miércoles, 5 de septiembre de 2018

Domingo XXIII Tiempo Ordinario (B)


9-9-2018                     DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía en vídeo
Homilía de audio
Queridos hermanos:
            El evangelio de hoy nos narra la curación de un sordomudo por parte de Jesús. Para curarlo, Jesús utiliza la palabra: “Effetá”, que significa ‘ábrete’. Y este rito se utiliza también en el sacramento del Bautismo. Después de imponer el crisma, después de imponer la vestidura blanca al recién bautizado, y después de entregarle la vela encendida del cirio pascual, el ministro toca al bautizado en las orejas y en la boca diciendo: “Effetá”. ‘Abre tus orejas para que escuches la Palabra de Dios. Abre tu boca para que puedas anunciar el evangelio de Dios’[1].
            Pues bien, en el día de hoy quisiera profundizar un poco en el significado del rito que acabo de mencionar. Me voy a ayudar de dos textos. Uno es un cuento y otro son unas palabras de san Agustín tomadas de su libro autobiográfico (Confesiones).
            1) El cuento se titula ‘el mejor discípulo’. “Un maestro tenía un discípulo al que prefería sobre todos los demás, lo que suscitó los celos de los otros discípulos. El maestro, que conocía los corazones de todos, se dio cuenta de ello. Un día les dijo a todos que iban a hacer una experiencia para que comprendieran porqué era el mejor discípulo. El maestro ordenó que le trajeran veinte pájaros, y les dijo a sus discípulos: ‘Que cada uno coja un pájaro, se lo lleve a un lugar en el que nadie lo ve, lo mate y me lo  traiga luego’. Todos los discípulos se fueron, mataron los pájaros y los volvieron a traer. Todos..., salvo el discípulo favorito, que llegó el último y además le devolvió vivo el  pájaro. ‘¿Por qué no lo has matado?’, preguntó el maestro. ‘Porque Vd. ha dicho que tenía que hacerse en un lugar en el que nadie pudiese vernos’, respondió el discípulo. ‘Pues bien, en todas partes en donde he ido, Dios estaba viendo’. ‘¿Ven por qué es el mejor discípulo?’, exclamó el maestro. Y los demás discípulos pidieron perdón a Dios”.
            2) El último viernes del mes de agosto celebré la Misa patronal de la parroquia del Valle: festejábamos a san Agustín. Este gran santo católico no siempre lo fue. Durante los primeros años de su vida hizo sufrir mucho a su madre, santa Mónica. Agustín era soberbio, iracundo y díscolo. Su madre era todo lo contrario: humilde, paciente, y moderada y austera en sus costumbres y forma de vida. Un rico de la ciudad, al ver la gran inteligencia de Agustín, quiso darle estudios y le pagó todos los gastos de maestros y libros, pero él prefirió estar con los muchachos de su edad yendo a los espectáculos públicos. A los 18 años Agustín convivió con la primera de una serie de mujeres; de esta primera tuvo un hijo. Esto, sin embargo, no le hizo sentar la cabeza, sino que Agustín se dedicó a la vida alegre e incluso llegó a cometer algunos robos. Asimismo, Agustín abandonó a la madre de su hijo, no hizo caso de su madre, Mónica, y se dedicó a filosofías extrañas buscando siempre la verdad. Nada le satisfacía: ni la vida de robo, ni la vida de desenfreno, ni la vida que le ofertaban las filosofías que seguía por un tiempo, hasta que las dejaba hastiado de ellas, viendo que no respondían a su anhelo más profundo de la verdad. Con el paso del tiempo, poco a poco Dios se le fue mostrando y ayudando a que se apartara de la mala vida que llevaba. Cuando ya el Dios de Jesucristo y la Palabra de Dios en la Biblia eran para él la verdad que siempre había buscado y que llenaba todo su ser, fue entonces cuando escribió esta frase que en la homilía del último viernes de agosto prediqué en la parroquia de san Agustín del Valle. Es un bello texto de sus ‘Confesiones’: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ver que tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobres estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; ex­ha­laste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz” (S. Agus­tín, Confesiones, Libro X, Cp. XXVII, 38).
            Pues bien, en la homilía de hoy nuevamente aludo a este texto porque, desde mi punto de vista, tiene bastante que ver con el evangelio que acabamos de escuchar. Existe una sordera física, pero es peor aún la sordera espiritual, aquella que nos impide escuchar a Dios y las cosas maravillosas de Dios. Cuando a estas personas se les acerca Dios y les toca diciendo: “Effetá”, entonces su realidad se transforma.
            Cuando aún no hemos abierto las ‘orejas’ y la ‘boca’ de nuestras almas, entonces tenemos envidia como los discípulos del cuento; entonces somos capaces de matar al pájaro, porque pensamos que nadie nos ve, porque Dios no cuenta para nada en nuestra vida, porque juzgamos exclusivamente las cosas desde nosotros mismos o porque sólo percibimos lo material: lo que se ve, lo que se oye, lo que se toca, lo que se entiende…
            Cuando aún no hemos abierto las ‘orejas’ y la ‘boca’ de nuestras almas, entonces, como Agustín, somos personas llenas de rabia, de ira, de soberbia, que herimos gratuitamente a los demás con nuestro comportamiento y con nuestras palabras; entonces dejamos pasar las oportunidades que se nos ofrecen en la vida (pérdida de salud, amistades buenas, estudios y trabajos…); entonces nos dedicamos a correr de aquí para allá queriendo comprar estar ropa, comer en este restaurante, visitar este lugar, tener estos objetos, ir a aquellas fiestas, estar en determinadas situaciones…, que, si no lo conseguimos, nos traen sentimiento de fracaso y, si los conseguimos, nos traen frustración, porque no respondieron a lo que pensábamos que nos reportarían.
            Cuando Dios nos ha abierto las ‘orejas’ y la ‘boca’ de nuestras almas, entonces somos capaces de convertirnos en buenos discípulos de nuestro amado Jesús; entonces somos capaces de ver que no estamos solos, ya que Dios está siempre con nosotros; entonces no tenemos envidia de los otros que están a nuestro lado, sino que nos alegramos con sus alegrías y nos entristecemos con sus sufrimientos.
            Cuando Dios nos ha abierto las ‘orejas’ y la ‘boca’ de nuestras almas, entonces, como san Agustín, nos damos cuenta que llevamos mucho tiempo, demasiado tiempo, lejos de Dios y de su compañía amorosa, tranquila, sanadora; entonces nos damos nuestra que perdimos tanto tiempo con otras cosas y otras experiencias que nos dejaban más secos, más solitarios, más rotos por dentro y con una sed abrasadora; entonces nos damos cuenta que Dios siempre ha estado detrás de nosotros, al lado de nosotros, dentro de nosotros llamando, clamando, suplicando, llorando por nosotros; entonces nos damos cuenta que sólo Él es el Sonido auténtico, sólo Él es la Luz verdadera, sólo Él es el Perfume embriagador, sólo Él calma nuestra sed y nuestra hambre, sólo Él es la Verdad y la Paz que nuestro espíritu anhelaba desde siempre.


[1] Concretamente las palabras que se dicen en el rito son éstas: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre”.

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