jueves, 26 de septiembre de 2019

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (C)


29-9-2019                   DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO (C)
                                                  Am. 6, 1a.4-7; Slm. 145; 1 Tim. 6, 11-16; Lc. 16, 19-31
Homilía de audio
Queridos hermanos:  
            - El domingo pasado terminaba el evangelio diciendo: “No podéis servir a Dios y al dinero”. Y, para ilustrar esto, Jesús nos pone en el evangelio de hoy como ejemplo una parábola: La del rico Epulón y el pobre Lázaro. La verdad es que esta parábola llamó mucho la atención a los judíos del tiempo de Jesús, pues estos pensaban que Dios castigaba y premiaba ya en esta vida. Es decir, cuando uno era pobre y tenía enfermedades y desgracias, era que Dios lo castigaba por sus pecados. Por el contrario, cuando uno era rico y tenía salud y todo le iba bien, era que Dios lo premiaba por sus virtudes. Jesús “da la vuelta a la tortilla” de un modo radical.
Jesús cuenta que hay un rico, Epulón, que comía bien y vestía bien. Este muere y va derecho al infierno. Jesús no le “adjudica” ningún pecado; pero, por el hecho de ser rico, va al infierno. También narra Jesús que el pobre Lázaro pasaba hambre y estaba enfermo; muere y va derecho al cielo. Lázaro no tiene más “virtud” que la de ser pobre y por esto va al cielo. ¿Qué tiene la riqueza que nos aparta de Dios? ¿Qué tiene la pobreza que nos acerca a Dios? La riqueza (de dinero, de cosas, de títulos académicos o de otro tipo, de salud, de buena fama…) nos vuelve insensibles (a los hermanos y a Dios y a sus cosas), autosuficientes (no necesitamos de nada ni de nadie), orgullosos, egoístas, ambiciosos (quien tiene…, quiere tener más), vanidosos, caprichosos. La pobreza (de dinero, de cosas, de títulos académicos o de otro tipo, con salud, con mala fama…) nos puede hacer más humildes, más comprensivos con los demás, nos puede hacer reconocernos que somos más dependientes de los demás, no puede volver más generosos (una vez me contaron que a un niño en una aldea de África le regalaron un paquete de galletas y enseguida buscó a todos los niños del poblado para compartir las galletas), más austeros, más sensibles a los demás y a Dios. Por eso, Jesús exclamó “¡Qué difícilmente entrarán en el cielo los que tienen riquezas!” (Mc. 10, 23). Por eso, Jesús terminaba el evangelio del domingo pasado diciendo: “No podéis servir a Dios y al dinero”.
Y aquí quisiera traer ahora una experiencia que se da habitualmente en todas las personas que de verdad se van encontrando con Dios en sus vidas. Hablo de santos canonizados como S. Francisco de Asís o de cualquier cristiano “de a pie” de Oviedo, de España o de cualquier parte del mundo. La experiencia es ésta: cuando Dios entra en mi vida y en mi alma y en mi corazón, las cosas materiales salen de mi vida, de mi alma y de mi corazón. Y uno se siente llamado por Dios al desprendimiento, a despojarse de cosas materiales y no tan materiales. Voy a contaros dos ejemplos:
1) Hace poco me escribía una persona, que está caminando hacia Dios de un modo más profundo, lo siguiente: “Pensé: ¿de qué debo desprenderme? Entonces elegí: 1º una cosa que sólo tenía valor sentimental, no valor económico, fue lo que más me costó. Era un pequeño muñeco que me regaló un alumno cuando salí de Navelgas. Detrás de la cara y de sus ojitos estaban escritas sus palabras: ‘tómalo, cuídalo siempre. Te doy lo que más quiero’. Lo conservé durante 30 años. Ahora me pareció que había llegado el momento. Te diré que el muñeco está en el basurero, pero todo lo demás está en mi corazón. 2º Fue un joyero. Tenía valor económico y a la vez sentimental. Me lo había regalado una compañera. Lo regalé. 3º Elegí algo que me daba seguridad, pero que los pobres no lo pueden tener y quise experimentar la carencia de algo. Esto consiste en que tenía en casa el servicio de teleasistencia contratado a través de Cruz Roja. Cuando me quedé sola, tenía miedo y sentía soledad y lo solicité. Tengo en mente que el importe de lo que supone durante el año darlo para Caritas. Este desprendimiento en mi cabeza lo hizo temporal. Si al terminar el año veo que tengo necesidad de él, volverlo a contratar. 4º Cuando me jubilé, guardé mucho material: murales, fichas, libros… y cada vez me costaba más destruirlos o darlos. Pensé que ya había que empezar. 5º Me di cuenta que tenía mucha ropa en el armario, que estaba en buen estado y que no usaba. Entonces unas cuantas prendas se las di a una señora que tiene mi talla y que le viene bien. Después de todo esto seguramente me dirás: ‘¿Y qué pasó en tu vida?’ Te diré que todavía no aprendí la lección. El verdadero desprendimiento debe ser don del Señor”.
