Dios”.

“Nunca voy a la Iglesia, ni creo en el Dios de la Iglesia Católica. Desde los seis a los veinte años los tuve que soportar. En tantos años llegué a la conclusión de que los curas son los que menos creen en Dios. A mis vivencias me remito”.
“Para mí la credibilidad de un obispo, del Papa o de un cura, es la misma que la de Doña Rogelia, con la diferencia de que esta última me hace reír y los otros me hacen llorar por su hipocresía y por el morro que tienen”.
“Sólo espero que esto sea lo que parece: El preámbulo de la desaparición de la Iglesia (y la religión), al menos en nuestro mundo occidental. Que en la época de la ciencia, la innovación y la tecnología, desaparezcan de una vez la superstición y la fe ciega en religiones sin sentido”.

Positivos: “Creo que varios comentarios dan en el clavo del problema actual de la confesión: no puede valorarse este sacramento con una simple visión "de tejas para abajo". Sin la gracia de Dios la fe la confesión es algo absurdo. Que si los curas no dan la talla... Lo importante no es que el cura dé la talla o no... Lo importante es que quien perdona es el mismo Jesucristo. El que no crea esto no puede entender nunca el sacramento. Yo tengo 35 años y me confieso con frecuencia. Además, soy médico y puedo decir -por experiencia propia y de otros- que el mejor ansiolítico y la mejor psicoterapia es una buena confesión. Uno se queda como nuevo sabiendo que Dios le ha perdonado. Al que lo vea con otros ojos siempre le parecerá sin sentido el sacramento. O como mucho, será un mejor desagüe de la conciencia, si es amigo del cura”.
“No tengo inconveniente en dar mi nombre. Me llamo Juan Torre y soy sacerdote desde hace 25 años. Conozco muchas personas que cargadas de preocupaciones y pecados han llegado al confesionario para pedir perdón y encontrar la paz y, tras una confesión humilde y sencilla, han salido felicísimos y con una gran paz. Habitualmente confieso entre 6 y 8 horas diarias y no se puede decir que me falte trabajo. Y lo que es más sorprendente -al menos para algunos- la mayoría es de gente joven. Chicos y chicas de entre 13 a 25 años (más o menos). En fin, que animo a quien pueda leer esto a que, si hace tiempo no lo ha hecho pero lo ha pensado, no lo dude más y se anime a hacer este verano una buena confesión. Lo agradecerá seguro”.
“Yo también pertenezco a la "excepción" (que no debe ser tanta, según los comentarios que hay por aquí). Me confieso cada 7-15 días y tampoco soy del Opus. Y en las iglesias de mi barrio hay cola para confesarse los domingos. Es una práctica muy reconfortante. Lo recomiendo”.
“Hace un año y medio pasé por una separación muy dolorosa. Decidí acercarme a charlar con un sacerdote (he de confesar que sin mucha esperanza), pero o encontraba a alguien que me escuchara o me tiraba por una ventana. En fin, sólo puedo decir que mi vida cambió. Antes de gastar dinero en terapias psicológicas o caer en esclavitudes de cualquier tipo (alcohol, drogas, sexo) aconsejaría a quien pueda sentirse aludido que se acerquen a una iglesia. Siempre encontrarás a quien te reciba con los brazos abiertos”.
“Me voy a atrever a aconsejar a quien esté receloso del Sacramento de la Penitencia que se acerque a charlar con el sacerdote -prefiero no dar su nombre- de la parroquia del Inmaculado Corazón de María, en el barrio Argüelles de Madrid: la iglesia que hace esquina entre las calles de Ferraz y Marqués de Urquijo. Es una alegría hablar con él, es comprensivo y caritativo al máximo”.
- ¿Cómo vivo yo este sacramento en mi vida personal de fe? ¿Cuál es mi experiencia de este sacramento? ¿Por qué no lo practico? Si lo practico, ¿estoy contento cómo lo estoy llevando a cabo? ¿Podría mejorarlo, cómo?

viernes, 10 de julio de 2009

Domingo XV del Tiempo Ordinario (B)

