jueves, 30 de octubre de 2025

Homilías semanales EN AUDIO: semana XXX del Tiempo Ordinario

Romanos 8, 12-17; Salmo 67; Lucas 13, 10-17

Homilía lunes XXX del Tiempo Ordinario

 

 

Efesios 2,19-22; Salmo 18; Lucas 6, 12-19

Homilía san Simón y san Judas, apóstoles

 

 

Romanos 8, 26-30; Salmo 12; Lucas 12, 22-30

Homilía miércoles XXX del Tiempo Ordinario

 

 

Romanos 8, 31b-39; Salmo 108; Lucas 13, 31-35

Homilía jueves XXX del Tiempo Ordinario 

Domingo XXXI del Tiempo Ordinario (C)

2-11-2025                   DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO (C)

                                                   Sb. 11, 22-12, 2; Slm. 144; 2 Ts. 1, 11-2, 2; Lc. 19, 1-10

Homilía en vídeo.  

Homilía de audio.  

Queridos hermanos:

            En el evangelio de hoy se nos presenta el caso de Zaqueo, jefe de publicanos y hombre rico. En tiempos de Jesús había en Israel diversos grupos sociales:

1) Existían los saduceos. Eran los ricos. Ellos nada más aceptaban los cinco primeros libros de la Biblia (el Pentateuco) y, como aquí no se hablaba de la resurrección de los muertos, los saduceos no creían en ella. Para los saduceos Dios “pagaba” en esta vida el cielo y el infierno. Así, cuando un hombre estaba enfermo, era pobre o tenía cualquier desgracia, ello era signo de que había pecado y Dios le castigaba en vida. Al contrario, cuando un hombre estaba sano, tenía riquezas y todo lo iba bien, era porque Dios veía que era bueno y santo, y lo premiaba en esta vida. Fueron los saduceos quienes, para poner a prueba a Jesús, le plantearon aquel caso de una mujer que se había casado con varios hermanos y de ninguno había tenido hijos. Luego le preguntaron que, al morir, de cuál de los hermanos sería mujer. Con ello querían decir que la resurrección era algo ridículo.

2) Un segundo grupo eran los fariseos. Estos creían en la resurrección de los muertos. Ellos elaboraban las normas que explicaban y aplicaban la Ley de Moisés; para ellos tenía más importancia la Ley de Moisés, y la interpretación que ellos daban, que el hombre. Los fariseos eran judíos fervorosos. En este grupo estaban Pablo, Nicodemo…

3) Un tercer grupo lo formaban los zelotes. Eran guerrilleros y soldados, y luchaban con armas contra los romanos y contra los judíos colaboracionistas, como los publicanos, y contra los judíos permisivos, como los saduceos. Se dice que dos de los apóstoles eran zelotes: Simón el menor y Judas Iscariote. ¿No recordáis que, en cierta ocasión en que Jesús hablaba de enfrentamientos, varios apóstoles sacaron unas espadas que llevaban escondidas, y también en el huerto de los Olivos? Se ve que iban preparados para la guerra.

4) También existían un grupo de judíos, denominados publicanos. Eran judíos que cobraban los impuestos de los compatriotas suyos a cargo de los romanos quedándose con una parte. Por ejemplo, los romanos les podían decir que cobrasen a cada compatriota 10 denarios y que 2 eran para ellos y que los otros 8 se los entregaran a los romanos. Pero muchos de estos publicanos cobraban 15 denarios; 8 para los romanos y 7 denarios para ellos. El negocio era redondo. A la vista de todos, los publicanos eran la escoria: para los saduceos por advenedizos y pertenecer a una clase social más baja; para los fariseos porque trataban con los romanos y se contagiaban de sus costumbres y estaban empecatados, estaban condenados al infierno sin remisión posible; para los zelotes por traidores y colaboracionistas; y para el pueblo llano porque los “sangraban” con los tributos. El evangelista-apóstol Mateo-Leví era publicano.