2) Recuerdo que hace años hablaba con una persona y le preguntaba si estaba apegada a las cosas materiales. Me dijo que no. Entonces le pedí que me diera el reloj que tenía en su muñeca. Se quedó muy sorprendido, pero enseguida me respondió que no, que se lo había regalado un ser muy querido y que no se iba a desprender de él. Yo le insistí en que me lo diera. Que me diera el reloj y que se quedara con el cariño de esa persona que representaba ese reloj. Me replicó que no. Entonces yo volví a plantearle el primer interrogante: “¿Estás apegado a cosas materiales?” Agachó la cabeza y me contestó que sí, que estaba apegado. A los pocos días, según supe después, perdió el reloj o se lo robaron y quedó muy asombrado. Pensó que había sido un castigo de Dios por no querer desprenderse del reloj. Dios no actúa así, pero no cabe duda que esta experiencia se le quedó muy grabada y que esta persona aprendió algo más sobre sí mismo.
Y ahora os pregunto y me pregunto: ¿A quién se parece más mi vida: a la del rico Epulón o a la del pobre Lázaro? ¿A quién se parece más mi vida: a la de la persona del reloj o a la de esa mujer que sintió la llamada de Dios para despojarse de cosas y de seguridades, y lo hizo?
            - El rico Epulón, según nos cuenta el evangelio de hoy, estaba en el infierno. Sólo entonces comprende que sus riquezas le han apartado de Dios y de los hombres necesitados que estaban a su alrededor y de los que no se ocupó en vida para nada. Por eso, Epulón no protesta ni se queja ante Dios por la “injusticia” de su destino. Sólo hace dos peticiones: 1) "Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas." Quien tuvo de todo en la vida terrena, no tenía nada, aparte de sus torturas, en el infierno. 2) Epulón también pidió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento”. Cuando Abraham le contesta que escuchen a Moisés y a los profetas (hoy se diría a la Iglesia, a la Biblia, a los sacerdotes). Epulón dice que a ésos nos les hacen caso, pero si un muerto resucita, entonces sí que harían caso. Cuando estuve de seminarista a Jove (Gijón) recuerdo que una chica tenía dudas de fe y en un momento de una conversación me dijo que todo sería más fácil si un muerto viniese a esta tierra y dijese qué había después de la muerte y si era cierto todo lo de Dios, lo de la Iglesia, lo de los sacramentos. Lo que pasa es que cada uno quisiéramos que se nos aparecieran nuestros muertos y no un único muerto para todos, pues ese muerto sería conocido por sus amigos y familiares, pero no por el resto de la gente. ¿Pensáis vosotros que la gente creería más y tendría más fe si se le aparecieran sus muertos y les dijesen lo que hay después de la muerte? Veamos lo que nos dice Jesús en el evangelio de hoy: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”.
            Os contaré un hecho que leí hace tiempo y que me llamó mucho la atención. Había una niña que tenía una gran enfermedad y le quedaba poco de vida. Su madre era muy creyente, y desesperada porque los médicos no le daban esperanza alguna, llevó a su hija a la tumba de un santo de su especial devoción y depositó a su hija sobre esta tumba. Esta sintió un calor en el cuerpo y luego la llevaron al hospital de nuevo y allí los médicos comprobaron sorprendidos que el mal había desaparecido. Estaba curada. Con el tiempo esta niña hizo una vida normal, pero, al llegar a la juventud, esta chica dejó la fe, se volvió iracunda con su madre y le hizo la vida imposible, bebía, consumía drogas… ¿De qué le sirvió el milagro a esta chica, si luego su vida fue lo que fue? También he oído hablar que el Hno. Rafael curó milagrosamente a una chica de un accidente de coche (perdió parte de la masa cerebral) y luego ella pudo vivir y hacer una vida normal, pero esta chica en la actualidad “pasa” de la fe. ¿De qué le sirvió el milagro a esta otra chica, si su vida está de espaldas a la fe?
            Por eso, para mí, tiene toda la razón Jesús cuando dice: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”.

1 comentario:

  1. Buena homilía, Pater. Es cierto,a cuántas cosas nos apegamos sin darnos cuenta!!¡¡cuántas cosas nos sobran!! En los últimos Ejercicios espirituales, recuerdo que hiciste una doble pregunta, que me viene al pensamiento a menudo, incluso como examen de conciencia de la noche: ¿Qué me falta? ¿Qué me sobra?
    Es buena. Hoy volveré sobre ella. Gracias. Muy buena homilía.

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