jueves, 26 de enero de 2023

Domingo IV del Tiempo Ordinario (A)

29-1-23                          DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO (A)

Sof. 2, 3;3, 12-13; Slm. 145; 1 Cor. 1, 26-31; Mt. 5, 1-12a

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            ¡Cuánto me gustan las cartas de san Pablo! ¡Qué riqueza hay en ellas! Ved qué gozada en el siguiente texto, que está tomado de la segunda lectura de hoy: “Fijaos en vuestra asamblea, hermanos, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor […] Y así -como dice la Escritura- ‘el que se gloríe, que se gloríe en el Señor’”. Realmente en nuestras Misas no hay gente demasiado importante a los ojos del mundo. La mayoría “peinamos” canas y calvas. Tantas veces nos dicen que a la Misa y a la Iglesia solo vienen aquellos que no tienen estudios universitarios, pues los que están más formados no se dejan embaucar como pardillos por los curas. Por lo visto, esto mismo pasaba al inicio del cristianismo, según nos narra san Pablo en esta carta; es decir, mayoritariamente se apuntaban a seguir a Jesucristo los esclavos y lo más bajo de la sociedad romana.

            Miremos ahora para nosotros… No somos los más listos, ni los más ricos, ni los más poderosos, ni los más sanos. Tampoco somos los más santos o los más buenos. ¡Dejamos tanto que desear en nuestra vida y en nuestro comportamiento diario! Por eso, como dice san Pablo, ninguno de nosotros podemos gloriarnos, o sea, presumir o alardear delante de Dios o de los demás. Por ello, san Pablo cierra el párrafo de su carta con una cita del Antiguo Testamento: “Y así -como dice la Escritura- el que se gloríe, que se gloríe en el Señor’.” Investigando en la Biblia he descubierto que estas palabras están tomadas del profeta Jeremías (uno de mis preferidos). Y veo que el texto completo del profeta Jeremías citado por san Pablo dice así: “Así habla el Señor: Que el sabio no se gloríe de su sabiduría, que el fuerte no se gloríe de su fuerza, ni el rico se gloríe de su riqueza. El que se gloría, que se gloríe de esto: de tener inteligencia y conocerme. Porque yo soy el Señor, el que practica la fidelidad, el derecho y la justicia sobre la tierra. Sí, es eso lo que me agrada, –oráculo del Señor–” (Jer. 9, 22-23).

            Efectivamente, no podemos ni debemos gloriarnos de saber, porque siempre hay quien sabe más que nosotros y porque no sabemos más que un poquito en un universo de saber. Recuerdo que, cuando estaba haciendo mi tesis doctoral en Roma, me dijo un sacerdote mayor que mi tesis sería como la cabeza de un alfiler en medio del universo. Vamos… que no me creyera nada ni nadie por ser doctor en Derecho Canónico.

            Tampoco podemos ni debemos gloriarnos en nuestra fuerza, porque siempre habrá alguien más fuerte que nosotros mismos y, además, esta fuerza nuestra se va perdiendo con el paso del tiempo. ¡Cuántas veces me decía gente que apenas podía caminar o que se fatigaba de subir dos peldaños de una escalera: ‘Ay, con lo que yo corría y andaba y subía y bajaba…!’ O ante una gripe o un virus gastrointestinal quedamos “para el arrastre”. ¡Y es que somos tan poca cosa…!

            Y del mismo modo no podemos gloriarnos de nuestra riqueza, porque siempre hay gente más rica que nosotros. Leía hace un tiempo en una revista que “el Pocero”, el que hizo esa macrociudad en el pueblo de Seseña (creo que en la provincia de Toledo) de unas 13.000 viviendas estaba en un gran apuro financiero, pues acabó las viviendas justo cuando surgió la crisis inmobiliaria en España y, o no vendía lo que construyó, o los pisos que había vendido sobre el papel, la gente ya no podía hacer frente a ello por las subidas del tipo de interés bancario y por la pérdida de sus trabajos. Total: “el Pocero” tenía una deuda millonaria con los bancos, pues pidió créditos para construir la urbanización y vendió… nada y los intereses corrían y los plazos de pago también. Asimismo, ¡cuánta gente perdió millones de sus ahorros de años en dos meses (hacia 2008) de caída de las bolsas mundiales!