5) Finalmente, estaba el pueblo llano. Eran los más humildes: labradores, pescadores, artesanos, mendigos, etc. De aquí procedían la mayoría de los apóstoles y el mismo Jesús.

Es conveniente saber todas estas cosas para comprender mejor lo que hoy se nos relata en el evangelio. Zaqueo no sólo era publicano, sino que era jefe de publicanos y, además, rico. Zaqueo se entera que Jesús viene a su ciudad. Esto era un acontecimiento para todos los lugares por los que Jesús pasaba. Su fama de hombre santo, de profeta y de taumaturgo (hacedor de milagros) le precedía. Toda la ciudad y la gente de los alrededores estaban allí para ver a Jesús. También Zaqueo quería ver a Jesús. Nos dice el evangelio que Zaqueo era bajo de estatura. El se metía entre la gente y ésta, que lo reconoció y le tenía ganas, empezó a pellizcarlo, a darle patadas por la espalda y a darle collejas, a insultarlo, pero a él no le importaba, porque quería ver a Jesús. Cuando vio que era imposible ver a Jesús, entonces, previendo el camino que iba a seguir Jesús, se subió a un árbol por donde había de pasar. Y se subió al árbol como un mozalbete. Estaba haciendo el ridículo, poniéndose en evidencia, pero no le importaba, porque quería ver a Jesús. Por ver a Jesús Zaqueo soportó golpes, insultos, vejaciones. Por ver a Jesús Zaqueo se puso en ridículo y en evidencia, pero todo lo daba por bien empleado por ver un poco a Jesús, aunque fuera simplemente de lejos y al pasar. Entonces nos dice el evangelio: Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: ‘Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.’ ¿Por qué Jesús ve a Zaqueo y no ve al resto de la gente? Muy sencillo, porque los demás iban a ver a “Fernando Alonso”, a “Ana Rosa Quintana”, al “Barça”, al “Real Madrid”, en definitiva, iban a ver el espectáculo. Iban a ver los toros desde la barrera, pero no estaban dispuestos a perder nada de lo suyo ni de sí mismos por ver a Jesús. Jesús sabe todo esto y por eso ve a Zaqueo, ve el interior de Zaqueo y quiere hospedarse en su casa.

Fijaros en otro aspecto de las palabras de Jesús. Jesús dice a Zaqueo que baje del árbol, pues Jesús ve que Zaqueo se ha humillado y puesto en ridículo para verle, pero Jesús, que ama y ama de verdad, no quiere que Zaqueo prolongue la humillación más y le trata de tú a tú. Sólo el que ama le duele el dolor del otro como propio, le duele el ridículo del otro como propio.

Mas sigamos con el evangelio: “Él bajó en seguida y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: ‘Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.’”
Sí, cuando Jesús habló a Zaqueo, éste se puso muy contento. Cuando Dios se fija en un hombre y le habla, enseguida la alegría toma posesión de ese hombre. Y ¿qué pasa con el resto de la gente de Jericó? Pues que la envidia se apodera de ellos. Y reparten “leña” contra Jesús y contra Zaqueo: ‘Este es un pecador y “el profeta” (Jesús) entra en casa de un pecador; no debe ser tan santo si anda con traidores, estafadores, ladrones, ricos…’ En realidad, repito que es pura envidia.

¿Por qué sabemos que lo de Zaqueo no era un mero espectáculo, un ver a “Fernando Alonso” o un poco de circo, o de “Aquí hay tomate”? Pues porque el evangelio nos cuenta que Zaqueo da signos de cambio en su vida: ‘Yo que tengo fama y merecida, como todos los publicanos, de pesetero; ahora daré la mitad de mis bienes a los pobres y si en algo he robado, devolveré cuatro veces más’.

