martes, 5 de noviembre de 2019

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (C)


10-11-2019                 DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO (C)
                                           2Mcb. 7, 1-2.9-14, 2; Slm. 16; 2 Ts. 2, 16-3, 5; Lc. 20, 27-38
Homilía en vídeo
Homilías de audio.
Queridos hermanos:
            La semana pasada celebrábamos el día de los difuntos y hablábamos sobre la muerte. La 1ª lectura de hoy nos habla de la muerte y de la vida, el Evangelio nos habla de la vida después de nuestra muerte y dice: “Dios, no es un Dios de muertos, sino de vivos”. Pues vamos a seguir reflexionando sobre este tema, ya que Dios y su Iglesia nos lo ponen a los cristianos ante nuestros ojos.
            Lo sabemos: Todos nosotros vamos a morir. A lo mejor yo soy el primero, pero lo normal es que las personas de mayor edad sean las prime­ras que lo hagan.
            ¿Ha merecido la pena vivir todos estos años? ¿Qué vamos a presentar a Dios en nuestras manos cuando estemos ante El? Voy a leeros un trozo de un escrito de una persona anciana, de unos ochenta años, unos días antes de su muerte que ya veía muy cerca­na. Se trata de una persona creyente.
            “¡El fin! Llega el fin... ¿Quién soy yo? ¿Qué queda de mí? ¿A dónde voy? Veo que este diálogo debe desarrollarse con Dios, del cual vengo y al cual voy. Llega la hora. Hace algún tiempo que tengo el presenti­miento. Habitualmente, el fin de la vida tempo­ral tiene una oscura claridad propia: la de los recuerdos, tan bellos, tan atractivos y ahora para denunciar un pasado irrecupe­rable. Donde hay luz se descubre el engaño de una vida basada en bienes efímeros y sobre esperanzas falsas.
            Esta vida mortal es, a pesar de sus trabajos, de sus oscuros misterios, de sus padecimientos, de su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor. Y no menos encantador es el marco que envuelve la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de las mil fuerzas, de las mil leyes, de las mil bellezas, de las  mil pro­fundidades. Es un panorama encantador. Ante esta mirada asalta la pena de no haberlo admirado bastante. ¡Qué distracción más imperdonable, qué superficialidad más reprobable! Yo te saludo mundo con inmensa admiración. Detrás de ti está un Dios Creador, que se llama Padre nuestro que estás en el cielo. ¡Gracias, oh Dios; gracias y gloria a ti, Padre!
            Pero ahora, en el momento de mi muerte, ocupa mi espíritu otro pensamiento. ¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo alcanzar la única cosa necesa­ria que eligió María, la hermana de Lázaro?
            A la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y Padre sucede el grito que invoca misericor­dia y perdón: Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad. Aquí en la memoria aflora la pobre historia de mi vida, tejida, por un lado de beneficios innumerables, derivados de la inefable bondad de Dios; y, por otro lado, atravesada por las miserables acciones, que preferiría no recordar, por tan defec­tuosas, imperfectas, erróneas, necias, ridículas. Que pueda ahora invocarte, oh Dios, y aceptar y celebrar tu dulcísima misericor­dia.
            Después de esto, mirar solo para adelante. En estos últimos momentos que me quedan: hacer las cosas bien, con alegría. Inclino la cabeza y elevo el espíritu. Me humillo a mí mismo y te ensalzo, Dios. Ahora solo me queda el encuentro con Cristo. Yo creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor.
            Ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Podría decir que siempre la he amado. Fue su amor el que me sacó fuera de mi cerrado y salva­je egoísmo y me puso a su servicio; y que por ella, y por nada más, me parece que he vivido.
            Hombres, entendedme; os amo a todos. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. A todos.
            Amén. El Señor Jesús viene. Amén”.
            Este escrito es del Papa Pablo VI. En diversas ocasiones, hubo personas que me han entregado escritos para, una vez que hubieran fallecido, dárselos yo a sus seres queridos. Otras veces no eran escritos, sino mensajes hablados para sus seres queridos. Podemos hacer algo parecido nosotros, aunque no se lo entreguemos a nadie, aunque nadie lo sepa ni lo lea, pero que quede entre Dios y nosotros.
            En muchas ocasiones me he esforzado, cuando he hablado con gente, en decirles que no miren para el pasado. Sin embargo, en ocasiones sí que es bueno mirar al pasado, como hizo en esta ocasión el Papa Pablo VI. Mira tu pasado con ojos limpios, sin amargura. Ve lo bueno y da gracias. Ve lo malo y pide perdón. Y ese pasado te ayudará a entender tu presente y, sobre todo, a prepararte para tu futuro.
            Esto lo puedes hacer cuando estés a la hora de la muerte, pero también aunque te falten unos años para ella. Es bueno saber de dónde venimos. Es bueno saber dónde estamos. Pero también es bueno saber a dónde vamos. No tengas miedo, pero no seas tampoco iluso y cierres tus ojos a lo que está por venir.
            Como muy bien dice Jesús: “Dios, no es un Dios de muertos, sino de vivos”. Sí, fuimos creados para vivir, para la vida, pero para una vida plena, eterna, duradera, feliz, amorosa, acompañada y con Dios. Ese es nuestro destino.
            No seas saduceo, como los del evangelio de hoy, y te niegues a saber que la vida no se acaba aquí. Decía un autor italiano, Indro Montanelli, ateo o agnóstico, sobre la muerte y la falta de fe: “Lo confieso, yo no he vivido y no vivo la falta de fe con la desesperación de un Guerriero, de un Prezzolini [...] Sin embargo, siempre la he sentido y la siento como una profunda injusticia que priva a mi vida, ahora que ha llegado al momento de rendir cuentas, de cualquier sentido. Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca”.
            En definitiva, piensa, reflexiona y no te limites a vegetar, a vivir como un vegetal, que se nutre, que respira, que nace, que crece, que da algún fruto y que un día se muere sin más. Es Dios quien nos da sentido a nuestra vida… y a nuestra muerte. Busca tú ese sentido para ti mismo.

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