            Entonces, ¿en qué hemos de gloriarnos, Señor, si no lo hemos de hacer ni en nuestra sabiduría, ni en nuestra fuerza, ni en nuestra riqueza? Y nos contesta el Señor por medio de san Pablo: “El que se gloríe, que se gloríe en el Señor.”  En efecto, solo el Señor merece la pena. Solo el Señor nos ama y nos acepta tal y como somos: ricos o pobres, jóvenes o viejos, tontos o listos, sanos o enfermos, santos o pecadores, fuertes o débiles.

La persona que tiene experiencia auténtica de Dios solo se gloría de la sabiduría que procede de Dios. Con Dios descubrimos de verdad lo que vale en toda ocasión y circunstancia. Con Dios priorizamos realmente lo que es importante y no nos perdemos en tonterías. Con Dios no admitimos la vana y vacía gloria que nos procuramos unos hombres a otros.

La persona que tiene experiencia auténtica de Dios solo se gloría de la riqueza que procede de Dios. La otra riqueza puede perderse, puede ser robada o apolillarse y, además, hay que dejarla aquí al salir de este mundo. ¿No veis cómo los faraones de Egipto se enterraban con todas sus riquezas y éstas eran robadas con el paso de los siglos y a ellos no les aprovechaban en nada, pues estaban podridos y deshechos? Hace un tiempo salía en los medios de comunicación que un hombre, al que le habían tocado 25 millones de euros en una lotería, estaba dispuesto a regalarlos a quien le curara de un aneurisma. Veis, este hombre sabe que, en caso de enfermedad, no se puede uno gloriar en la riqueza de oro, petróleo, dólares, euros, diamantes, casas, coches… que ofrece este mundo.

La persona que tiene experiencia auténtica de Dios solo se gloría en la fuerza que procede de Dios. Así hicieron tantos mártires a lo largo de la historia, como san Lorenzo, como san Pedro y san Pablo, como santa Eulalia de Mérida, etc. Dios no nos da fuerza bruta para avasallar a los demás, sino fortaleza interior y un sentido a nuestra vida para luchar por Él y por los demás.

Por todo esto dice san Pablo, el cual sí que tenía auténtica experiencia de Dios: “El que se gloríe, que se gloríe en el Señor”.

jueves, 19 de enero de 2023

Domingo III del Tiempo Ordinario (A)

22-1-2023                   DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO (A)

Is. 9, 1-4; Slm. 26; 1 Cor. 1, 10-13.17; Mt. 4,12-23

Homilía de vídeo

Homilía en audio.

Queridos hermanos:

            Cuando leemos este evangelio en que Jesús llama a sus primeros discípulos para que lo sigan y prediquen con él la Buena Nueva del Amor de Dios, habitualmente explicamos cómo tienen que ser los discípulos de Jesús, qué tienen que hacer, etc. Sin embargo, hoy quisiera contaros una historia en que veamos esta realidad del llamamiento de Jesús, no desde la posición de los misioneros o de los discípulos de Jesús (de los cristianos), sino desde la postura de los que tendrían que recibir el mensaje de Jesús. Es una historia que a mí me ha dejado muy intranquilo y desasosegado. Ahí va la historia:

            “Cuentan que, una vez, un misionero llegó a una tribu de paganos (gente que adoraban a otro dios), que, por otra parte, lo recibieron muy bien, cosa que no siempre pasa entre los cristianos.

Este misionero comenzó por ganarse las simpatías de aquellas gentes, tratando de conocerlos bien, antes de anunciarles la Buena Noticia del Evangelio. Convivió unas cuantas semanas con ellos, acostumbrándose a sus comidas, escuchando sus cantos, aprendiendo su idioma, y sobre todo tratando de conocer lo que pensaban y sabían sobre Dios. Y aquí se llevó una tremenda sorpresa. Aquellas pobres gentes tenían de Dios una imagen temible. Pensaba que Dios era un ser implacable, que estaba continuamente irritado, que se disgustaba por cualquier cosa y que exigía sacrificios enormes para quedar satisfecho. Su Dios no buscaba para nada la felicidad de sus fieles. Ni qué hablar de la posibilidad de amor. Estaban permanentemente atemorizados, creyéndose en falta por cualquier descuido o pequeño error en el cumplimiento de sus minuciosos deberes religiosos. Se podría decir que vivían sometidos a una oprimente superstición de la que no podían liberarse.

