jueves, 16 de mayo de 2024

19-5-2024                              PENTECOSTES (B)

Hch. 2, 1-11; Slm. 103; 1 Co. 12, 3b-7.12-13; Jn. 20,19-23

Queridos hermanos:

            Celebramos hoy la festividad de Pentecostés. Pensé en explicar hoy algunas cosas sobre el Espíritu Santo o sobre las lecturas de la Biblia que acabamos de escuchar, pero, finalmente, he decidido hacer hoy una homilía testimonial, es decir, escribir o hablar aquí de cómo actúa el Espíritu Santo en una persona concreta. Y lo voy a hacer hoy, domingo de Pentecostés y también el próximo domingo, día de la Santísima Trinidad. Necesitamos modelos y ejemplos de carne y hueso, y cercanos en alguna medida a nosotros para que veamos lo que hace Dios con sus hijos.

Voy a leeros un trozo de la vida de Michela, una mujer italiana que ahora tendrá algo más de 56 años de edad. Ella es un ejemplo vivo del perdón de Dios que nos busca en todo momento y de la acción de su Espíritu. Es la propia Michela quien nos cuenta su vida. Ella partía de una situación muy difícil: “La comunidad (religiosa) a la que pertenezco nació en 1984, fundada por Chiara Amirante, que comenzó a llevar la palabra de Dios a los puntos de muerte de la ciudad de Roma. Tantos jóvenes que no conocían la palabra de Dios le pedían: «Chiara, sácanos de este infierno».

Yo no creía absolutamente nada en Dios. Yo llevo doce años en la comunidad. Tengo 40, pero cuando entré, no creía absolutamente nada en Dios. Creía que los sacerdotes y las religiosas se hacían sacerdotes y religiosas por falta de trabajo. Veía una Iglesia que sólo daba reglas. Una Iglesia que prohibía todo. Además, yo me hacía una pregunta: «Si es verdad que Dios es amor, ¿por qué en el mundo hay sufrimiento?»”

Ésta era su situación, pero vamos a conocer la historia de Michela desde el principio: “Mi papá y mi mamá me abandonaron en un hospital recién nacida. Viví mis primeros seis años de vida en un orfanato. Dos meses después de que saliese de allí, el instituto fue clausurado por maltrato a menores. Yo había conocido todo menos el amor, y cuando un niño no conoce el amor, es difícil que de adulto sepa dar amor. Crecí rebelde. En la escuela era instrumento de santificación para los profesores.

A los 18 años ya eres mayor de edad en Italia, así que me fui de la casa en que vivía. Pude hacerlo porque tenía un trabajo, una ocupación. Yo era chef de cocina internacional, muy reconocida. Comencé a trabajar en Italia y el resto de Europa y el dinero empezó a ser el dios de mi vida. Cuanto más tenía, mas quería tener, pero a fin de mes no me quedaba nada.

En lo referente a todo lo que pertenece al mundo de la afectividad, era un desastre. Tenía novios según la estación del año. Uno para el invierno, otro para el verano…. Y me decía: «Yo el corazón no lo meto en esto». Eran novios de usar y tirar, pero cada historia que pasaba, era una herida más que dejaba mi corazón muy lastimado. Finalmente me enamoré de una persona que todas las madres de familia soñarían para su propia hija. Era inteligente, bueno, perfecto. Pero tenía un pequeño defecto: era un chico católico, un católico convencido. Esto, para mí, solo suponía un defecto por una razón, porque cuando yo le preguntaba cuando nos íbamos a ir a la cama, él me respondía: «Después del matrimonio». Él empezó a hablarme de Dios, pero yo le dije: «Escucha Luca, las relaciones de tres no funcionan. Somos tú y yo. Punto. Dios debe quedar fuera». Él fingió seguirme la corriente. Cuando ya llevábamos dos años saliendo, vino sin avisar una noche a mi casa. Era la primera vez en ese tiempo que vino a mi casa, por lo que pensé: «Hoy lo hacemos». Pero él tenía otras razones muy diferentes en su cabeza y me dijo: «Escucha, Michela, hablé con mi padre espiritual, porque tengo intención de casarme contigo». Y me dijo: «Para mí es importante el sacramento del matrimonio. Nos dan la posibilidad de efectuar un matrimonio mixto donde tu declares ser no creyente, pero yo pueda casarme contigo dentro de la Iglesia». Sólo le puse una condición: «Organiza tú la boda». Pusimos una fecha y él comenzó a organizar todo. Era bonito, porque de verdad es que Luca era un chico fantástico. Pero nunca me llegué a casar con él. Falleció cuatro días antes de la fecha escogida. Poco después de comenzar los preparativos, contrajo el VIH por culpa de una transfusión de sangre contaminada. Ahí entré en contacto con la primera verdad de mí vida. Porque yo, con el dinero, hasta ese día había comprado todo y a todos. Pero descubrí que había una cosa que no podía comprar: la vida de mi novio. Eso para mí fue una derrota. Luca partió para el paraíso cuatro días antes de nuestra boda y ahí se me derrumbó el mundo.