¿A quién se nos parecemos más nosotros? ¿A Zaqueo o a los otros hombres de Jericó? ¿Estoy dispuesto a perder, a quedar en ridículo, a morir para encontrar a Jesús? Los que responden afirmativamente a esta pregunta sentirán cómo el Señor alza la vista ante ellos y les dice “baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. ¡Qué suerte tendremos en nuestra vida si, a la hora de nuestra muerte, Jesús nos dice como a Zaqueo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa…”!

miércoles, 29 de octubre de 2025

Todos los Santos (difuntos) (C)

1-11-2025                               TODOS LOS SANTOS (C)

                                                              Ap. 7, 2-4.9-14; Slm. 24; 1 Jn 3, 1-3; Mt. 5, 1-12

Homilía en audio.  

Homilía de audio.  

Queridos hermanos:

            Cada año por estas fechas nos aproximamos a los cementerios, los limpiamos un poco, depositamos unas flores sobre las tumbas o al lado de los nichos, mandamos decir unas Misas. ¿Es simple­mente una tradición o una venerable costumbre? ¿Lo hacemos porque tenemos miedo de sus espíritus, que nos pidan cuentas por no preocuparnos de ellos o es por amor y respeto hacia ellos? ¿Lo hacemos porque, en definitiva, nos sentimos atemorizados ante el hecho de la muerte, que nos ha de llegar a todos, o porque quere­mos pedir a Dios que no les tenga en cuenta sus pecados y los admita en su seno? Todas éstas son preguntas que tenemos que hacernos y respondernos a nosotros mismos.

            ¿Cuál es el sentido de la muerte? Algunos hombres han dicho que el hombre es un absurdo[1], que es un ser para la muerte, que es como una cerilla que se enciende y enseguida se apaga: bien porque se consume rápidamente, bien porque una corriente de aire lo apaga.

            Vamos a hacernos algunas preguntas nosotros. (Yo las digo en alto, vosotros las contestáis en vuestro interior):

Sobre el sentido de la vida:

- ¿Cuál es el sentido de la vida?

- ¿Cómo encontrar el propósito de la vida?

            - ¿Qué es lo primordial para ti en la vida?

- ¿Qué hace que una vida merezca la pena?

- ¿Qué cosas valorarías si supieras que tu vida está por terminar en uno o dos meses? 

Sobre la muerte

- ¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte?

- ¿Por qué nos cuesta tanto hablar de la muerte?

- ¿Somos conscientes de que vamos a morir?

- ¿Qué es lo que más te atemoriza de la muerte?

- ¿Cómo reaccionarías o has reaccionado ante una enfermedad grave o terminal?

- ¿Dónde está mi madre, mi padre, mi hijo, mi amigo…?

- ¿Volveré a verlos?

Sobre la vida y la muerte

- ¿Cómo se vive mejor, eludiendo la muerte o confrontándola?

- ¿Por qué y para qué estamos aquí?

- ¿Hay vida después de la muerte?

- ¿Qué legado queremos dejar en este mundo? 

            El hombre piensa que el tiempo va en su contra; corre rápidamente hacia la vejez, hacia la muerte. Por eso trata de parar el tiempo y estar en la eterna juventud. (Cfr. crecepelos para la calvicie; a las mujeres: que si las patas de gallo, que si cremas, que si el cutis, que si cirugía estética). Se intenta ser y estar siempre joven. Se envidia a las artistas que parece que no pasa la edad por ellas, pero… tienen peluca, patas de gallo, ojo de cristal…

            Vamos a mirar esta realidad, no solo desde el punto de vista personal, desde el punto de vista humano, desde la sola razón, sino también desde la fe en Jesús:

¿Qué nos dice Jesucristo, el Hijo de Dios? “Yo soy la resu­rrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivi­rá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11, 26). Por eso, para el cristiano la realidad de la vida y de la muerte es y tiene que ser diferente que para las personas que no tienen fe.