Una vez que nuestro misionero se percató bien de todo lo que les cuento, pensó que había llegado el momento de iluminar aquellos corazones con la verdad del Evangelio. Y en una tibia noche de luna creciente pidió la palabra, junto al fuego de la tribu. A su alrededor cantaban todos los bichos de la noche. Los perfumes del monte que los rodeaban parecían invitar a la vida y al amor. El momento no podía ser mejor para entregar el mensaje de un Dios Padre que tanto amó al mundo que le envío a su propio Hijo, no para condenar el mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Y así, ante los atentos oídos de aquellas gentes asustadas por lo divino, les fue relatando los sencillos sucesos de la Encarnación, la Navidad, las parábolas, llegando finalmente al Misterio pascual, con la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

Los ancianos de la tribu se ponían la mano en el oído, haciendo pantalla para no perderse ni una sola palabra. Los hombres sentían que un aire nuevo, lleno de libertad y alegría, comenzaba a soplar sobre sus vidas. Las mujeres, desde las puertas de sus chozas, trataban de hacer callar a sus bulliciosas criaturas para poder atender a aquellas inauditas novedades. Copado por esta atención colmada de expectativa, el misionero sacó sus mejores recursos para pintar la bondad de un Dios lleno de amor y de ternura, que luego de darnos a su propio Hijo cuando aún éramos pecadores, ya nada nos puede negar siendo como somos ahora sus hijos queridos.

El mensaje dejó francamente estupefactos y llenos de admiración a aquellas gentes. Les parecían imposibles tantas cosas bellas juntas. Se sentían renacer a la alegría y a la paz. Ya podrían sentirse seguros en medio de las tormentas, cuando bramara el huracán o resplandecieran los relámpagos en el corazón de la noche. Si Dios estaba con ellos, ¿quién podría estar contra ellos? Porque todo, absolutamente todo lo que Dios permitiera, les había dicho el misionero, serviría para el bien de aquellos que eran amados por Dios.

Cuando el misionero terminó su mensaje se hizo un profundo silencio, cargado de preguntas pendientes. Fue el cacique quien, haciéndose eco de lo que estaba en el corazón de todos, se atrevió a interrogar:

-‘Y ¿cuándo sucedió todo esto tan hermoso que nos viene a contar? ¿Tal vez en la luna llena pasada? O tal vez hace más tiempo, ¿varias lunas atrás?’ (Se refería a uno a varios meses atrás).

El misionero se dio cuenta de que sus oyentes desconocían totalmente la historia y que no tenían noción de todo el tiempo que había transcurrido desde los sucesos vividos por Cristo de Belén a la Ascensión. Les explicó que hacía mucho tiempo que todo esto había sucedido. Que era imposible contarlo sumando lunas llenas (por meses). Que había que contarlo por soles y primaveras (por años). Cuando finalmente les logró hacer entender que los acontecimientos hermosos que constituyen la Buena Nueva del Evangelio hacía ya dos mil años que habían sucedido, y que, por tanto, los árboles más antiguos del monte aún ni siquiera habían nacido cuando todo esto pasó, sintió que sus oyentes cambiaban su sonrisa de agradecimiento por una mueca de rabia. Y fue nuevamente el cacique quien rompió el silencio diciendo:

-‘¡Desgraciados! Hace dos mil soles que esto ha sucedido ¿y ahora mismo nos lo vienen a contar? Esto es señal de que ustedes mismos no le dan importancia, o que nunca nos han querido bien. De lo contrario, hace tiempo que nos habrían buscado por todos los medios para venir a decirnos cosas que para nosotros son tan fundamentales’[1].

            Yo me he sentido retratado en esta historia. ¿Y vosotros?

            CONCLUSIONES:

1) Si de verdad es algo tan maravilloso en lo que creemos y lo que vivimos, entonces ¿por qué nos avergonzamos de ello? ¿Por qué no lo proclamamos a los cuatro vientos? ¿Por qué no lo vivimos en nuestras vidas? ¿Por qué en nuestra vida diaria luchamos y nos esforzamos más por lo material, por lo que se acaba y por nuestro ego, y no tanto por Dios? ¿Recordáis la historia que contaba en la homilía del domingo pasado[2]? En efecto para este joven es más importante su cama, su bicicleta, sus aficiones, su ego…, que Jesucristo. Así somos nosotros en tantas ocasiones.

