miércoles, 29 de julio de 2020

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (A)

2-VIII-2020                XVIII DOMINGO TIEMPO ORDINARIO (A)
Queridos hermanos:
            El evangelio de hoy nos presenta a un Jesús muy preocupado por las diversas necesidades de los hombres: 1) Las enfermedades. “Al desembarcar vio Jesús al gentío, le dio lástima y curó a los enfermos”. 2) El hambre. Los discípulos se dieron cuenta que la gente tenía hambre y Jesús hizo el milagro de multiplicar cinco panes y dos peces, y con ello dio de comer a cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. “Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras”.
            Jesús ve y sabe que hoy día hay hombres, mujeres y niños que tienen necesidades, toda clase de necesidades, y nos dice a nosotros, sus discípulos: “Dadles vosotros de comer”. Sí, vosotros que comisteis, “dadles vosotros de comer”. Sí, vosotros que tenéis, “dadles vosotros de comer”.
            Pero, ¿hay hoy día necesidades?  Hace unos años, durante la crisis económica de 2008 a 2012 se hacían diversas entrevistas en los medios de comunicación social. Yo fui testigo de que se preguntaba a la gente cómo iba llevando la crisis económica entonces. Unos contaba una cosa y otros otra, pero un día me sorprendió una persona que contestó: ‘¿Crisis, qué crisis?’ Aquí se hace realidad aquel refrán que dice: Cada uno cuenta la feria, según le va en ella.
            En este año 2020 en que nos encontramos pienso que, quien niegue la crisis sanitaria y económica por la que estamos pasando, o está muy ciego o es un gran egoísta e insolidario.
            Ya lo sabemos. Yo solo recuerdo algunos datos: mucha gente está consumiendo sus ahorros en estos meses; mucha gente no trabaja y cobra del paro o de los ERTEs; mucha gente ha solicitado el Ingreso Mínimo Vital recientemente aprobado; varias empresas están cerrando en España. Alcoa, Nissan…; en cuanto se suspendan los ERTEs, muchas empresas cerrarán y sus trabajadores engrosarán las cifras del paro; hay más gente pidiendo por las calles y viniendo a Caritas y otras ONGs a pedir ayudas[1]… Y esto solamente en España. En otros sitios está la situación mucho peor, como en Latinoamérica.
            Ciertamente, Jesús nos dice que no solo de pan vive el hombre (Mt. 4, 4), pero es claro que el evangelio de hoy se refiere a necesidades materiales y vemos cómo Jesús las satisface.
Por todo esto y por muchos más casos a lo largo de todo el mundo, incluso a la vuelta de la esquina de nuestras casas, Jesús nos dice hoy y siempre: Sí, vosotros que comisteis, “dadles vosotros de comer”. Sí, vosotros que tenéis, “dadles vosotros de comer”. Es imperioso que demos de lo que tenemos, que nos desprendamos de lo que tenemos. Lo que tenemos no es nuestro. Es de Dios. Dios es el auténtico propietario de lo que tenemos: de nuestras casas, de nuestro coches, de nuestra ropa, de nuestros dineros, de nuestros ordenadores… Nosotros somos solo administradores de lo que tenemos. El propietario es Dios.
Tengo miedo que, nosotros que comemos todos los días y que tenemos lo suficiente para subsistir, estemos llenos de egoísmo, de soberbia, de dureza de corazón. Tengo miedo que, nosotros que comemos todos los días y que tenemos lo suficiente para subsistir, estemos ciegos e insensibles ante las necesidades de los demás, sean estos de lejos o de cerca. Tengo miedo que en nosotros se cumpla el evangelio de Cristo Jesús: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y su ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber…” (Mt. 25, 41-42). Tengo miedo que, pudiendo vivir en el Cielo de Dios, vivamos en el Infierno de nuestro egoísmo.
Ilustro esta última idea narrando un cuento precioso:
            “En aquel tiempo, un discípulo preguntó a su maestro. –Maestro, ¡cuál es la diferencia entre el cielo y el infierno? Y el maestro respondió: -Es muy pequeña, y sin embargo de grandes consecuencias. Vi un gran monte de arroz cocido, listo para comer. A su alrededor había muchos hombres casi a punto de morir de hambre. No podían aproximarse al monte de arroz, pero tenían en las manos unos palillos de dos o tres metros de longitud. Es verdad que podían coger el arroz, pero no conseguían llevárselo a la boca, porque los palillos eran demasiado largos. De este modo, hambrientos y moribundos, juntos pero solitarios, permanecían padeciendo un hambre eterna delante de una abundancia inagotable. Y eso era el Infierno.
Vi otro gran monte de arroz cocido y preparado como alimento. Alrededor había muchos hombres, hambrientos pero llenos de vitalidad. No podían aproximarse al monte de arroz, pero tenían en las manos unos palillos de dos o tres metros de longitud. Llegaban a coger el arroz, pero no conseguían llevárselo a la boca, porque los palillos eran demasiado largos. Pero, en vez de utilizar los largos palillos para llevarse el arroz a su propia boca, los usaban para servirse unos a otros. Y así aplacaban su hambre insaciable en una gran comunión fraterna, cercana y solidaria, gozando a manos llenas de los hombres y de las cosas, en casa. Y eso era el Cielo.
Cristo nos dice una vez más: “Dadles vosotros de comer”. Solo así podremos estar en el Cielo.

