jueves, 30 de mayo de 2013

Domingo del Corpus Christi (C)



2-6-2013                                            CORPUS CHRISTI (C)
Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            * Celebramos hoy el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¿Qué es, quién es? Parece algo de sobra conocido entre nosotros y, sin embargo, es muy desconocido, tanto a nivel de experiencia como de conocimiento teórico. Pongo algunos ejemplos de este desconocimiento; reales como la vida misma:
            - Hace unos años, en un templo parroquial, un chico preparaba el lugar colocando flores para la celebración de una boda. Estando en la sacristía, el sacerdote le dijo al chico que pusiera un florero al lado del sagrario. Como vio este sacerdote que el chico tardaba en regresar a la sacristía para preparar otro florero, fue el sacerdote hasta el templo y se encontró al chico, con el florero en la mano y en medio de los bancos, buscando el sagrario. El chico no sabía qué era un sagrario ni, por supuesto, dónde podía estar ‘ese sagrario’. Cuando unos días más tarde el sacerdote comentó este incidente con otro chico, éste dijo que él sí sabía qué era el sagrario y dónde estaba, pues él había sido monaguillo durante algunos años. Este segundo chico dijo: ‘¡¡El sagrario es donde el cura guarda el vino de la Misa!!’
            - Hace un tiempo impartí el sacramento de la Confirmación en una parroquia de Gijón. Como llegué con tiempo, me puse a orar antes de la Misa. Esta sentado en un banco y enfrente tenía el presbiterio, el altar y el sagrario. Durante el tiempo que estuve allí veía cómo entraban los confirmandos en la sacristía, a través del presbiterio, para llevar los pinchos y las bebidas para el convite después de la celebración, pero ninguno de ellos saludaba a Cristo que estaba presente en el sagrario. Sí se saludaba al párroco, a los catequistas, al resto de confirmandos, pero no al Cristo eucarístico. Y no lo saludaban por desprecio, sino por no conocerlo; es decir, los que se iban a confirmar no sabían que allí, en el sagrario, estaba Cristo Jesús, el que les enviaría en breves instantes su Santo Espíritu.
- Hace ya un tiempo me pasó el siguiente episodio en la catedral de Oviedo. Estaba ayudando a dar la comunión en la Misa de doce. La última persona que vino a comulgar por mi fila fue un chico sucio y desgreñado; tenía cara de no haber dormido y la lengua azul. Me extrañaron sus formas y su presencia, pero le di la comunión. Luego pensé que quizás ni siquiera se habría confesado. Terminada la Misa de doce, salí al altar para preparar la Misa de una, que yo iba a celebrar. En esto vino el chico anterior con otro vestido de negro y tuvo lugar la siguiente conversación: me dijo el chico de negro ambos habían estado toda la noche de juerga y que, pasando por la plaza de la catedral, le dijo al otro que por qué no entraban en la catedral, ya que nunca habían estado en ella. Así lo hicieron y se colocaron atrás del todo. Estaban en plena Misa de doce y el de negro le preguntó al otro que si ha hecho la 1ª Comunión; éste dijo que no y el de negro le indicó que si quería hacerla que se pusiera a la cola y que comulgase. Y así lo hizo. Todo esto me lo dijeron muy ufanos, porque habían hecho algo bueno y quisieron decírselo al cura. El de negro me dijo que él sí que había hecho la 1ª Comunión con 9 años y que había ido a Misa cuando habían muerto familiares o amigos, pero que no había vuelto a comulgar. Yo les dije que hicieron dos cosas mal (y se quedaron cortados): una fue comulgar sin prepararse y otra comulgar sin confesarse. Les dije también que, si el de negro se confesó para hacer la 1ª comunión y tenía pecados entonces, con 9 años, cuántos más tendría el que hizo la 1ª Comunión con 24 años. Y me dieron la razón (‘Puf, ¡tenemos una cantidad de pecados!’). Les dije que ambos podían hacer la 2ª Comunión y se asustaron porque no sabían que había ‘una 2ª Comunión’; les dije que sí, y que esta vez se preparasen y confesasen. ATENTCION: Entonces le pregunté al que ‘había hecho la 1ª Comunión’ qué había sentido y me dijo que había experimentado una cosa muy buena dentro de sí, pero que no sabía muy bien cómo explicarlo. Al contármelo, sus ojos se llenaron de lágrimas de la emoción. Para terminar me dijeron que se iban a ir por ahí a celebrar que uno ha hecho la 1ª Comunión y no hacían más que darme la mano agradecidos, sobre todo “el de la 1ª Comunión”. Cuando comenté este hecho en la homilía con la gente en la Misa de una, algunos se escandalizaron, pero les dije que se fijaran más bien en la acción de Dios que actuó cuando quiso, en quien quiso y como quiso.