12-7-2009 DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO (B)
Amós 7, 12-15; Sal. 84; Ef. 1, 3-14; Mc. 6, 7-13

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Queridos hermanos:
- Nos cuenta el evangelio de San Juan que, estando preso Jesús de los judíos, lo llevaron a Pilatos para que éste lo condenara a muerte. Entre Jesús y Pilatos tuvo lugar un diálogo. Aquél le decía en un determinado momento: “Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz”. A lo que Pilatos replicó: “¿Y qué es la verdad?” (Jn. 18, 37a-38b). En efecto, ¿podemos hoy afirmar que hay “verdad” en este mundo, o más bien que hay “verdades”, o también hemos de decir que cada uno tiene su verdad y que todo depende del cristal con el que se miren las cosas? ¿Podemos decir que la verdad de hoy puede ser la mentira de mañana y viceversa? En definitiva, nos preguntamos como Pilatos: “¿Y qué es la verdad?” Esta pregunta tiene plena actualidad en el día de hoy: los programas políticos se hacen en base a encuestas de lo que piensa la mayoría o de lo que es políticamente correcto, pero no en base a lo que resulta mejor para el bien común o a lo que es verdad; en las relaciones de pareja, lo que vale para hoy puede no valer para mañana. Nada es estable ni firme, sino que todo es cambiante.
Me planteo este tema sobre la verdad en el día de hoy por dos hechos que me han pasado esta semana: 1) Una persona me ha comentado que en las misas de su parroquia, sobre todo si son de funerales, hay mucha más gente asistente. Esta persona ve que dicha gente contesta a las oraciones de un modo mecánico, o está callada, pero vive todo aquello como un rito vacío o aburrido, como una rutina, como algo que está muerto y hay que hacer, pero que no dice nada a nadie ni da vida. Esta persona dice que querría gritar a todo el mundo que lo que allí se vive es cierto, es Vida; quería gritar que Dios está entre ellos, entre nosotros, pero se siente incapaz. Las veces que lo ha intentado, la gente se queda fría e indiferente, y la consideran como una loca o fanática. Yo le he contestado que hace pocos años ella era igual que esa gente, pero Dios ha tenido misericordia de ella; Dios le ha dado su luz, le ha hecho percibir su presencia, y tiene todos estos dones sin que ella lo merezca. Además, le he dicho que lo mismo que Dios ha tenido paciencia con ella durante tanto tiempo, también ella ha de tener paciencia con los demás; cada uno tenemos nuestro momento y nuestros carismas, y la respuesta del hombre a los dones y regalos de Dios es libre, para aceptarlos o rechazarlos, para cogerlos o dejarlos de lado.
2) Una señora mayor me decía muy angustiada que ve muy cercana ya la hora de su muerte. Ella mira para atrás y se da cuenta de que ha sido una egoísta redomada, que ha vivido sólo para sí, que ha pasado por encima de su propia familia (padres, marido, hijos), que ha utilizado y manipulado a otras personas, que ha puesto los dones y cualidades que Dios le ha dado para su exclusivo uso y provecho personal. Esta persona me dice que tiene sus manos completamente vacías, que ha perdido la vida miserablemente, que ahora no puede reparar tanto daño, tanta omisión, como ha hecho a lo largo de toda su vida. Me pregunta que qué puede hacer, que si realmente Dios existirá y si será misericordioso. A todo esto yo le contesté que Dios, durante toda su vida, ha estado actuando sobre ella de un modo respetuoso y amoroso para que cambiara su vida, pero ella hizo en muchas ocasiones caso omiso de Dios. También le he dicho que su visión negativa de toda su vida es consecuencia de todos sus errores, pecados y omisiones, pero también es fruto de la depresión y, además, es una tentación de Satanás[1], puesto que esta persona también ha tenido cosas buenas y, de hecho, le enumeré unas cuantas. Finalmente, le he dicho que no puede cambiar su vida del pasado, pero que sí puede ser dueña de lo mucho o lo poco que le quede en la tierra, y aquí y ahora sí que puede vivir para Dios y para los demás, dentro de su enfermedad, de su edad y de sus limitaciones. Asimismo le he dicho que, de todas formas, Cristo ha muerto en la cruz y ha derramado su sangre por todos sus pecados: por los que ha cometido desde que nació hasta esta semana y por los que cometerá desde esta semana hasta que exhale su último aliento.