- El cristiano tiene una dialéctica de vida y muerte. El cristiano no tiene que esconder la cabeza bajo el ala, sino que ha de coger el toro por los cuernos. Todos deberemos hacerlo, antes o después.

- El hombre ha de pensar sobre su fallecimiento, sobre su desaparición. Es necesario. Pero también es bueno y necesario que podamos hablar de ello con otras personas, con nuestros seres queridos. Me ha tocado ser testigo de la soledad de los enfermos graves, que no pueden hablar de su futuro y de la muerte con sus seres queridos. Y viven esos instantes en la soledad. “No digas eso. Te vas a poner bien…” Tiene un cáncer terminal y se le dice que son gases o achuchones, pero que se va a poner bien.

- El cristiano, a medida que pasa la vida, ha de morir, pero al egoísmo, a su odio, a sus intereses, a su pecado. En definitiva, como dice S. Pablo, al hombre viejo. Y ha de nacer a la misericordia, al amor, a la generosidad, al preocuparse de los demás, al hombre nuevo. Así S. Pablo dice que no vive él, sino Cristo en él. Y Jesucristo dice “vivirá”, “no morirá para siempre”.

            - El hombre no es un absurdo, no es un ser para la muerte. Somos seres para la vida, para una VIDA CON DIOS, una vida que durará por siempre, una vida que la que todos seremos felices, pero una vida que hay que comenzar a construir aquí. Empezaremos a vivir cuando muramos, cuando muramos al pecado que nos esclavi­za, que no hace temer la muerte. Empezaremos a vivir cuando caminemos hacia Dios por el camino de la santidad de que os hablaba ayer.

            - El cristiano nunca ha de temer la muerte. Cristo es la resurrección y la vida, y Él está con nosotros hasta el fin del mundo. Él ha resucitado y por eso nosotros también resucitaremos.



[1] El famoso filósofo francés Sartre ve como un gran absurdo de la existencia humana, y dice: “Es absurdo que hayamos nacido, es absurdo que muramos”.

miércoles, 22 de octubre de 2025

Domingo XXX del Tiempo Ordinario (C)

26-10-2025                 DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO (C)

                                     Eclo. 35,12-14.16-18; Slm. 33; 2 Tim. 4, 6-8.16-18; Lc. 18, 9-14

Homilía en vídeo.  

Homilía de audio.  

Queridos hermanos:

            - En este domingo hemos escuchado la parábola del fariseo y del publicano.

El fariseo es un hombre fiel a las normas religiosas en grado sumo: 1) Aunque sólo estaría obligado a ayunar una vez al año, él lo hace dos veces a la semana. En estos dos días a la semana el fariseo no come ni bebe nada, ni agua siquiera. 2) El fariseo paga el diezmo de todo lo que tiene, aunque no tiene obligación de ello, pues el pago del diezmo es obligatorio para el productor y no para el consumidor. 3) Además, el fariseo no roba, no es adúltero, no comete injusticias. Realmente este fariseo es una ‘joya’ y una maravilla de ‘hombre religioso’.

El publicano, en cambio, es un traidor a su patria y a sus compatriotas por colaborar con el ejército invasor, con los romanos. Es ladrón y usurero, sanguijuela de los pobres, huérfanos y viudas, es avaro y estafador. El publicano se da cuenta que, ante Dios, tiene las manos vacías y manchadas.