* Vuelvo otra vez al principio de la homilía: Celebramos hoy el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¿Qué es, quién es? El Cuerpo y la Sangre de Cristo es Dios mismo que se nos da. Nos dice el evangelio que acabamos de escuchar: “Jesús se puso a (1) hablar a la gente del Reino de Dios, y (2) curó a los que lo necesitaban […] (3) ‘Dadles vosotros de comer’”. En efecto, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, Jesús es aquel que se preocupa por la gente que tiene hambre y pide a sus discípulos que les demos de comer. El Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, Jesús es aquel que se preocupa de la gente enferma y doliente, y los cura. El Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, Jesús es aquel que se preocupa de enseñar a la gente el camino hacia Dios.
Enseñar. Pero Jesús enseña desde dentro, y no simplemente metiendo unas ideas nuevas en la cabeza. A este chico de la catedral Jesús le enseñó que había una realidad nueva para quien metía su Cuerpo en su boca. Sí, este chico experimentó algo nuevo en su espíritu cuando comulgó, y un gozo saltó en su corazón y unas lágrimas asomaron por sus ojos. A nosotros este hecho del chico de la catedral nos enseña que Dios desborda nuestra imaginación y nuestras normas: un chico sin preparación, sin confesión, lleno de pecados y de modo ‘sacrílego’ (según los parámetros que siempre se nos inculcaron) hizo la 1ª Comunión, sin embargo, percibió en su ser un Algo (Alguien)  maravilloso y seguramente con una fuerza mayor que la mayoría de los que comulgamos aquel día en la catedral de Oviedo, pues muchos pudimos hacerlo de una forma rutinaria y mediocre. De algún modo en este chico se cumplió la parábola de los jornaleros que llegaron a última hora a trabajar y, casi sin esfuerzo, recibieron de Dios el jornal. “Así los últimos serán primeros, y los primeros, últimos” (Mt. 20, 16).
Curar. En esta semana pasada publiqué en el blog la homilía de la Santísima Trinidad y una persona escribió este comentario: Hace tiempo, hablando con D. X de cómo el Señor actuaba en nosotros para que hiciéramos cosas buenas, yo le decía que me resistía a considerar como ‘obra buena’ haber cuidado a una persona muy querida en su enfermedad, ya que en ningún momento me había planteado hacerlo por amor a Dios, sino que lo había hecho por amor a esa persona. La contestación que me dio D. X fue muy bonita: el Señor puso dentro de mí el amor que yo sentía por esa persona y como consecuencia de ese amor que el Señor me regaló, la cuidé. No sé muy bien si ese amor fue un don o un fruto, pero ahora ya tengo claro que TODO es obra de Dios. Una de las formas que tiene Jesús para introducir en nosotros ese amor hacia los demás, por ejemplo, hacia los enfermos es a través de la Eucaristía: por la asistencia a la Misa y por oración-adoración reposada y constante ante el sagrario. Acompañar y amar al enfermo es una forma de sanar al enfermo.
Termino: Decía San Pablo en la segunda lectura: “Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido […] ‘Haced esto en memoria mía’ […] Haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía’”. Celebrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo es vivir esta realidad que nos alimenta, que adoramos y que compartimos con los demás cristianos al modo de Jesús: 1) dando de comer y asistiendo a los que no tienen de qué vivir, 2) acompañando y sanando con nuestro cariño y presencia a los que están enfermos, y 3) mostrando-enseñando a los que nos rodean la alegría de la salvación de Dios en nosotros. Si lo hacemos así, entonces en verdad estaremos haciendo lo que nos mandó Jesús ‘en memoria suya’.