¿Qué tienen que ver estos dos hechos con la “verdad”? 1) La verdad es verdad independientemente de que los demás la aceptemos o la creamos. No por mucho gritarla, como la primera persona, es más verdad. No por mucho callarla es menos verdad. Dios es Dios, aunque nos declaremos todos agnósticos o ateos. Jesucristo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6), aunque nosotros lo aceptemos o lo neguemos. 2) Si no vivimos en la verdad, sino que vivimos en el egoísmo o en lo que nos conviene, esto más tarde o más temprano nos pasará factura, como a la segunda persona. Cuando una relación de matrimonio, de pareja, de amistad… no se vive en la verdad, esa relación no dura o no da vida. Cuando la relación con Dios no está basada en la confianza absoluta, en el amor entregado, sino que es interesada… eso pasa factura. Ya lo decía San Pablo: A Dios no se le engaña.
- Y después de esta larga introducción paso a comentar un poco la segunda lectura de San Pablo. Dice él: “¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales!” Pues bien, lo creamos o no, lo aceptemos o no, lo experimentemos o no, esto es VERDAD: Dios Padre nos ha dado a través de su Hijo querido Jesucristo toda clase de bienes espirituales y celestiales.
* “El nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante el por el amor”. Antes de que el mundo fuera creado, antes de que existieran cielo, estrellas, planetas, agua, plantas, etc., Dios Padre ya nos había elegido a todos y cada uno de nosotros: 1) a todos los que nacieron, vivieron y han muerto; 2) a todos los que estamos dentro de este templo; 3) a todos los que están en otros lugares de la tierra en estos momentos; 4) y a todos los que nacerán hoy o dentro de cientos de años. Dios Padre nos ha elegido y lo ha hecho porque nos ha amado; es decir, el amor es la causa de la elección de Dios. Él nos ha amado y nos ha elegido con un fin: quiere hacernos participar de su santidad, de su felicidad, de su amor y de su suerte. Esto es lo que significa ser consagrados y ser hechos irreprochables ante Dios.
* “El nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos”. Dios Padre nos ha elegido y nos ha amado para que seamos hijos suyos. No quiere ponernos en una urna o en una peana; no quiere recrearse simplemente con la vista de tanta perfección que Él mismo ha hecho. Sería como un acto de soberbia muy sutil por su parte. Él nos ha elegido sobre todo para que seamos sus hijos, es decir, para que estemos con Él, para que nos alegremos con Él, para que crezcamos con Él y para que nos desarrollemos como personas, tanto en la tierra como en su Reino eterno.
* “Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados”. Dios Padre nos ha elegido, aún a sabiendas de que íbamos a ser pecadores y a rechazar su elección, su amor y su paternidad. Por eso, a través de la sangre de su Hijo derramada en la cruz, nos ha perdonado todos los pecados y nos ha redimido de nuestra miseria, de nuestro egoísmo y de una muerte eterna.
* “El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros". Dios Padre nos ha elegido y derrama sobre todos y cada uno de nosotros un tesoro inacabable, inimaginable e inmenso: el tesoro de su gracia, el tesoro de su sabiduría y el tesoro de su prudencia. Y este fruto derramado en nosotros, junto con nosotros y con su Hijo, va a formar una unión indisoluble.
* Sin embargo, el hecho de recibir todos estos dones y regalos, no implica que Dios Padre ahorre a sus hijos disgustos y sufrimientos. En efecto, cuando Jesús en el Evangelio encarga a los discípulos que vayan por los pueblos predicando, les indica la posibilidad de que en algunos lugares, o algunas personas, no los reciban ni los escuchen. En ese caso Jesús les dice que, cuando se marchen de allí, se sacudan el polvo de los pies, pero este signo no tiene una intención de desprecio, o de condena, sino que sirve para constatar el rechazo que tales personas y pueblos han hecho de Dios, de su Palabra y de sus enviados. En definitiva, se trata del rechazo de la VERDAD.
[1] Ésta es la forma de actuar de Satanás: incita al mal y, después de que uno lo ha hecho, nos mete en un pozo para que nos creamos lo peor, y para quitarnos la paz y la confianza en un Dios que perdona y que salva.