            2) Otro ejemplo: imaginaros que un amigo nuestro va a contraer matrimonio con una chica, que sabemos que no es la adecuada (por cualquier motivo). No decimos nada a nuestro amigo; éste se casa y luego salen a luz aquellos problemas y tienen que separarse y, con el tiempo, nuestro amigo se entera de que nosotros sabíamos lo que pasaba, pero no le dijimos nada. ¿Cómo reaccionará ante nosotros? Otro ejemplo, nosotros estamos en paro y sabemos de una empresa que va a contratar gente. Tenemos amigos que están en paro como nosotros, pero no compartimos con ellos esta noticia. Con el tiempo nosotros entramos a trabajar en la empresa y nuestros amigos no, por no saber nada del asunto. Cuando se enteren de todo el tema y de que nosotros conocíamos esta posibilidad, ¿cómo reaccionarán? ¿Qué pensarán de nosotros?

            Pues lo mismo pasa con la fe y el evangelio de Jesucristo: conocemos este tesoro, lo vivimos y nos alegramos con ello, pero no hacemos nada o casi nada por compartirlo con otros. ¿Qué nos dirán los que están a nuestro alrededor cuando, al morir, o tiempo antes de morir, sepan de la existencia de este tesoro y que nosotros no hemos hecho lo necesario para comunicárselo?


[1] MAMERTO MENAPACE, Cuentos desde la Cruz del Sur, PPC, Madrid 2002, 49ss.

[2] Aquel joven conocido mío al que le pregunté por qué no iba a la Misa de los domingos y que me contestó que trabajaba todos los días de la semana, sábados incluidos, y que tenía que madrugar para ir al trabajo, y que para un día que podía dormir (el domingo), por supuesto que no iba a levantarse temprano… Además, ¡para ir a una Misa! ¡Ni hablar! Y cómo a las pocas semanas de esta conversación le vi un domingo temprano andando en bicicleta por la carretera y le pregunté que cómo no estaba durmiendo y me contestó que ¡por qué no iba a practicar su afición favorita: la bicicleta!

jueves, 12 de enero de 2023

Domingo II del Tiempo Ordinario (A)

15-1-2023                              DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (A)

BAUTISMO II

Is. 49, 3.5-6;Slm. 39; 1 Cor. 1, 1-3; Jn. 1, 29-34

Homilía en vídeo

Homilía en audio

Queridos hermanos:

(Debemos repasar un poco lo dicho en la homilía anterior).

Una vez que tenemos claras estas cosas y estos presupuestos, ya podemos contestar más directa y claramente a las preguntas que hacía esa persona:

¿Cuál es el efecto que produce en nosotros el bautismo después de esta edad de pureza, si luego actuamos como cualquier hombre no bautizado, si nada se ve en nuestra actuar el efecto de este bautismo liberador que nos anticipó en esta vida la resurrección eterna?

¿Por qué no actúa con todo su poder sobre nuestras vidas liberándonos en la plena libertad de Dios?

¿En qué se nota en nuestra vida el bautismo?

¿Cómo actúa a día de hoy el bautismo en nuestra vida?

Según lo que se ha explicado más arriba, entre nosotros estamos haciendo la cosa al revés. Es decir, primero nos bautizamos y luego si acaso bien la fe, o no. Luego la conversión y el apartamiento de nuestros pecados, o no. Luego la comunión total con Cristo Jesús en nuestras vidas, o no. En efecto, la acción primordial del sacramento del Bautismo, de todo sacramento, procede de Dios, pero puede quedar sin fruto alguno si los hombres no ponemos de nuestra parte, o no dejamos que el Espíritu actúe en nuestro interior. Como bien decía san Agustín más arriba: Dios “no te salvará a ti sin ti”. Nuestra libertad, la que Dios nos ha regalado a todos nosotros, también a nuestros primeros padres, sirve para acoger la Gracia de Dios o también para rechazarla. Si rechazamos a Dios y la Gracia del Bautismo, tiene toda la razón esa persona cuando dice que nuestra vida no se diferencia en nada de la vida de otra persona no bautizada. Como en el caso del joven rico (Mt. 19, 16-22)[1], Cristo nos ofrece la salvación, pero nosotros podemos rechazarla sin más, aunque sea el mismo Dios (y no un sacerdote o un seglar) quien nos interpele.