jueves, 23 de mayo de 2013

Domingo de la Santísima Trinidad (C)



26-5-2013                               SANTISIMA TRINIDAD (C)

Homilía del Domingo de la Santísima Trinidad (C) from gerardoperezdiaz on GodTube.

Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            En el día de hoy celebramos la festividad de la Santísima Trinidad y he pensado en seguir profundizando en el Espíritu Santo. En efecto, el domingo pasado, Pentecostés, os hablaba de los dones del Espíritu y hoy quiero hablaros de los frutos del Espíritu. Decía Jesús: “Por sus frutos los conoce­réis”. “Si un árbol es bueno, dará fruto bueno; pero si un árbol es malo, dará fruto malo. Porque el árbol se conoce por el fruto” (Mt. 12, 33).
            Mucha gente cree que no es mala, porque no tiene pecados. Así se mide uno en el mundo, pero ante Dios uno se mide de otra manera. Jesús no mira si no tenemos pecados; Él mira más bien si tenemos obras buenas. Por eso, si cualquiera de nosotros desea saber si es bueno ante Dios, no mire las cosas malas que no tiene, sino las cosas buenas que tiene. ¿Y cuáles son esas cosas buenas? Pues son los frutos del Espíritu Santo.
            La tradición de la Iglesia enumera doce frutos del Espíritu, los cuales están tomados en gran medida de una carta de San Pablo a los Gálatas, que dice así: “Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Ga 5,22-23). Y hemos de saber que estos frutos, más que consecuencias de nuestro esfuerzo, son regalos de Dios, del Espíritu de Dios y, cuanto más cerca estamos de Él, más profundamente están los frutos en nosotros. Vamos ahora a ir examinando algunos de los frutos del Espíritu… hasta donde lleguemos.
            - El amor es el primero entre los frutos del Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque Dios es amor. Dad a un hombre el imperio del universo con la autoridad más absoluta que sea posible; haced que posea todas las riquezas, todos los honores, todos los placeres que se puedan desear; dadle la sabiduría más completa que se pueda imaginar; añadidle el poder de hacer milagros: que detenga al sol, que divida los mares, que resucite los muertos, que participe del poder de Dios en grado tan eminente como queráis, que tenga además el don de profecía, de discernimiento de espíritus y el conocimiento interior de los corazones. El menor acto de amor que haga, valdrá mucho más que todo eso, porque ese acto de amor lo acerca y lo hace semejante al Supremo bien. Sólo Dios es bueno, sólo de Dios procede lo bueno, y lo mejor que existe en la tierra y en el cielo es el amor: Amor a Dios, amor los otros, amor a uno mismo, amor a las criaturas. Si en vosotros encontráis este amor, entonces es que sois un árbol bueno y tenéis en vosotros el mejor de los frutos del Santo Espíritu de Dios.
            - La alegría es uno de los indicativos más fuertes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Los problemas nos han desaparecido, las circunstancias negativas siguen siendo las mismas, pero la perspec­tiva es otra muy distinta. "Por lo demás, hermanos míos, mante­neos alegres, como cristianos que sois" (Flp. 3, 1). Decía San Juan Crisóstomo: “Los seguidores de Cristo viven contentos y alegres, y se gozan de su pobreza más que los reyes de su corona”. Decía San José María Escrivá: “¿No tienes alegría? Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. Casi siempre acertarás”.
            - La mansedumbre y la paciencia. Ésta es el amor que comprende a las personas difíci­les o inmaduras, y que nos da esperanza en situaciones difíciles. Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y es propio de la virtud de la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta para rechazar el mal presente. El esfuerzo humano por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes requiere un combate que requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios. Pero, cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar tristeza. Así los mártires se regocijaban con la noticia de las persecuciones y a la vista de los suplicios. Cuando la paz está bien asentada en el corazón, no le cuesta a la mansedumbre someter los movimientos de cólera. Cuando el Espíritu Santo toma posesión de una persona, aleja de ella la tristeza y la cólera.
            - La perseverancia. La perseverancia nos ayuda a mantenernos fieles al Señor a largo plazo. Impide el aburrimiento, la rutina, la desesperanza y la pena que provienen del deseo del bien que se espera y que no acaba de llegar, o del mal que se sufre. La perseverancia hace, por ejemplo, que al final de un tiempo consagrado a la virtud seamos más fervorosos que al principio.
            - La bondad y generosidad que nos hace ser desprendidos de lo nuestro: de nuestras cosas y de nuestras personas. La bondad es un fruto que mira al bien del prójimo. Por ello, quien es regalado con este fruto se siente inclinado a ocuparse de los demás y a que los demás participen de lo que uno tiene, pues lo ha recibido de Dios y no es propietario, sino administrador. Es bondadoso quien pone por obra aquellas palabras de despedida de S. Pablo a los responsables de la comunidad de Efeso: "En todo os he hecho ver que hay que trabajar así para socorrer a los necesitados, acordándonos de las palabras del Señor Jesús: 'Hay más alegría en dar que en reci­bir'" (Hch. 20, 35).
            - La fe, como fruto del Espíritu Santo, es la aceptación de todo lo que nos es revelado por Dios, es la firmeza para afianzarnos en ello, es la seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto a las materias de la fe. No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar conclusiones y responder coherentemente. Por ejemplo, la fe nos dice que Nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos. De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo a menudo en la Santa Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto el principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades. Pero, cuando nuestro corazón esta dominado por otros intereses y afectos, nuestra voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos, pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Hacemos una dicotomía entre la "vida espiritual" (algo solo mental) y nuestra "vida real" (lo que domina el corazón y la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los afectos piadosos. Si nuestra voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y perfecta.
            - La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente. Nuestro espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando par todos lados, apegándose a toda clase de objetos y charlando sin cesar. La modestia lo detiene, lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser la mansión de Dios: el don de presencia de Dios. Ésta sigue rápidamente al fruto de modestia. La presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios y darse cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo que pasa en ella con más claridad que vemos los colores a la luz del mediodía. La inmodestia es señal de un espíritu poco religioso.
            - El dominio de sí mismo es un fruto del Espíritu Santo que nos hace ser libres de los instintos animales y ciegos como la ira, la rabia, la gula, la lujuria. Mediante esta virtud el hombre se convierte realmente en el señor de la crea­ción y de las cosas creadas, sujetando su voluntad a la voluntad divina.