Me enfadé con Dios por haberme quitado a mis padres. Me enfadé con Dios por haber sufrido tanta violencia desde pequeñita. Me enfadé con Dios por la muerte de Luca. La noche de su funeral, me marché a la playa y allí mismo hice un juramento: «Dios, si tú no existes, pasaré toda mi vida diciéndoselo a todo el mundo. Pero si existes de verdad, empeñaré mi vida en destruirte».

Ahí empezó mi guerra con Dios. Para buscar a Dios y saber si existía, me acerqué a varias filosofías. Todo lo que era la New Age y el Reiki. Pero ahí no encontré nada de la presencia de Dios. A todo esto, mi vida era triste y angustiosa. Hasta que un día me propusieron comenzar psicoterapia. Yo pensé que si había probado ya tantas cosas, podía probar eso también. Así que comencé a ir un día a la semana. Poco a poco me iba sintiendo mejor en la consulta de aquella doctora. Empecé a ir en vez de un día a la semana, dos días, luego tres, y acabé teniendo cuatro sesiones semanales con ella. La psicoterapia se convirtió en mi droga. El problema fue que esta doctora era en realidad una sacerdotisa de una de las sectas satánicas más importantes de Italia. Y yo entré a formar parte de ella, de la mano de mi doctora. Pasé ahí dos años de mi vida. Dos años que me llevaron a perder mi dignidad de mujer, mi dignidad de ser humano. Allí he visto muerte y violencia. Llegué a alcanzar la muerte del alma. Me convertí en una auténtica marioneta manejada por manos satánicas.

La noche de Navidad de 1996, durante un rito, me dijeron que existía la posibilidad de ser la sacerdotisa de una secta, en una ciudad de Italia. En ese mundo sólo importa el poder, el tener, por lo que yo acepté, pero para ser la sacerdotisa tenía que afrontar una prueba de filiación, de pertenencia. Me dijeron: «En Roma hay una joven, de nombre Chiara, que ha fundado hace poco tiempo una comunidad. Está muy protegida por la Iglesia y para nosotros es un obstáculo, porque acerca a muchos jóvenes a Dios. Si tú verdaderamente quieres pertenecer a nosotros y tener el poder, debes hacer una cosa: mata a Chiara». Y acepté. La noche del 5 de enero de 1997 partí hacia Roma. Me habían dado toda la información de dónde encontrar a Chiara y yo me dirigí a su casa, a la sede de la comunidad. A las 20.00 horas llegué hasta la puerta y sin dudar, convencida de lo que iba hacer, toqué el timbre. Lo que ocurrió entonces lo tengo que contar desde el testimonio de Chiara, quien no me conocía absolutamente de nada, como es obvio. Chiara cuenta siempre que, en ese momento, en su corazón escuchó una voz, la voz de la Virgen María que le decía: «Abre tú la puerta, que es una hija mía que tiene una gran necesidad». Chiara se levantó, caminó apresurada hasta la puerta a cuyo otro lado la esperaba yo, y cuando abrió la puerta hizo una sola cosa. Me abrazó y me dijo: «Bienvenida, hija mía. Por fin has llegado a tu casa». Ese abrazo cambió mi vida. Fue un abrazo indeleble que llegó a mi corazón. Fue más allá de mi cuerpo, de mis brazos. Yo no pude reaccionar, no pude moverme, no pude hacer nada. Chiara me desarmó absolutamente con ese abrazo, con su mirada. Me llevó dentro, a su pequeña habitación y comenzamos a hablar. Ella me preguntó cómo estaba, y yo sin decir ninguna palabra le entregué el arma con el que la iba a matar. Se lo conté y le dije: «Chiara, para mí ya no hay esperanza». Ella me respondió: «¡Sí, sí que hay esperanza, porque el amor ha vencido a la muerte! ¡Hay esperanza para ti, porque hubo quien dio la vida por ti! ¡Y Jesús te ama!». Yo le contesté: «Chiara, yo les conozco. Sé cómo son. Tengo poco tiempo. Me matarán y te matarán a ti también». «No, Michela –respondió Chiara muy firme-. No lo harán, porque María te quiso en esta casa». Y en aquella casa me quedé”.