Pero vamos a tratar ahora un poco la situación de los padres que piden el sacramento del Bautismo para sus hijos (bebés o niños de muy corta edad). En muchos de los casos se trata de padres que dicen tener fe en Dios, pero que no están casados por la Iglesia[2], aunque no tienen ningún impedimento para ello. Por otra parte, muchos de estos padres, estén casados o no por la Iglesia, resulta que no viven su fe en Dios eclesialmente, es decir, con asistencia regular a la Eucaristía de los domingos, con la confesión sacramental de sus pecados, con la participación en actividades de la parroquia y/o de otros movimientos eclesiales, con la lectura frecuente de la Biblia... Muchos de estos padres viven una fe… un poco por libre.

Y podemos decir que los padrinos, que con frecuencia traen los padres para sus hijos, están en la misma línea. ¿Quiénes son o quiénes deben de ser los padrinos de aquellos que van a ser bautizados? Los padrinos no son ni deben de ser simplemente los que traen regalos a sus ahijados, los que se ocupan de ellos en caso de fallecimiento de los padres, los más amigos o familiares más queridos de los padres… Los padrinos tienen que ser aquellos que han de procurar que sus ahijados lleven una vida lo más coherente posible con el evangelio (Directorio de Iniciación Cristiana de Adultos, canon 872 del Código de Derecho Canónico). Por eso, no vale cualquiera para padrino. La Iglesia pide, no de ahora, sino de siempre, una serie de requisitos para que alguien pueda asumir el papel de padrino: que tenga capacidad para esta misión e intención de desempeñarla; haya cumplido dieciséis años; que sea católico, que esté confirmado, que haya recibido ya el santísimo sacramento de la Eucaristía y que lleve, al mismo tiempo, una vida congruente con la fe y con la misión que va a asumir; que no esté excomulgado (Directorio de Iniciación Cristiana de Adultos, canon 874 § 1 del Código de Derecho Canónico).

Asimismo, es muy corriente el comentario entre los párrocos y los catequistas de cómo se nota en los niños que acuden al catecismo cuando los padres o abuelos o familiares muy cercanos viven la fe con los niños. 

Por lo tanto, con los niños pasa igual que con los adultos: si no se practica esa fe, aunque esté el sacramento del Bautismo de por medio, no hay diferencia externa en la vida de un niño bautizado y la de otro niño no bautizado. El sacramento puede quedar sin fruto por el rechazo, desidia, pereza o indiferencia de los bautizados respecto a Jesús, su evangelio y toda la vida de fe.

Todo esto nos debe hacer reflexionar cómo se vive en nuestro entorno este sacramento recibido y la fe, y cómo vivimos nosotros nuestra fe y la Gracia de Dios que hemos recibido y que recibimos constantemente.

Habiendo ‘colgado’ esta homilía en mi blog, desde Argentina, Ana ha comentado lo siguiente: “¡Buenos días! ¡Mucho que pensar!... En junio bautizaron a mi nieto... Hacía mucho que no iba a un bautismo lo cual para mí era muy especial más que mi nieto formaba parte de ello... Mayor desilusión fue la mía al ver que de los seis niños que fueron bautizados ni los padres incluyendo a mi hijo y su señora ni los padrinos de todos ellos ni las familias estaban atentos a la palabra del sacerdote que tenía que pedir silencio a cada rato... Reían y sacaban fotos... Todo fue tan light..., tan frío que en ese momento le dije a mi hija y a mi esposo: ‘¡Esto es un fraude! ¿Para qué lo bautizan? Para la foto... Para la fiesta... Por las dudas por temor... ¡No lo sé!’ Lamentablemente no creo que estos niños reciban la educación cristiana que guíe su camino... Fue como presenciar una puesta en escena...

Pido a Dios la fe llegue en algún momento para estos pequeños..., pues el vacío que provoca la falta de ella es tremendo.


[1] Al oír estas palabras, el joven se retiró entristecido, porque poseía muchos bienes”.

[2] Con esta expresión nos referimos a haber celebrado sacramentalmente su unión.

