2-7-2017 DOMINGO
XIII DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
¿Habéis
hecho alguna vez apuestas a los caballos? Yo no. Supongo que uno apostará por
el caballo que cree que tiene más posibilidades de ganar la carrera. Supongo
que uno no apostará por un caballo cojo, viejo y enfermo. Hace un tiempo
bautizaba a una niña y decía a sus padres que habían apostado, al querer
bautizar a su hijita, por un caballo perdedor. Pues hoy muchos se retiran de la
fe, de la creencia en Dios, del amor, la creencia y la aceptación de la
Iglesia. Ejemplos: llamadas al obispado para borrarse de la Iglesia católica;
borrachos con pene al aire faltando a unas religiosas; en Granada pegaron a un
monja por un delito muy grave que había cometido: ¡por ser monja!; en Madrid
quemaron una capilla y pusieron un pintada que decía: ‘la iglesia que ilumina
es la que arde’...
Ante todo esto, creo
sinceramente que todos los que estamos en este templo estamos apostando por un
caballo perdedor y que los que tienen toda la razón son los que ahora están en
sus camas durmiendo o descansando, o en casa trajinando, o paseando por la
ciudad, o camino de las playas. No merece la pena seguir perdiendo más el
tiempo aquí en el templo, y con esta Iglesia, ni con Dios. Yo voy a dejar el
sacerdocio. Tengo casi 58 años y todavía me quedan unos años para poder vivir y
disfrutar. Al fin y al cabo, si yo dejo el sacerdocio no haría más que seguir
los pasos de tantos curas y monjas que lo han dejado, de tantos seglares que
pasan de la Iglesia y de la fe. Dejaría de tener que defender cosas absurdas
como el no a preservativos, el no a los divorcios, el no a los homosexuales… Decidido: voy a dejar la fe y la Iglesia y
el sacerdocio… Y os aconsejo que vosotros hagáis lo mismo. De todas formas,
¡haced lo que os dé la gana!
Pero,
si lo tengo decidido, entonces ¿por qué no estoy tranquilo? Pienso en aquellas
palabras de Pedro a Jesús: “Señor, ¿a
dónde vamos a ir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6, 68). También
leo en el evangelio de hoy: “El que
pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt. 10, 39). O esta otra: “El que no toma su cruz y me sigue, no es
digno de mí” (Mt. 10, 38).
No, no puedo dejar el sacerdocio, ni la
Iglesia, ni la fe, ni a Dios. ¿Por qué? No dejo nada de esto porque 1)
estoy enamorado de Dios. Él me enseñó lo que es el amor. El besó mis labios con
sus labios. Él me estrechó entre sus brazos y contra su corazón cuando yo aún
no había nacido y nunca ha dejado de hacerlo. Él siempre ha estado conmigo.
¿Qué sería de mi vida sin Él? Él es como el aire que respiro. Él es mi origen,
y mi fin. Lo descubro en el mundo, en las personas, en los sacramentos, en su
Palabra. Es Él. 2) No dejo nada de esto por mi amor la Iglesia; ésa tan
pecadora y con tantas contradicciones, pero que me recibió en sus brazos al
nacer por el bautismo, que me alimenta con la Eucaristía y me perdona los
pecados por la confesión, que me ordenó sacerdote para sus hijos, sin yo
merecerlo (o más bien merecer todo lo contrario por mis muchos pecados), que me
cuida y rezará por mí cuando yo fallezca. 3) No dejo nada de esto, porque
merece la pena luchar y vivir sólo para el ser humano dejando todas las
posibilidades que este mundo te ofrece. El ser humano merece la pena, incluso
los del pene o los que dejan la Iglesia, o la quieren quemar. Merecen la pena,
porque son hijos de mi Dios y hermanos míos. Y esto sólo se comprende desde Él,
desde su amor.
¿Vosotros
vais a quedaros, vais a luchar o vais a dejar todo o vais, peor aún, a vivir
mediocremente vuestra fe?
Os
voy a leer un trozo de un correo electrónico que una chica, que es monja, mandó
a diversas personas antes de irse a Mozambique. Esta chica, esta monja no
piensa en sí misma, sino en Dios y en los demás, y no quiere tampoco abandonar,
porque quiere perder su vida por Jesús: “Por fin se va a realizar mi sueño... Desde que era pequeña
quería ser monja...y también misionera, con los negritos,... Han pasado muchos
años desde entonces, pero el Señor ha dispuesto que vaya este año, cuando yo ni
me imaginaba que podría ir, pues ya tenía todo el verano programado con
distintas actividades. Me hubiera gustado saberlo con más tiempo, para poder
prepararme mejor... estudiando portugués, repasando algo de enfermería, y más
de inglés, y teniendo más tiempo para prepararme interiormente, pero bueno,
nuestros pensamientos no son los Suyos, ni nuestros caminos los Suyos... Él lo
ha querido así, y así quiero aceptarlo, deseando dejarme conducir por Él. Me
acabo de confesar, y el sacerdote me ha repetido varias veces que todo aquello
cuanto haga he de hacerlo en Su nombre... Pues sí... en el nombre del Señor me
voy a Madrid, y me subiré al avión, y en su nombre estaré en Mozambique como Él
lo disponga. No voy con grandes pretensiones... Sólo quisiera ser transmisora
de su gran amor para con todos. Rezad por mí, no tanto para que no me pase
nada, sino para que en todo lo que viva, todo lo que acontezca pueda ser un
reflejo de su bondad, de Su amor, de Él mismo que habita en mí: Dios Uno y Trino.
No sé lo que me espera, pero lo que sí tengo claro es que el Señor siempre
va a estar conmigo, a mi lado, dándome fuerzas y sosteniendo mis pasos. Y
también estará a vuestro lado, confortándoos, ayudándoos, manteniéndonos
unidos en el amor. Cuando alguien entrega su vida al Señor tiene que estar
dispuesto a todo, a lo que sea, pues ya no se pertenece, la vida es del Señor,
y de los demás... Así que todo sea para mayor gloria Suya, y sea lo que Él
quiera. Aquí estoy, Señor, dispón según tu Voluntad. Que la Santísima Trinidad
sea nuestra mayor alegría. En Ella vivimos, nos movemos, existimos... Ella nos
habita, está en nosotros, y nos une...y hacia la plena comunión con Ella
caminamos. Que no desperdiciemos este gran regalo de su presencia en nosotros,
regalo que llevamos en vasijas de barro... regalo inmerecido, pero que por su
gran amor nos da cada día, en cada momento”. Amén (¡Que así sea!)