miércoles, 8 de mayo de 2024

Ascensión del Señor (B)

12-5-2024                              DOMINGO DE LA ASCENSION (B)

                                                           Hch. 1, 1-11; Sal. 46; Ef. 1, 17-23; Mc. 16, 15-20

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

Dice la segunda lectura de hoy: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo […] ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama. En efecto, hoy celebramos la fiesta de la Ascensión de Jesús a los cielos, y en esta frase se nos dice claramente que nosotros, los hombres, también estamos llamados a subir al cielo. Nuestra estancia en la tierra, en esta vida es algo meramente temporal. Aquí estamos de paso. Esto es como un hotel o una vivienda de alquiler. Nuestra casa permanente no es ésta; es la que está al lado de Dios y de su Hijo Jesús.

            En la homilía de la Ascensión de hoy quiero hablar de los peldaños que nos han de llevar al cielo, al Reino de Dios.

            Hace poco en una conversación de cosas espirituales con una persona, ésta me comentaba su situación personal y yo, queriendo ilustrar cómo veía su vida, le hice una comparación muy gráfica para que fuera consciente de dónde estaba y de cómo vivía. Le decía que él subía las escaleras del bloque en donde tenía su casa. No utilizaba el ascensor, sino las escaleras. Su vivienda estaba, por ejemplo, en el tercero, pero él, subiendo las escaleras, se había instalado en uno de los peldaños de la escalera. Allí había puesto su cama, su ordenador, su cocina, su baño, su sala de estar. Allí dormía, comía y recibía a sus amigos y familiares. Teniendo su vivienda en el tercero, sin embargo, se había instalado en un peldaño entre el primer y el segundo piso y se había quedado a vivir allí.

            Esto que acabo de contar puede parecer una tontería, pero es tan real como el suelo que pisamos o el aire que respiramos o las paredes de esta iglesia o un brazo nuestro… En tantas ocasiones tenemos una vida por delante y nos detenemos en un trozo de terreno, en una afición cualquiera, como si nos fuera la vida en ello. Nos detenemos en unas metas y en unos objetivos planos y parciales. Estamos llamados a vivir en una casa y nos quedamos a vivir en un peldaño de la escalera de la casa. Estamos llamados al vuelo del águila y tenemos alas para ello y, no obstante, quedamos de gallinas escarbando el suelo con nuestros picos y teniendo las alas de adorno. Voy a contaros un cuento que viene de África, concretamente de Ghana. Quizás lo conozcáis ya. Dice así:

“Un día, paseando, un granjero se encontró un huevo de águila y lo llevó a su corral de gallinas. Lo colocó en el nido de una gallina de corral. El aguilucho fue incubado y creció con la nidada de pollos. Y, aunque era un águila real, vivió así…, como si fuera una gallina más del corral. Durante este tiempo, el águila hizo lo mismo que hacían los pollos, pensando que era un pollo. Escarbaba la tierra en busca de gusanos e insectos para comer, piando y cacareando. Incluso sacudía las alas y volaba unos metros por el aire, al igual que los pollos y gallinas. Después de todo, ¿No es así como había de volar un polluelo? En la granja recibió calor y cariño…

Un día el aguilucho divisó muy por encima de él, en el limpio cielo, a una magnífica ave que volaba, elegante y majestuosamente, por entre las corrientes de aire, como flotando entre las nubes del cielo, moviendo apenas sus poderosas alas doradas… La cría de águila la miraba asombrada hacia arriba… ¡le parecía algo tan espléndido aquello de volar…! Y preguntó a una gallina que estaba junto a ella:

– ¿Qué es?

– Es el águila, el rey de las aves, respondió la gallina.

– ¡Qué belleza! ¡Cómo me gustaría a mí volar así…!

– No pienses en ello, le dijo la gallina. Añadiendo: Tú y yo somos diferentes de ella.

De manera que el águila no volvió a pensar en ello. Y siguió creyendo que era una gallina de corral. Un día una pareja de ecologistas visitó al granjero, y al ver a los animales de la granja descubrieron entre las gallinas al aguilucho:

– Tienes un águila entre las gallinas, le dijo la licenciada en ecología al granjero.

– Si, respondió éste, pero es como si fuese una gallina; come, vive como una gallina. Apenas sabe volar”.

Es una pena que Dios nos haya creado con ojos de águila, con alas de águila, con corazón de águila y nos conformemos con vivir a ras de suelo como las gallinas y que llevemos nuestras alas de adorno.