 

viernes, 6 de enero de 2023

Bautismo del Señor (A)

8-1-2023                                BAUTISMO DEL SEÑOR (A)

BAUTISMO I

Is. 42, 1-4.6-7; Slm. 28; Hch. 10, 34-38; Mt.3, 13-17

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

Hace un tiempo una persona me dirigió un escrito en el que me hacía una serie de preguntas sobre el bautismo. Ya aviso que se trata de unas preguntas profundas. Ahí van:

“Si el bautismo nos libera de la esclavitud del pecado heredado o cometido hasta ese momento, y nos da un nuevo vivir como hijos de Dios, cuando nos bautizamos siendo pequeños y sin maldad en nosotros, ¿por qué caemos en pecado como otro que no estuviese bautizado ni liberado de la culpa?

Y si se une en nosotros la pureza del bautismo a la pureza del ser de inocencia, entonces, ¿hasta nuestro uso de razón, somos como ángeles en el suelo?

Y, si llegado nuestro uso de razón, perdemos nuestra inocencia y empezamos a cometer en nuestra humanidad todo tipo de pecados, entonces padre, ¿hasta los siete años, cuando tenemos un mal comportamiento no somos responsables de él, aunque uno ya empiece a ser instruido en la escuela del pecado de la que más tarde entraremos a formar parte activa? Pero hasta ahí, padre, ¿solo la pureza habita en nuestras almas?

Mas como los siete años, si se está con vida, es inevitable cumplirlos en su fecha, ¿nuestro tiempo de inocente pureza dura más cuanto antes seamos bautizados?

Dime, padre: ¿el niño que no es bautizado no adquiere nunca el estado de pureza en esta vida, pues une el pecado heredado al pecado más tarde cometido?

Pero, padre: ¿cuál es el efecto que produce en nosotros el bautismo después de esta edad de pureza, si luego actuamos como cualquier hombre no bautizado, si nada se ve en nuestra actuar el efecto de este bautismo liberador que nos anticipó en esta vida la resurrección eterna?

Y si el Espíritu del primer día habitaba en nuestros primeros padres y aun así ellos pecaron, y si nosotros heredamos de ellos el pecado, pero también el Espíritu dador de vida, y con el bautismo lo recibimos en nosotros como activo Libertador, ¿por qué no actúa con todo su poder sobre nuestras vidas liberándonos en la plena libertad de Dios?

Padre: de nuevo viene a mi corazón el obrar de la libertad humana con la que Dios nos invistió y que nos lleva a tomar decisiones justas y erradas, por culpa de las cuales ‘por vivir la vida’ perderemos la Vida. Viene a mi mente la parábola del Hijo Pródigo, que viviendo en el cielo se adentró en el infierno del pecado, y se enfangó hasta que no pudo más, pero, aún desde el fango y la suciedad del pecado, un día pudo ver lo que antes no había visto: la pureza del Padre, los tesoros del Padre, el bienestar que le proporcionaba el Padre… Y deseó retornar al Padre, que respetando su libertad lo dejó mancharse con el pecado y luego lo recibió como a un triunfador, porque había salido del fango con vida por el reconocimiento de la misericordia del Padre. Y volvió a casa por el amor del Padre y por decisión propia. Así que aquel camino de retorno era un camino de conversión, en el cual se fue limpiando de las manchas que el mal me había imprimido. Padre, pero si esto también le puede pasar a un no bautizado, ¿en qué se nota en nuestra vida el bautismo?

Porque, si estamos habitados de Dios y su Espíritu, arde en nosotros como llama encendida, y por tener los ojos puestos fuera de nosotros no vemos la luz que nos alumbra dentro, y vivimos en el error. Y ahora me adentro en el misterio del bautismo: externamente nada se nota, pero, aun así, estamos siendo protegidos por el Protector y defendidos por el Defensor… Y muchas veces no caemos porque Él nos sostiene aunque nosotros no sepamos que en aquel momento habríamos de caer si Él no nos tomase bajo su protección.

Explícame, padre: ¿Cómo actúa a día de hoy el bautismo en nuestra vida?

Ciertamente, por lo que esta persona en realidad está preguntando es por toda la problemática de cómo actúa la Gracia de Dios en el hombre y también cómo se conjuga esta Gracia con la libertad del hombre y, finalmente, cómo actúa el pecado en el hombre. Para responder a esto habría que hacer una encíclica del Papa, o dar un año entero clases de teología, o hacer un concilio de obispos y, ni siquiera de este modo, podría comprenderse gran parte de estos misterios.

