jueves, 19 de enero de 2023

Domingo III del Tiempo Ordinario (A)

22-1-2023                   DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO (A)

Is. 9, 1-4; Slm. 26; 1 Cor. 1, 10-13.17; Mt. 4,12-23

Homilía de vídeo

Homilía en audio.

Queridos hermanos:

            Cuando leemos este evangelio en que Jesús llama a sus primeros discípulos para que lo sigan y prediquen con él la Buena Nueva del Amor de Dios, habitualmente explicamos cómo tienen que ser los discípulos de Jesús, qué tienen que hacer, etc. Sin embargo, hoy quisiera contaros una historia en que veamos esta realidad del llamamiento de Jesús, no desde la posición de los misioneros o de los discípulos de Jesús (de los cristianos), sino desde la postura de los que tendrían que recibir el mensaje de Jesús. Es una historia que a mí me ha dejado muy intranquilo y desasosegado. Ahí va la historia:

            “Cuentan que, una vez, un misionero llegó a una tribu de paganos (gente que adoraban a otro dios), que, por otra parte, lo recibieron muy bien, cosa que no siempre pasa entre los cristianos.

Este misionero comenzó por ganarse las simpatías de aquellas gentes, tratando de conocerlos bien, antes de anunciarles la Buena Noticia del Evangelio. Convivió unas cuantas semanas con ellos, acostumbrándose a sus comidas, escuchando sus cantos, aprendiendo su idioma, y sobre todo tratando de conocer lo que pensaban y sabían sobre Dios. Y aquí se llevó una tremenda sorpresa. Aquellas pobres gentes tenían de Dios una imagen temible. Pensaba que Dios era un ser implacable, que estaba continuamente irritado, que se disgustaba por cualquier cosa y que exigía sacrificios enormes para quedar satisfecho. Su Dios no buscaba para nada la felicidad de sus fieles. Ni qué hablar de la posibilidad de amor. Estaban permanentemente atemorizados, creyéndose en falta por cualquier descuido o pequeño error en el cumplimiento de sus minuciosos deberes religiosos. Se podría decir que vivían sometidos a una oprimente superstición de la que no podían liberarse.

Una vez que nuestro misionero se percató bien de todo lo que les cuento, pensó que había llegado el momento de iluminar aquellos corazones con la verdad del Evangelio. Y en una tibia noche de luna creciente pidió la palabra, junto al fuego de la tribu. A su alrededor cantaban todos los bichos de la noche. Los perfumes del monte que los rodeaban parecían invitar a la vida y al amor. El momento no podía ser mejor para entregar el mensaje de un Dios Padre que tanto amó al mundo que le envío a su propio Hijo, no para condenar el mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Y así, ante los atentos oídos de aquellas gentes asustadas por lo divino, les fue relatando los sencillos sucesos de la Encarnación, la Navidad, las parábolas, llegando finalmente al Misterio pascual, con la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

Los ancianos de la tribu se ponían la mano en el oído, haciendo pantalla para no perderse ni una sola palabra. Los hombres sentían que un aire nuevo, lleno de libertad y alegría, comenzaba a soplar sobre sus vidas. Las mujeres, desde las puertas de sus chozas, trataban de hacer callar a sus bulliciosas criaturas para poder atender a aquellas inauditas novedades. Copado por esta atención colmada de expectativa, el misionero sacó sus mejores recursos para pintar la bondad de un Dios lleno de amor y de ternura, que luego de darnos a su propio Hijo cuando aún éramos pecadores, ya nada nos puede negar siendo como somos ahora sus hijos queridos.

El mensaje dejó francamente estupefactos y llenos de admiración a aquellas gentes. Les parecían imposibles tantas cosas bellas juntas. Se sentían renacer a la alegría y a la paz. Ya podrían sentirse seguros en medio de las tormentas, cuando bramara el huracán o resplandecieran los relámpagos en el corazón de la noche. Si Dios estaba con ellos, ¿quién podría estar contra ellos? Porque todo, absolutamente todo lo que Dios permitiera, les había dicho el misionero, serviría para el bien de aquellos que eran amados por Dios.