sábado, 4 de julio de 2009

Domingo XIV del Tiempo Ordinario (B)

5-7-2009 DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO (B)
Ez. 2, 2-5; Sal. 122; 2 Co. 12, 7b-10; Mc. 6, 1-6

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Queridos hermanos:
- Muchos ríos de tinta se han escrito con esta segunda lectura que acabamos de escuchar. Dice San Pablo: “Para que no tenga soberbia me han metido una espina en la carne: un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: ‘Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad’”. No saben los estudiosos de San Pablo a qué se puede referir él con esta espina: unos dicen que se trataba de una enfermedad que lo dejaba postrado y sin fuerzas. Otros hablan de un defecto de carácter que le jugaba malas pasadas, como, por ejemplo, su genio. Y otros sostienen que se refería a un problema moral, es decir, a un defecto o pecado, que tantas veces se ha identificado con las tentaciones sexuales y de las cuales no era San Pablo capaz de librarse. Lo cierto es que no lo sabemos, pero lo cierto también es que esa “espina” le causaba unos dolores horrorosos a San Pablo. Es más, él la veía como un acto personal de Satanás, el cual lo apaleaba y le hacía sufrir muchísimo con ello.
Sobre este hecho San Pablo, que ve la mano de Dios en todo lo que le pasa y en todo lo que sucede a su alrededor, nos anota tres datos de índole espiritual:
1) San Pablo sabe que el fin último de esta “espina” no es machacarlo. Si Dios permite esta “espina”, es para que no se ensoberbezca, pues, ante tanto éxito como tenía su predicación, sus milagros y las revelaciones místicas de Dios en él, San Pablo tenía el peligro de creerse más que nadie y mejor que nadie. Por ello, dicha “espina” le hacía poner los pies en el suelo y lo transformaba en un hombre más humilde, más necesitado de la misericordia divina. Y es que tantas veces, cuando todo nos va bien, ¿para qué necesitamos a Dios? Siempre os recuerdo aquella entrevista que salió hace unos años en un periódico de Asturias en que se le preguntaba a Fernando Alonso si creía en Dios, a lo que él replicaba que para qué lo necesitaba: era joven, estaba sano, era famoso, era rico… ¿para qué necesitaba él a Dios? Para nada. Así nos pasa a nosotros tantas veces: “Nos acordamos de Santa Bárbara sólo cuando truena”. O sea, nos acordamos de Dios sólo cuando lo necesitamos. El martes me llamaba una señora española que vive en Francia. Su hijo se casó con una chica francesa; a ésta sus padres no la educaron en una fe religiosa y ella pasaba de Dios, pero hace pocos meses tuvo una enfermedad muy grave, la operaron y, al despertar de la anestesia, sus primeras palabras fueron: “Gracias, Dios mío”. Luego confesaría ante su suegra estas palabras y la necesidad que tuvo de Dios cuando se vio tan mal.
Por lo tanto, hemos de reconocer que la enfermedad y los males de la vida nos hacen más humildes y más necesitados de Dios. Así lo confiesa el apóstol en sus propias carnes.
2) Como segundo dato diré que, a pesar de que San Pablo ve claramente que la “espina” le hace más humilde, menos soberbio, hay veces en que no puede soportar tanto sufrimiento y desvalimiento. San Pablo no aguantaba más aquello y en tres ocasiones le pidió a Dios en su oración que lo librara de aquel dolor. Él, que resucitó a un muerto y curó a un cojo de nacimiento; él, que expulsaba demonios y tocaba a Dios con sus dedos, pensó que podía pedir a Dios un pequeño favor para sí mismo: “Por favor, quítame esto; no lo aguanto”. ¡Cuánto sufrimiento debió pasar San Pablo para sucumbir en tres ocasiones ante la tentación de escapar y pedir algo para sí!
