miércoles, 12 de diciembre de 2018

Domingo III de Adviento (C)


16-12-2018                            DOMINGO III DE ADVIENTO (C)
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Queridos hermanos:
            * Celebramos hoy el tercer domingo de Adviento. Este domingo se llama “gaudete” (alégrate). Y las lecturas nos hablan de la alegría que debemos sentir los creyentes en Dios. Repasemos estas lecturas:
            - “Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén”.
            - “Gritad jubilosos: ¡Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel!”
            - “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres”.
            Pero la alegría de que se nos habla aquí no está relacionada con las cosas. Estas no son duraderas ni estables. Las cosas causan placer, mas no alegría.
La alegría de que aquí se nos habla no está relacionada con la diversión. Esta es conveniente, necesaria como descanso y como tonificante, pero uno no puede vivir eternamente “divertido”.
La alegría de que aquí se nos habla no está relacionada con el éxito. Este es inseguro y fugaz. Si sólo sirve para agrandar mi ego, entonces me distancia de los demás.
La alegría de que aquí se nos habla no está relacionada con el poder. Este endurece el corazón y teme ser arrebatado.
            Entonces, si la alegría no se consigue con las cosas, ni con la diversión, ni con el éxito, ni con el poder, ¿dónde está, y qué y cómo es la alegría de que se nos habla en las lecturas de hoy? Ante todo esta alegría es un don (regalo) de Dios:
- Alegría, porque el Señor ha cancelado nuestra condena (nuestros pecados). Hace un tiempo daba un retiro en Mieres, en la capilla del colegio de las Dominicas, y en el frente del altar estaba escrito: “el justo por los injustos”, es decir, Jesús, que es el JUSTO, ha muerto en la cruz y muere cada día en el altar y en todas las circunstancias de la vida por nosotros, que somos los injustos (por nuestros pecados). Este perdón de Dios hacia nosotros es causa de alegría.
- Alegría porque Dios se complace en nosotros y nos ama. Esta es la razón fundamental de la alegría: el sabernos profundamente amados por Dios, sin ningún mérito por nuestra parte. Voy a poneros dos ejemplos sencillos de esto: 1) Hace poco me decía una madre que su hija pequeña había ido al catecismo y un día vino comentando asombrada: “Mamá, yo sabía que Dios me conocía. Lo que no sabía es que Dios sabía que me llamaba Beatriz”. Sí, Dios me conoce, sabe mi nombre de pila y esto es porque me ama. Porque me ama…, me conoce. Porque me ama…, sabe mi nombre. Distinto de todos los nombres iguales del mundo y de todos los tiempos. (La verdad es que una cosa es decir esto, y otra muy distinta es sentirlo en tu espíritu). 2) El otro día me decía una persona que en una charla espiritual veía el rostro de una mujer, bastante fea. Pero esta mujer fea fue transformando su rostro en belleza ante el Dios que la iba transformando en su interior por lo que se decía en la charla. ¡Cuántas veces veo al empezar la homilía, o la Misa, o la confesión, o en ejercicios espirituales, o en Cursillos de Cristiandad, o en convivencias de fe, o en otras charlas… rostros crispados y… cómo veo después que Dios va transformando (pacificando, serenando, dulcificando) esos rostros por el amor!
Sí, la alegría es un don de Dios, un regalo de Dios. Pero podemos hacernos ahora la misma pregunta que le hicieron los publicanos, los soldados y otra gente a  Juan Bautista: “¿Qué hacemos para que nos sea dada ese don, ese regalo de la alegría?” Juan Bautista nos da algunas orientaciones para disponernos a recibir ese don: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo [...] (a los militares) No hagáis extorsión a nadie ni os aprove­chéis con denuncias, sino contentaos con la paga”. Porque hay más alegría en dar que en recibir.
            Y esto no son sólo palabras bonitas; hay gente que las está viviendo ahora mismo y en muy distintas circunstancias. En 1998 llegó a mis manos una historia terrible. Quizás la cosa sucedió hacia 1996 o 1995. Voy a leeros un trozo de una carta de una monja violada por los serbios en Bosnia a la superiora general: "Soy Lucía Vetru­se, una de las novicias que han sido violadas por los serbios. Permítame que no le dé detalles. Hay en la vida experiencias tan atroces que no pueden contarse a nadie más que a Dios, a cuyo servicio, hace apenas un año, me consagré.
            Mi drama no es tanto la humillación que padecí como mujer, ni la ofensa incurable hecha a mi vocación de consagrada, sino la dificultad de incorporar a mi fe un acontecimiento que cierta­mente forma parte de la misteriosa voluntad de Aquel, a quien siempre consideraré mi esposo divino [...]
            Le escribo, madre, no para recibir consuelo, sino para que me ayude a dar gracias a Dios por haberme asociado a millares de compatriotas mías ofendidas en el honor y obligadas a una mater­nidad no deseada. Mi humillación se suma a la de ellas y sólo puedo ofrecerla por la expiación de los pecados cometidos por los anónimos violadores y por la reconciliación entre los dos pueblos opuestos, aceptando la deshonra sufrida y entregándola a la misericordia de Dios.
            La noche, en que por horas y horas fui violada por los serbios, me repetía unos versos ('Tú no debes morir, porque has elegido estar de la parte del día'), que los sentía como un bálsamo para el alma, enloquecida ya casi por la desesperación [...] En su llamada telefónica, después de decirme palabras de consuelo que le agradeceré toda mi vida, me hizo una pregunta: '¿Qué harás de la vida que te ha sido impuesta en tu vientre?' Lo he decidido ya: seré madre, el niño será mío y de nadie más. Lo podría confiar a otras personas, pero él tiene el derecho a mi amor de madre, aunque no haya sido deseado ni querido. No se puede arrancar una planta de sus raíces. Realizaré mi vocación religiosa de otro modo. Me iré con mi hijo [...] Retomaré el viejo delantal y me pondré los zuecos que usan las mujeres en los días de trabajo e iré con mi madre a recoger resina de los pinos de nuestros grandes bosques. Alguien tiene que empezar a romper la cadena de odio que destruye desde siempre nuestro país. Por eso, al hijo que vendrá le enseñaré solamente el amor. Mi hijo, nacido de la violencia, testimoniará junto a mí que la única grandeza que honra al ser humano es la del perdón.
            Y yo me pregunto tantas veces en todos estos años: qué será ahora de esta mujer, qué ahora será de su hijo, qué será ahora de sus violadores. Y los encomiendo a Dios.
Ésta es la alegría de Dios: saberse conocido personalmente por Dios, saberse perdonado por Dios, saberse amado por Dios. Se capaz, como Él, de no dejarse arrastrar por ese torbellino de odio, de egoísmo, de tristeza profunda, de desesperanza…, sino llenarnos de la confianza de Dios y entregar confianza, llenarnos del perdón de Dios y entregar perdón, llenarnos de esperanza y entregar esperanza, llenarnos de la alegría de Dios y entregar esa misma alegría. ¿Alegría? ¿Por qué? No por lo bueno que nos sucede, por lo que tenemos, o por lo que sabemos. Alegría porque Dios viene a nosotros y está con nosotros ahora y por los siglos de los siglos.

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