[1] Esta semana vi un artículo de una persona que fue voluntaria en Caritas y desde mayo acude allí para poder comer: https://www.elconfidencial.com/espana/2020-07-27/nueva-pobreza-covid-caritas_2694284/

miércoles, 22 de julio de 2020

Domingo XVII Tiempo Ordinario (A)

26-7-20                       DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO (A)
Queridos hermanos:
La primera lectura comienza hoy con estas palabras: “El Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo: ‘Pídeme lo que quieras’”. ¿Qué le pedimos hoy a la vida? Por lo visto, parece que los reyes en tiempos de Salomón pedían a sus dioses larga vida, muchas riquezas y vencer en todas las batallas contra sus enemigos. Pero, ¿qué pediríamos hoy a la vida? En lo que conozco del corazón humano creo que hoy básicamente se pide salud; trabajo; tranquilidad y paz; buenos amigos; una casa con la hipoteca pagada; unas vacaciones para conocer un lugar maravilloso; el amor de un hombre o de una mujer; el amor de los hijos; el reconocimiento de los demás; que se acaben nuestros problemas más acuciantes; un poco de dinero para pagar las deudas, para dar algunas limosnas y para tener algo de “colchón” para cuando surjan diversas necesidades…
Pues bien, también hoy el Señor se nos aparece a cada uno de nosotros y nos dice: “Pídeme lo que quieras”. ¿Qué podemos nosotros al pedir al Señor? (No a la vida, sino al Señor). Para dar esta respuesta podemos pensar desde un punto de vista humano. De hecho, hay una película norteamericana en la que el protagonista se queja ante Dios de lo que mal que va el mundo o de lo mal que le van las cosas, y Dios le contesta a sus quejas otorgándole a él todo el poder divino para que arregle los desaguisados que, según el protagonista, hay en el mundo. El resultado es tremendo. Por tanto, repito: ¿qué le pediríamos hoy día al Señor? ¿Lo mismo que más arriba se ha dicho que podíamos pedir a la vida?
Veamos qué le pidió Salomón a Dios: “Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien”[1]. Pedir esto es darse cuenta de que este corazón y este discernimiento es el tesoro escondido y la perla fina de gran valor de que nos hablaba Jesús en el evangelio. Y parafraseando la tercera parábola que nos cuenta Jesús hoy, podemos decir que en nuestra vida “pescamos” muchas cosas; muchas cosas caen en nuestras redes y tenemos que sentarnos después para examinar lo que hay dentro de las redes. Los pescadores examinan todos los peces y “reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran”. El acto de sentarse ante las redes llenas y examinar lo que hay dentro y distinguir lo bueno de lo malo, lo conveniente de lo posible… es lo que se denomina el DISCERNIMIENTO.