Sin embargo y a pesar de todo lo dicho anteriormente, quien obtiene el favor y la salvación de Dios es el publicano y no el fariseo. ¿Por qué? ¿Qué mal ha hecho el fariseo? Él no miente sobre su observancia y sobre su fidelidad a la religión. ¿Qué ha hecho, en cambio, el publicano para obtener el favor de Dios? En realidad, el fariseo no hace una oración de agradecimiento a Dios por la fe que Éste le ha dado, sino que su oración es un enunciar sus propios méritos, pues las obras que hace van más allá de los exigido por la Moisés, y Dios TIENE que recompensarle por ello. Su religiosidad se convierte en un ‘autobombo’, que le hace despreciar a los demás, porque los demás están por debajo de él. Por otra parte, cuando hablamos y actuamos los gestos son importantes. Fijaros en los gestos del fariseo: en el templo se queda muy cerca de Dios, pues tiene derecho a ello y trata a Dios casi de un igual a igual; el fariseo se planta firme ante Dios y con la cabeza bien alta y con la mirada firme; el fariseo mira a los demás por encima del hombro… En realidad, el fariseo no se reconoce culpable de nada, ni necesitado de nada ni de nadie, ni siquiera de la salvación de Dios. Y esto es precisamente lo que le cierra el corazón de Dios, al cual no necesita para nada.

Veamos qué pasa con el publicano y cómo es su postura física en el momento de orar. Éste se queda en la parte de atrás del templo, pues tiene vergüenza de acercarse a Dios; está con los ojos bajos; y se golpea el pecho constantemente. Y es que el publicano, al entrar en contacto con Dios, se siente urgido a una conversión radical de vida. Habla a Dios con humildad y de inferior a superior. Confiesa la necesidad que tiene del perdón, del amor y de la salvación de Dios: “¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!” Y es este hombre, el publicano, quien recibe la salvación de Dios.

Al dar Dios su paz al publicano y no al fariseo, se cumplen así las palabras de la primera lectura: “Los gritos del pobre atravie­san las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa." Se cumplen las palabras de la Virgen María ante su prima Isabel: “Dios dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos” (Lc. 1, 51s). Finalmente, se cumplen las palabras de Jesús en este evangelio: Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.”

Para alcanzar la salvación de Dios y su favor hemos de aprender del publicano:

* Ante Dios nadie hay inocente. Todos tenemos algún pecado o más bien muchos pecados. Hace unos años iba yo hacia las 10 menos cuarto de la mañana para orar en la catedral antes de celebrar la Misa de 11. Había algunos chicos que regresaban de la juerga nocturna y uno de ellos me dice: “Cura, soy un pecador”. Y a continuación añade: “Yo no creo en Dios”. Sólo es pecador quien cree en Dios y quien tiene una relación de fe y de amor con Dios. Si esto no es así, no hay pecados; hay fallos o errores. Pecador es aquella persona que actúa contra el plan de Dios y lo hace de modo consciente, tanto porque tiene certeza de la existencia de Dios, como de su voluntad y actúa contra ella. Repito, por tanto, el hombre creyente sabe que, ante Dios, uno siempre falla, pues El es el único Santo y uno es pecador.

* Si el hombre creyente se ve pecador (como el publicano), entonces se puede reconocer necesitado del perdón de Dios, de la salvación de Dios, del amor misericordioso de Dios. El hombre creyente y pecador se sitúa siempre en humildad ante Dios.

* El hombre creyente pecador no mira por encima de los hombros a los demás hombres, porque él no es mejor que ellos. Si los demás pecan, él también. Si los demás necesitan de Dios, él también. Por ello el hombre creyente pecador no juzga ni condena.

* El hombre creyente pecador tiene actos y gestos de humildad y de confianza ante Dios. No ve denigrante arrodillarse ante un sacerdote para pedir perdón, ante un sagrario para orar a su Amado. ¡Cuánto me impresiona siempre ver a personas arrodillarse para recibir el Sacramento de la Penitencia! ¡Cuánto me impresionan las personas que hacen la genuflexión ante el sagrario o se arrodillan en el banco para orar o hacen la señal de la cruz en la calle o en el templo! Hace un tiempo estuve enfermo de gripe en la cama y vino un joven a confesarse y a hacer dirección espiritual. Al terminar y estirar yo la mano, desde la cama, para darle la absolución, el joven estiró su cabeza para que mi mano tocara su cabeza y sentir así el perdón de Dios.