jueves, 16 de mayo de 2013

Domingo de Pentecostés (C)



19-5-2013                               PENTECOSTES (C)

Homilía del Domingo de Pentecostés (C) from gerardoperezdiaz on GodTube.

Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:
            Cuando rezamos el Credo decimos que creemos en Dios Padre, en el Hijo (Jesucristo) y en el Espíritu Santo. En el día de hoy: domingo de Pentecostés, celebramos la venida del Espíritu Santo a los apóstoles y, a través de ellos, a toda la Iglesia.
            Es muy poco lo que se habla del Espíritu Santo y ¡tanto lo que se puede decir de Él! Hoy profundizaremos un poco en este misterio del que depende nuestra vida de fe. En la segunda lectura nos dice San Pablo que “nadie puede decir ‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Parece una tontería, pues todos podemos decir: ‘Jesús es Señor’, pero San Pablo no se refiere únicamente a mencionarlo o expresarlo con nuestros labios, sino sobre todo a decirlo con todo nuestro ser. O sea, lo que quiere decir San Pablo es que nadie puede creer en Jesús como Dios y como Señor, sino es porque el Espíritu Santo nos da la fe para decirlo, para creerlo y para vivirlo.
            Supongo que habréis oído hablar de los dones que uno recibe con el Espíritu Santo. Cuando los apóstoles estaban reunidos en el día de Pentecostés, varias lenguas de fuego se posaron sobre ellos. En esas lenguas de fuego recibían el Espíritu Santo y sus dones. Estos permiten a los cristianos secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo al modo divino. Por lo tanto, los dones del Espíritu son infundidos por Dios. El creyente no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas, ya que estos transcienden infinitamente todo el orden puramente natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia, y son incompatibles con el pecado mortal. Con estos dones el Espíritu Santo rige y gobierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es la razón humana la que manda y gobierna; es el Espíritu Santo mismo, quien actúa como motor y causa principal única de nuestros actos virtuosos, poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.
Y ahora vamos a hablar de los dones que el Espíritu nos otorga. Ya sabéis que son siete:
- Don de sabiduría. La sabiduría es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso, que es propio de Dios. Este conocimiento está impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad con las cosas divinas y gusta ya en la tierra de ellas. Con este don se es capaz de juzgar las cosas, los acontecimientos y las personas según la medida de Dios. Por otra parte, con esta sabiduría se sabe en cada momento lo que se tiene que hacer para agradar a Dios,
- Don de entendimiento o de inteligencia. Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas. La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", penetrar, comprender a fondo. Esta inteligencia sobrenatural se da, no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores y a los fieles, que de este modo poseen el sentido de la fe.
- Don de consejo. Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que conviene más al alma. El Espíritu de Dios enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos.
- Don de fortaleza. Es la fuerza sobrenatural que Dios nos otorga para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente, y nos ayuda a superar los miedos, la cobardía, la rutina y el cansancio.
En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. Este don de la fortaleza encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica, tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y servil con los poderosos, pero prepotente con los indefensos. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
- Don de ciencia. Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. El hombre contemporáneo, en virtud del desarrollo de las ciencias, corre el riesgo de absolutizar las cosas de este mundo y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo. Gracias al don de ciencia, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida. Así logra ver las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Además, el hombre con este don descubre la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación.
- Don de piedad. Este don sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración y nos da una profunda confianza en Dios. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Así se da en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. Por esto el cristiano se siente impulsado a tratar a los demás con la amabilidad propia de una relación fraterna. El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.
- Don de temor de Dios. Se trata del temor a ofender a Dios y humildemente reconociendo nuestra debilidad. El creyente se preocupa de no disgustar a Dios, de "permanecer" y de crecer en la caridad. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón humillado». Este temor no excluye el miedo que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos.
¡Ven, oh Santo Espíritu, y concédenos tus siete dones, ahora y por siempre! AMEN

