24-8-2014 DOMINGO XXI TIEMPO ORDINARIO (A)
ORACION
(y IV)
Homilía en vídeo. HAY QUE PINCHAR EN EL ENLACE ANTERIOR PARA VER EL VIDEO.
Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
Aunque
habría aún muchas más cosas que explicar sobre la oración, sin embargo, con la
homilía de hoy voy a cerrar el ciclo relativo a este tema.
Ya estamos haciendo oración. Porque al
principio la hacemos para después empezar a percibir que recibimos la
oración. Y ahora, ¿qué pasa? No tenemos que ser ilusos. Como os decía
hace tiempo, al empezar a orar lo más normal es que no percibamos nada: Sta.
Teresa de Jesús estuvo en torno a 20 años aburriéndose en la oración y contando
baldosas y verjas, mientras estaba “oficialmente” en oración; tenía que
ayudarse de un libro para concentrarse, para no aburrirse, para no marchar de
allí inmediatamente. Yo estuve durante 3 años haciendo más o menos 5 minutos
diarios (y no todos los días) sin percibir nada. Estos 3 años los pasé con
lectura, con sacrificios, con insistencia y luchando por no pecar y por hacer
el bien. Sólo recuerdo el caso de una mujer italiana que no tenía oración de
meditación, vino a hablar conmigo y le dije cómo tenía que hacerlo y le
“funcionó” en ese mismo momento (es decir, sintió al Señor instantáneamente). Si
sorprendida se quedó ella, más sorprendido estaba yo, pues esto no es lo
habitual. En efecto, en la oración
encontramos aburrimiento, inapetencia, dudas, ganas de dejarlo, sensación de
estar perdiendo el tiempo, tentaciones; nos sentimos mal, porque somos capaces
de dedicar 1 hora ó 2 horas a la tele y no somos capaces de dedicar 2 minutos a
Dios. En estos primeros momentos de inicio del camino de una oración
meditada nos suceden algunas de las cosas que S. Ignacio de Loyola describía al
hablar de la desolación en sus famosos apuntes sobre los ejercicios
espirituales. Decía él que la desolación era “como oscuridad del
alma, turbación en ella, inclinación hacia las cosas bajas y terrenas,
inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a desconfianza, sin
esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de
su Creador”. La desolación se presenta siempre en la vida de
un cristiano, en oración y fuera de ella, y ¡ay del que no pasa por ella! La
desolación fue experimentada por Cristo y por todos los santos y los cristianos
de todos los tiempos. Es necesaria esta desolación a fin de que seamos purificados.
Dios, en su maravillosa pedagogía, nos va llevando a Él y con Él a través de
oscuridades y luces, de soledades y compañías, de tentaciones permitidas y de
presencias que nos rescatan de esas sensaciones, de pecados y de perdón… La purificación de Dios nos quita los
pecados, las imperfecciones, las seguridades en las cosas que no son Dios. La
purificación nos vacía de nosotros mismos para que ese vacío sea llenado
únicamente por Él. “Ya no
vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).
Pero en la
oración también percibimos paz, alegría, aumento de fe; en definitiva, la consolación. Decía S. Ignacio de Loyola
en sus apuntes sobre los ejercicios espirituales: “Llamo consolación espiritual
cuando en el alma se produce alguna moción interior, con la cual viene el alma
a inflamarse en amor de su Creador; y asimismo, cuando ninguna cosa criada
sobre la faz de la tierra puede amar en sí, sino en el Creador de todas ellas.
Asimismo, cuando derrama lágrimas que mueven a amor de su Señor, sea por el
dolor de sus pecados o por la pasión de Cristo, o por otras cosas directamente
ordenadas a su servicio y alabanza. Finalmente, llamo consolación todo aumento
de esperanza, fe y caridad, y toda alegría interna que llama y atrae a las
cosas celestiales y a la propia salud del alma, aquietándola y pacificándola en
su Creador”. Estar consolados es percibir claramente en nuestro espíritu
cómo se cumple en nosotros las palabras del profeta Oseas: “Esto dice el Señor: Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le
hablaré al corazón […] Me casaré contigo en matrimonio perpetuo […], y te
penetrarás del Señor” (Os. 2, 16.21.22b).
Llegados a este punto, creo que ya
nos hemos dado cuenta todos que para caminar en la oración, para entender el
estado en que uno se encuentra y lo que ha de hacer en cada caso, es totalmente
necesario conseguir un maestro de oración, alguien que nos oriente, nos
anime y al que podamos ir a contar cada mes, más o menos, cómo nos va, es
decir, para hacer un discernimiento de lo que nos pasa en la oración y
en la vida de fe y por qué nos pasa. Para más encarecer la necesidad de un
maestro de oración utilizaré las mismas palabras de S. Juan de la Cruz: “- El que solo se quiere
estar, sin arrimo de maestro y guía, será como el árbol que está solo y sin
dueño en el campo, que, por más fruta que tenga, los caminantes se la cogerán y
no llegará a madurar. - El alma sola, sin maestro, que tiene virtud, es como
el carbón encendido que está solo; antes se irá enfriando que encendiendo. -
El que a solas cae, a solas está caído y tiene en poco su alma, pues de sí solo
la fía”.
"Porque al principio la hacemos para después empezar a percibir que recibimos la oración."
ResponderEliminarAl leer estas palabras de D.Andrés, recordé una bonita experiencia que viví.En esa tempora al "hacer oración" comenzaba invocando al Espíritu santo, con la Secuencia; de rodillas, en gran silencio,este Espíritu me envolvía y centraba inmediatamente en gran cercanía a Jesús..y así largo rato. Mi oración era descanso, tregua en el trabajo, risa y paz. Al ver el resultado de la invocación al ES, día tras día corría a hacerla. Un día, arrodillada en mi rincón donde siempre oraba, invoqué el Santo espíritu, como en tantas ocasiones y de pronto me di cuenta y percibí, que era YO la que oraba en ese momento, no el Espíritu Santo, como en tantas ocasiones le había percibido. Acabé pensando que Dios lo hacia para demostrarme que era Él quien decidía, cómo, cuándo y de qué forma y manera deseaba entrar en contacto conmigo. Fue una dura lección, que en su momento me desconcertó y hoy he vuelto a recordar, desde la gran tibieza y oscuridad que vivo.