¿Qué difícil es discernir lo que es de Dios y lo que no es de Dios? Lo que no es de Dios siempre es malo, aunque nos parezca bueno; y lo que es de Dios siempre es bueno, aunque nos parezca malo o inconveniente o imposible. Voy a poner un ejemplo, que puede ser real como la vida misma, y en el que hay que hacer un acto de discernimiento para conseguir el bien final. El ejemplo está retratado en un cuento. Se trata del cuento de la vaca. “Un maestro de la sabiduría paseaba con su discípulo por un bosque cuando vieron una casa bastante pobre. Se acercaron y vieron que la casa la habitaba un matrimonio y tres hijos, los cuales iban descalzos y todos muy pobremente vestidos. Entonces el sabio preguntó al padre: ‘En este lugar no existen posibilidades de trabajo. ¿Cómo hacéis tú y tu familia para sobrevivir aquí?’ El hombre respondió: ‘Nosotros tenemos una vaca que nos da varios litros de leche al día. Una parte la vendemos o la cambiamos en la ciudad vecina, y con la otra parte producimos queso, manteca… para nuestro consumo, y así es como vamos sobreviviendo’. El sabio agradeció la información, contempló el lugar durante un momento, se despidió y se fue. En mitad del camino, se volvió hacia su discípulo y le ordenó: ‘Busca la vaca, llévala al precipicio que hay allí adelante y tírala’. El joven miró espantado a su maestro, y le discutió la orden, porque la vaca era el único medio de subsistencia de aquella familia. Pero, al ver el silencio absoluto de su maestro, el novicio cumplió temeroso la orden. La escena de la vaca muerta al fondo del barranco se le quedó grabada en su memoria. Pasado un tiempo, como unos cuatro años, este joven dejó a su maestro y decidió ir al encuentro de aquella familia y confesar su delito. Al acercarse vio que todo había cambiado: había una buena casa, un automóvil nuevo a la puerta… El joven se sintió triste y desesperado, imaginando que aquella humilde familia había tenido que vender el terreno para sobrevivir. Entonces aceleró el paso y habló con un hombre que estaba delante de la puerta de la casa y le preguntó por la familia que vivió allí hacía ya cuatro años. El hombre aquel le contestó que eran ellos mismos la familia por quien preguntaba, y el joven vio que efectivamente era así al mirar a los otros miembros de la familia. Entonces les interrogó: ‘¿Cómo hicisteis para mejorar este lugar y cambiar vuestra vida?’ El padre respondió: ‘Nosotros teníamos una vaca, pero un día se cayó por el precipicio y se murió. Desde ese momento nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos’”.
            Sí, cuatro años antes el joven discípulo hizo un acto de discernimiento y pensó que lo mejor era dejar a aquella gente con su vaca y su pobreza. ¡Al menos que tuvieran la vaca! El maestro, sin embargo, hizo otro acto de discernimiento y sólo vio comodidad, pereza y cobardía en aquella familia. Por eso, les quitó de un golpe la vaca y les obligó a salir de su mundo encerrado y abrirse, y eso les supuso vida y una vida mejor, aunque al principio lo tuvieron que pasar muy mal cuando descubrieron la vaca muerta y empezaron a pasar hambre.
            En definitiva, pidamos al Señor, como Salomón, ese corazón dócil a Dios y ese discernimiento entre el bien y el mal, entre lo que es de Dios y lo que no es de Dios. Si esto nos es concedido por Dios, sí que encontraremos el auténtico tesoro y la auténtica perla fina de gran valor.

[1] Por cierto, falta hace que Dios otorgue los gobernantes, de cualquier signo político y de cualquier país o región, este corazón y este discernimiento entre el bien y el mal.