jueves, 9 de mayo de 2013

Domingo de la Ascensión del Señor (C)



12-5-2013                               DOMINGO DE LA ASCENSION (C)

Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            Hoy celebramos una de las afirmaciones del Credo: Jesús “subió a los cielos”. Es decir, celebramos la ascensión de Jesucristo, en cuerpo y alma, a los cielos. ¿Y qué significa esto? ¿Nos afecta a nosotros de alguna manera? Hemos de escuchar atentamente todo lo que Jesús nos dice y ver lo que hace, pues de Él aprendemos a cada instante.
            - Supongo que os acordáis del cuento del patito feo: Una familia de patos había tenido patitos y todos eran blancos e iguales, menos uno. Éste era distinto físicamente a los otros y sus ‘hermanos’ se burlaban de él y le hacían la vida imposi­ble. Este patito feo lo pasaba muy mal al verse desplazado. Los padres del patito feo trataban de darle todo su amor, pero aún así el pobre patito feo sufría mucho al verse despreciado por sus propios ‘hermanos’ y por el resto de la bandada de patos con la que estaba. Pasado el tiempo aquel patito feo creció, como el resto de sus hermanos y como el resto de los otros patitos de la bandada, y se hizo el más hermoso de todos, pues no era verda­deramen­te un pato, sino un cisne.
            A medida que va transcurriendo la vida me estoy dando cuenta que nuestra existencia, en tantas ocasiones, se parece a este cuento del patito feo: podemos llevar palos o sentir desprecios o indiferencia de los demás en diversos momentos de nuestra vida. En sí mismo, no es bueno recibir esos desprecios o indiferencia de otros (y mucho menos es bueno el hacerlo sobre los demás), pero sí es cierto que estos hechos forman parte de nuestra vida y de la vida de quienes nos rodean. Por lo tanto, hemos de aprender a integrarlos en nuestras personas: no con complejos de inferioridad, ni con resentimientos o amarguras, ni tampoco con la ira de la venganza[1]. Si logramos integrar -no digo que sea fácil- esos desprecios e indiferencias con los que nos encontramos en cada momento de nuestra existencia y no devolver mal por mal, o desprecio por desprecio, entonces podremos romper la espiral y la cadena de maldad en nosotros y en los que nos rodean. Podremos ser personas sanas interiormente y no buscar venganza ni transmitir amargura o resentimiento.
            Hace un tiempo me encontré con una oración a Dios que hizo el general Mc. Arthur (el cual combatió en la segunda Guerra Mundial) y viene bien para el tema que estamos comentando. Dice así: “Dadme ¡oh Señor¡ un hijo y que sea lo bastante fuerte para saber cuándo es débil y lo bastante valeroso para enfrentarse consigo mismo cuando sienta miedo. Dadme un hijo que nunca doble la espalda cuando debe erguir el pecho; un hijo que sepa conocerte a Ti y conocerse a sí mismo, que es la piedra fundamental de todo conocimiento. Condúcelo, te lo ruego, no por el camino fácil, sino por el camino áspero, aguijoneado por las dificultades y los setos. Allí déjale aprender a sostenerse firme en la tempestad y a sentir compasión por los que fallan […] Entonces, yo, su padre, me atreveré a murmurar: ‘no he vivido en vano’”.
- En definitiva, de lo que os estoy hablando es de la resiliencia: una virtud muy necesaria para vivir y convivir. Creo que este concepto surgió al constatar cómo algunas personas que habían sufrido muchísimo (por ejemplo, en los campos nazis de concentración o niños que habían pasado por orfanatos horrendos) eran, sin embargo, capaces de sobreponerse y llevar después una vida normal y equilibrada. La resiliencia sería, por tanto, la capacidad para afrontar la adversidad y lograr adaptarse bien ante las tragedias, los traumas, las amenazas o el estrés severo. Ser resiliente no significa no sentir malestar, dolor emocional o dificultad ante las adversidades. La muerte de un ser querido, una enfermedad grave, la pérdida del trabajo, problemas financieros serios, etc., son sucesos que tienen un gran impacto en las personas, produciendo una sensación de inseguridad, incertidumbre y dolor emocional. Aún así, hay personas que logran sobreponerse a esos sucesos y adaptarse bien a lo largo del tiempo. Pero, ¿cómo lo hacen?