Cuando el misionero terminó su mensaje se hizo un profundo silencio, cargado de preguntas pendientes. Fue el cacique quien, haciéndose eco de lo que estaba en el corazón de todos, se atrevió a interrogar:

-‘Y ¿cuándo sucedió todo esto tan hermoso que nos viene a contar? ¿Tal vez en la luna llena pasada? O tal vez hace más tiempo, ¿varias lunas atrás?’ (Se refería a uno a varios meses atrás).

El misionero se dio cuenta de que sus oyentes desconocían totalmente la historia y que no tenían noción de todo el tiempo que había transcurrido desde los sucesos vividos por Cristo de Belén a la Ascensión. Les explicó que hacía mucho tiempo que todo esto había sucedido. Que era imposible contarlo sumando lunas llenas (por meses). Que había que contarlo por soles y primaveras (por años). Cuando finalmente les logró hacer entender que los acontecimientos hermosos que constituyen la Buena Nueva del Evangelio hacía ya dos mil años que habían sucedido, y que, por tanto, los árboles más antiguos del monte aún ni siquiera habían nacido cuando todo esto pasó, sintió que sus oyentes cambiaban su sonrisa de agradecimiento por una mueca de rabia. Y fue nuevamente el cacique quien rompió el silencio diciendo:

-‘¡Desgraciados! Hace dos mil soles que esto ha sucedido ¿y ahora mismo nos lo vienen a contar? Esto es señal de que ustedes mismos no le dan importancia, o que nunca nos han querido bien. De lo contrario, hace tiempo que nos habrían buscado por todos los medios para venir a decirnos cosas que para nosotros son tan fundamentales’[1].

            Yo me he sentido retratado en esta historia. ¿Y vosotros?

            CONCLUSIONES:

1) Si de verdad es algo tan maravilloso en lo que creemos y lo que vivimos, entonces ¿por qué nos avergonzamos de ello? ¿Por qué no lo proclamamos a los cuatro vientos? ¿Por qué no lo vivimos en nuestras vidas? ¿Por qué en nuestra vida diaria luchamos y nos esforzamos más por lo material, por lo que se acaba y por nuestro ego, y no tanto por Dios? ¿Recordáis la historia que contaba en la homilía del domingo pasado[2]? En efecto para este joven es más importante su cama, su bicicleta, sus aficiones, su ego…, que Jesucristo. Así somos nosotros en tantas ocasiones.

            2) Otro ejemplo: imaginaros que un amigo nuestro va a contraer matrimonio con una chica, que sabemos que no es la adecuada (por cualquier motivo). No decimos nada a nuestro amigo; éste se casa y luego salen a luz aquellos problemas y tienen que separarse y, con el tiempo, nuestro amigo se entera de que nosotros sabíamos lo que pasaba, pero no le dijimos nada. ¿Cómo reaccionará ante nosotros? Otro ejemplo, nosotros estamos en paro y sabemos de una empresa que va a contratar gente. Tenemos amigos que están en paro como nosotros, pero no compartimos con ellos esta noticia. Con el tiempo nosotros entramos a trabajar en la empresa y nuestros amigos no, por no saber nada del asunto. Cuando se enteren de todo el tema y de que nosotros conocíamos esta posibilidad, ¿cómo reaccionarán? ¿Qué pensarán de nosotros?

            Pues lo mismo pasa con la fe y el evangelio de Jesucristo: conocemos este tesoro, lo vivimos y nos alegramos con ello, pero no hacemos nada o casi nada por compartirlo con otros. ¿Qué nos dirán los que están a nuestro alrededor cuando, al morir, o tiempo antes de morir, sepan de la existencia de este tesoro y que nosotros no hemos hecho lo necesario para comunicárselo?


[1] MAMERTO MENAPACE, Cuentos desde la Cruz del Sur, PPC, Madrid 2002, 49ss.

[2] Aquel joven conocido mío al que le pregunté por qué no iba a la Misa de los domingos y que me contestó que trabajaba todos los días de la semana, sábados incluidos, y que tenía que madrugar para ir al trabajo, y que para un día que podía dormir (el domingo), por supuesto que no iba a levantarse temprano… Además, ¡para ir a una Misa! ¡Ni hablar! Y cómo a las pocas semanas de esta conversación le vi un domingo temprano andando en bicicleta por la carretera y le pregunté que cómo no estaba durmiendo y me contestó que ¡por qué no iba a practicar su afición favorita: la bicicleta!

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