3) Vamos ahora al tercer dato que nos aporta San Pablo sobre su “espina”. Y es que la respuesta de Dios a las tres súplicas de San Pablo es sorprendente: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad”. Y la reflexión que hace el apóstol de estas palabras de Dios es el tema central de este trozo que acabamos de escuchar: “Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo.Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte”. Y es que la respuesta de Dios le sirve a San Pablo para iluminar toda su vida, y no sólo lo referente a su “espina”. Tantas veces hacemos las cosas o queremos hacerlas apoyándonos en nuestras propias fuerzas, en nuestra sabiduría, títulos, seguridades, riquezas…, pero así no funcionan las cosas de Dios. No somos nosotros los que predicamos, oramos, conseguimos convertir a alguien o a nosotros mismos. No somos nosotros quienes podemos cambiar nuestro carácter o quitar nuestros defectos y pecados. No somos nosotros quienes vamos al cielo o nos hacemos santos. Es sólo Dios y, cuánto más pequeños y débiles seamos, Dios actuará más libre y palpablemente. Fijaros qué bien lo comprendió María, pues ella decía: “Se ha fijado Dios en la humillación de su sierva”. Sí, cuánto más débiles seamos, más resalta la acción maravillosa de Dios en nosotros y a nuestro alrededor. Veamos cómo también doce apóstoles incultos y temerosos fueron capaces de anunciar a Cristo por todo el mundo. ¿Por qué? Porque no fueron ellos quienes lo hicieron, sino Dios a través de ellos. Fijaros igualmente en quién es el patrón universal de todos los sacerdotes y nos es propuesto por el Papa Benedicto XVI como ejemplo para este Año Sacerdotal: El Santo Cura de Ars: un hombre muy corto, académicamente hablando; casi es expulsado del seminario y no admitido a la ordenación por no entrarle los latines en la cabeza; finalmente fue ordenado y nombrado párroco de un pueblo perdido (Ars); pero en medio de su inutilidad y cortedad atrajo multitudes a toda Francia a su confesionario y a oír sus predicaciones. Incluso, cuando estaba empezando el tren en Francia, una de las primeras líneas que se instaló fue hasta Ars, pues tal era la afluencia de gente… Y todo esto lo hizo Dios: en la debilidad humana sobresalió y resaltó la fuerza de Dios.
- Para terminar esta homilía quisiera fijarme un momento en el evangelio: Vemos cómo Jesús no es reconocido como profeta en su pueblo, entre sus gentes de toda la vida. También hoy pasa lo mismo. Jesús no es reconocido como el Hijo de Dios en nuestra Asturias, en nuestra España, y en nuestra Europa, la patria de Jesús de tantos siglos.
El evangelio nos dice que allí, entre su gente, no pudo hacer ningún milagro y se extrañó de su falta de fe. Jesús se sintió despreciado entre sus gentes, entre sus parientes y conocidos. Aquí despreciamos la oración ante Cristo, la riqueza de los grandes místicos cristianos y de las riquezas del cristianismo. Y mientras nosotros corremos hacia el budismo, hacia la filosofía Zen y hacia los tesoros religiosos de la India, en Asia sigue creciendo el cristianismo. En China, en donde son más de mil millones de personas, me decía esta semana un sacerdote irlandés que allá los cristianos ya son unos cien millones y... subiendo. Los del partido comunista chino se dan cuenta que Mao no puede dar una moral, una ética, un sentido a la vida y se están planteando favorecer y/o tolerar el cristianismo por lo que aporta a los seres humanos, aunque, eso sí, quieren controlarlo ellos.
Hoy Jesús está aquí, entre nosotros. ¿Lo reconocemos como el Hijo de Dios, o somos como los de Nazaret?