El camino que lleva a la resiliencia no es un camino fácil. La resiliencia no es algo que una persona tenga o no tenga, sino que implica una serie de conductas y formas de pensar que cualquier persona puede aprender y desarrollar. Las personas resilientes poseen tres características principales: 1) saben aceptar la realidad tal y como es; 2) tienen una profunda creencia en que la vida tiene sentido; y 3) tienen una inquebrantable capacidad para mejorar. Además, estas personas presentan las siguientes habilidades: * Son capaces de identificar de manera precisa las causas de los problemas para impedir que vuelvan a repetirse en el futuro. * Son capaces de controlar sus emociones, sobre todo ante la adversidad y pueden permanecer centrados en situaciones de crisis. * Saben controlar sus impulsos y su conducta en situaciones de alta presión. * Tienen un optimismo realista. Es decir, piensan que las cosas pueden ir bien, tienen una visión positiva del futuro y piensan que pueden controlar el curso de sus vidas, pero sin dejarse llevar por la irrealidad o las fantasías. * Se consideran competentes y confían en sus propias capacidades. * Son empáticos. Es decir, tienen una buena capacidad para leer las emociones de los demás y conectar con ellas. * Son capaces de buscar nuevas oportunidades, retos y relaciones para lograr más éxito y satisfacción en sus vidas.
            - Para los que somos creyentes sabemos que la resiliencia es una tarea, pero sobre todo es un don-regalo de Dios. Sin Él nada podemos. Jesús es nuestro modelo y maestro en todo, y en esto también: En la última etapa de la vida de Jesús todo el mundo se burlaba de él, le escupían, le mal­trataban, le tenían por un malhechor y, finalmente, fue ajusticiado en una cruz. Al cabo de tres días resucitó y 40 días después de su resurrección ascendió a los cielos. Dios Padre lo atrajo hacia sí y lo sentó a su derecha. A nuestros ojos, aquel espantajo de hombre colgado de la cruz, se nos presenta, como en el cuento, como ese patito feo despreciado por los hombres, pero al que Dios convirtió en un hermoso cisne, el más hermoso de todos. En efecto, Jesús, como el cisne del cuento, no se ensaña desde su situación privilegiada (desde el cielo) para machacar ni vengarse de los hombres que no le hicieron caso, que le hicieron daño, sino que extiende sus alas grandes y fuertes para recogernos a todos y llevarnos con Él. Los cristianos debemos ser personas con esperanza en todas las ocasiones.
            La persona resiliente, o hablando en cristiano, la persona que ha sido redimida y resucitada y en esta vida por Jesús es inmune a todo deseo de venganza, a toda amargura y a todo resentimiento. Es más, el cristiano transfigurado por Cristo Jesús ya en esta vida es un hombre lleno de la alegría del mismo Jesús. Por eso nos decía el salmo que acabamos de escuchar: Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo”. Y en el mismo evangelio se nos habla de la alegría de los apóstoles después de la Ascensión de Jesús a los cielos: “Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría”.


[1] He leído que, con frecuencia, los más dañinos con las novatadas que se hacen en el ejército o en el tiempo de estudios podían ser aquellos que más sufrieron con ellas.