Es una pena que Dios nos dé una casa magnífica para vivir y nos conformemos con estar en el peldaño de una escalera.

Es una pena que Dios nos haya dado un corazón grande para amar y nos conformemos con el peldaño o la gallina de un equipo de fútbol, de un juego de ordenador, de unas fincas, de unos trozos de papel pintados de números, de unos trozos de metal y de caucho (llamados coches)…

Es una pena que tengamos un alma inmortal y creamos cuando nos dicen que la vida se acaba aquí, que muerto el perro, se acabó la rabia. En la segunda guerra mundial, en el desembarco del norte de África de 1943, murió un soldado americano que murió. En un bolsillo de su guerrera se encontró una carta que decía así: “¡Escúchame, Dios mío!, nunca te había hablado; pero ahora quiero decirte: ‘¿Cómo te encuentras? Escucha, Dios mío; me dijeron que no existías y como un tonto me lo creí. La otra tarde, desde el fondo de un agujero hecho por una bomba, vi tu cielo… De pronto me di cuenta de que me habían engañado. Si me hubiera tomado tiempo para ver las cosas que Tú has hecho, me habría dado cuenta de que esas gentes no consentían en llamar al pan, pan y al vino, vino. Me pregunto, Dios, si Tú consentirás en estrecharme la mano… Y, sin embargo, siento que Tú vas a comprender. Es curioso que haya tenido que venir a este sitio infernal antes de tener tiempo de ver tu rostro. Te quiero terriblemente; quiero que lo sepas. Ahora se va a dar un combate terrible. ¿Quién sabe? Puede ser que llegue yo a tu casa esta misma tarde… Hasta ahora nunca habíamos sido camaradas, y me pregunto, Dios mío, si Tú me vas a estar esperando a la puerta. Mira, ¡estoy llorando! ¡Yo, derramando lágrimas! ¡Ah, si te hubiera conocido antes…! ¡Bueno, tengo que irme! Es extraño, pero desde que te he encontrado ya no tengo miedo a morir. ¡Hasta la vista!”

            La Ascensión de Jesús nos invita a levantar los ojos, no sólo de nuestra cara, sino y sobre todo de nuestro corazón y de nuestro espíritu. Puede ser duro y difícil. Quizás nos seamos comprendidos y, en tantas ocasiones, nosotros mismos no nos entenderemos, pero no dejemos que los demás nos convenzan de habitar toda nuestra vida en un peldaño de escalera, de vivir como gallinas (escarbando en el suelo y sin volar). Vivamos como águilas, que es lo que somos, y elevemos nuestras vidas hasta el cielo, hasta Dios, como hizo hoy Jesús hace muchos, muchos años. Él nos espera allí.

jueves, 2 de mayo de 2024

Domingo VI de Pascua (B)

5-5-2024                                DOMINGO VI DE PASCUA (B)

                                         Hch. 10, 25-26.34-35.44-48; Sal. 97; 1 Jn. 4, 7-10; Jn. 15, 9-17

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            En la segunda lectura de hoy y en el evangelio se nos habla de amor. Hoy quisiera predicar un poco del amor, pero de AMOR CONCRETO. Y para ello voy a utilizar un escrito que una persona me ha dirigido hace ya un tiempo. Vamos allá.

“Hubo un acontecimiento que me ocurrió con la madre María, una monja que estuvo en el asilo de X y fue la que me llevó al grupo carismático a X. Cuando la madre María formó un grupo de oración en el asilo la única que sabía las canciones carismáticas era ella. Pero la madre María canta mal y ella lo sabe, mas sin complejos se arma de valor y tira para delante poniendo en su corazón la canción más que en su boca, poniendo más intensidad de amor que de voz y de buen oído, mas con todo algún día era tan discordante su canto que parecía que te dolían los oídos.

Fue entonces que cerré mis ojos y le dije al Señor: ‘¡Cuánto amor hay en este canto y cómo lo disfrutas, Señor, qué bien te suena el vibrar de estas cuerdas de fuego de pasión que sale de un corazón enamorado de Ti!’ Y era entonces, padre, que en mi interior empezaba a sonar la canción bien afinada, como si por fuera el sonido fuese uno y por dentro otro, y por más que de su voz saliesen múltiples desafines, para mi sorpresa, y, además, siempre lo digo: la madre María cantando mal, a mí me enseñaba bien las canciones. Y, ¿cómo puede enseñarte bien las canciones una persona que las canta mal? Pues así era, padre, me las enseñaba bien, porque lo que yo por entonces escuchaba estaba filtrado por el amor y el amor sonaba en mi alma muy afinado.