No obstante, sí que quiero aprovechar estas preguntas para conseguir varios objetivos en el día del Bautismo del Señor: 1) Plantearnos una serie de preguntas o cuestiones que, de otro modo, muchos de nosotros no pensaríamos jamás. 2) Reflexionar sobre nuestro Bautismo. 3) Decir algunas palabras sobre la situación en que se está impartiendo el sacramento del Bautismo en Asturias, en España.

Por supuesto, tengo que decir es que no pretendo en una homilía responder a todas las preguntas que esta persona ha hecho.

Vamos a ello: Existe una gran diferencia entre cómo se impartía el Bautismo en los primeros años de la Iglesia a cómo se hace ahora. En la actualidad el 95 % de los recién bautizados en España son bebés o niños muy pequeños, que no tienen nada de fe, dada su temprana edad. La FE hemos de entenderla como la respuesta que damos los hombres al anuncio del evangelio de Jesucristo. Es claro que así explicada, estos bebés y niños no tienen fe.

En los primeros años y siglos de la Iglesia los apóstoles y los cristianos hablaban de Jesús, de sus obras y de sus palabras. Quienes escuchaban y acogían su mensaje pedían entrar en el grupo de cristianos, en la Iglesia. Estos se llamaban catecúmenos y hacían un tiempo extenso de catecumenado (=preparación) para conocer más y mejor el evangelio, pero también para hacer un cambio de vida durante este tiempo. Esto último se llamaba la CONVERSIÓN: dejar de lado su vida de pecados y empezar una vida nueva, según los mandamientos y las bienaventuranzas. No bastaba con creer (en Dios, en Jesús, y en los dogmas), no bastaba con saber (oraciones y cosas de la fe). Hacía falta vivir como vivió Jesús y de acuerdo con lo que decía el evangelio. No bastaba con bañarse con agua bendita, con ‘tragar la comunión’, con ir a Misa, con rezar todas las noches al acostarse, con dar alguna limosna… Había que vivir la fe de Cristo en el día a día. Por lo tanto, no se trataba de creer, ni tan siquiera solo de ‘tener fe’, sino que se trataba (y se trata) sobre todo de VIVIR LA FE DE JESUCRISTO, EN JESUCRISTO, CON JESUCRISTO.

En definitiva, los que van a ser bautizados tienen que cumplir estos tres requisitos antes de que las aguas bautismales sean derramadas sobre sus cabezas: 1) La fe como respuesta al anuncio del evangelio y a la llamada personal que Dios nos hace directamente a nuestro espíritu. 2) Una conversión total de nuestra vida, en que dejando atrás nuestro pecado, vivamos según las bienaventuranzas y demás enseñanzas del evangelio. 3) Que Cristo Jesús habite en nosotros; así nos lo decía san Pablo: “estamos llamados a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm. 8, 29) en nosotros. Cuando esto se da en nosotros, entonces estamos en las condiciones óptimas para recibir el sacramento del Bautismo.

Santo Tomás de Aquino enseña que, para que el sacramento del bautismo sea FRUCTUOSO (es decir, produzca frutos divinos), hace falta la fe, pues el bautismo es el sacramento de la fe. El sacramento del Bautismo, cualquier sacramento, no es un rito mágico. En efecto, el sacramento es expresión de la acción amorosa y salvadora de Dios y debe ser acogido por el ser humano en su libertad y fe.

Los sacramentos son operaciones teándricas[1], es decir, en ellos actúan Dios y el hombre a la vez. Santo Tomás de Aquino ya afirmó: “El sacramento no actúa en virtud de la justicia del hombre que lo da o lo recibe, sino por el poder de Dios”. Lo primordial en el sacramento no es la fe (tan importante y necesaria para la recepción fructuosa del sacramento), sino la acción amorosa, gratuita y salvadora de Dios, ya que en la fe cristiana la primera palabra es Dios, Cristo, el Reino, la Gracia; y la segunda es el hombre, la respuesta humana, la fe, la moral. Sobre esta segunda parte, decía san Agustín: “El que te hizo a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti”


[1] Esta palabra viene del griego: de ‘Theós’, que significa Dios, y de ‘Andros’, que significa varón u hombre.