Y fue así como me aprendí las canciones cantadas por la madre María acompañada del coro de los Ángeles, pero desde dentro, con los oídos de mi alma, no con los de mi cuerpo, que era el que sabía de desafines.

Padre: En el alma pura todo es armonía y alabanza y gloria a Dios y amor… y son los instrumentos de las virtudes y dones los que usan para afinar y armonizar nuestras acciones los mismos ángeles del cielo.

Es un gran misterio escuchar las voces con los oídos de Dios que aprecian el sonido como resonancias de amor que salen vibrando del corazón amante, y es que Dios presta más atención a la potencia de la alabanza que el corazón le eleva, que a la melodía que sale cantada de la boca, que también es don.

Lo que le llega a Dios es el amor con sus delicados y variados sonidos, tantos como personas somos las que nos conformamos para cantar las dulces melodías del amor elevándolas al mismo Amor que Dios es en sí en la acción de su vibrar divino dentro de nosotros.

Mas en nuestra humanidad parecemos finos filtros que pasamos por la vida reteniendo en nuestras cuerdas lo discordante, lo no estético…

El Amor… el amor es la única medida con que debemos medir y ser medidos. 1º Sam 16, 7 dice: ‘La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón’”.

En efecto, lo que esta persona me decía en su escrito es que las canciones cantadas por la madre María SONABAN MUY MAL, MUY DESAFINADAS, ERAN GRITOS QUE HERÍAN LOS OÍDOS, PERO… ESAS CANCIONES ESTABAN CARGADAS Y LLENAS DE FE Y DE AMOR A DIOS. Por eso, sonaban tan bien en los oídos, en el corazón y en el alma de la persona que me escribió. Esta persona veía que la madre María no se buscaba a sí misma, no le daba más quedar mal con su horrible canto y su desafinada voz. No le importaba quedar en ridículo o que se rieran de ella. La madre María sólo amaba a Dios y quería transmitir a los demás ese amor, esa fe, esa alegría interior que llevaba consigo… Y LO CONSEGUÍA. Su canto desafinado tocaba el corazón de los demás y el de Dios.

El amor, nuestro amor nunca debe ser algo etéreo o abstracto o teórico, sino que tiene que ser algo cercano, práctico y CONCRETO. La madre María nos ha enseñado un poco esto. A través de una cosa tan banal, como es un canto, hemos llegado a palpar un amor grande, pero concreto, a Dios y a los demás.

¿Cuáles son algunas de estas características del amor concreto, tal y como nos enseñan las lecturas de la Palabra de Dios del día de hoy?

            - Dice san Juan: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó”. Por lo tanto, la fuente y el origen del amor concreto nunca están en nosotros, sino en Dios. No sucedió que la madre María amara a Dios y Éste le respondiera. NO. Lo que sucedió es que Dios amó a la madre María, ella se sintió amada por Dios y fue ella la que respondió con amor. Ya no le importó el ridículo, ni el quedar mal, ni que la avergonzaran con su mala voz y con su mal oído. Ella sólo buscaba amar a Dios correspondiendo a Su amor primero. Ella sólo buscaba transmitir ese amor a los demás y que los demás conocieran de primera mano y por propia experiencia lo que significaba sentirse amados por Dios.

            - “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Hace unos años, me fui hasta León a ver a mis tíos. A una tía mía le había dado un ictus y estaba paralizada de un lado. No puede hablar y oye malamente. Mi tía se desespera por no poder oír ni hablar ni hacerse entender. Vi a mi tío, su marido, que ha dejado toda su vida: sus aficiones, sus gustos, sus ocios, sus tiempos… para dedicarse por entero a su mujer. Una mujer que no siempre lo trata bien, pero mi tío, fiel y pacientemente, sigue al lado de su mujer. En mi tío se cumple este evangelio, se cumple este amor concreto. Cada uno debe ejercer ese amor concreto en las diversas circunstancias de su vida.

            Hace un tiempo el Papa Francisco ha publicado una Exhortación titulada ‘Gaudete et Exultate’, en la que hace una llamada a vivir la santidad, pero no una santidad grandilocuente y extraordinaria, sino una santidad de andar por casa y pone algunos ejemplos concretos, de santidad concreta, de amor concreto: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, la clase media de la santidad” (n. 7). “Esta santidad a la que el Señor te llama irá creciendo con pequeños gestos. Por ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal de nadie». Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Ese es otro paso” (n. 16).