miércoles, 20 de julio de 2022

Domingo XVII del Tiempo Ordinario (C)

24-7-2022                   DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO (C)

                                                          Gn. 18, 20-32; Slm. 137; Col. 2, 12-14; Lc. 11, 1-13

Homilía en vídeo.

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            Seguimos con las homilías sobre las obras de misericordia:

4.3.- Vestir al desnudo

Corría el invierno del año 337. Martín era un soldado romano y cerca de las puertas de la ciudad se encuentra con un mendigo titiritando de frío. Martín se quita su capa y con la espada la parte a la mitad. Una mitad se la da al mendigo y la otra mitad se la queda él. ¿Por qué no le dio la capa entera?, preguntan algunas personas. Pues porque la otra mitad pertenecía al ejército romano y no era suya. Martín dio de lo que era suyo. La noche siguiente se le aparece Jesús a Martín cubierto con la mitad de la capa para agradecerle su gesto. Martín no sabía, cuando dio la mitad de la capa, que en el aquel pobre mendigo se encontraba Jesús.

- Dice Jesús: “Estuve desnudo y me vestisteis” (Mt. 25, 36). En la Biblia estar desnudos es algo negativo. El que no tiene ropa es el pobre, pero también el humillado. Así nos los describe Job en su libro: “Pasan la noche desnudos, sin nada de ropa que ponerse, sin cobertor, a merced del frío […] Andan desnudos, sin ropas, hambrientos” (Jb. 24, 7.10). Desnudo está el que peca (Gn. 3, 7 [Adán y Eva]), el esclavo vendido como tal (Gn. 37, 23 [José despojado de sus vestiduras para ser vendido como esclavo]), se desnuda a los encarcelados (Is. 20, 4: “desnudos y descalzos, y con las nalgas al aire”), el enfermo mental y endemoniado se viste cuando sana; antes estaba desnudo (Mc. 5, 15).

- ¿Cómo podemos vestir nosotros al desnudo? 1º Entregando ropa al que no tiene, entregando calzado al que no tiene, 2º ayudando en la rehabilitación de las casas (puertas y ventanas que no encajan bien, arreglos de techos que tienen goteras, ropa de cama…), pues vestir no se viste sólo el cuerpo, sino también el techo que está sobre el cuerpo. Para ello procuraremos 3º no herir al desnudo (el que no tiene ropa o casa) con nuestras modas, con nuestros armarios bien repletos, con ropas de marca, con casas suntuosas y llenas de cosas innecesarias… Si tenemos menos de lo superfluo, podremos tener más para ‘vestir al desnudo’, como acabamos de decir.

- Podemos vestir, además, al desnudo dándole y reconociéndole una dignidad que Dios le ha dado, ya que nos creó a todos a su imagen y semejanza (Gn. 1, 27). Si acepto a los demás como son, los estoy vistiendo. Si los respeto, los estoy vistiendo. Si no los calumnio o difamo, los estoy vistiendo. Si no les manipulo ni insulto, los estoy vistiendo.

Sí, en la Biblia vestir a una persona era dotarle de una dignidad espiritual: “Que tu ropa sea siempre blanca” (Ecl. 9, 8); Ezequiel nos habla de un “hombre vestido de lino” y que viene de parte de Dios (Ez. 9, 2).

Pero entonces, ¿cuál es la mejor ropa con la que podemos vestir a los demás? Y, por supuesto, ¿cuál es la mejor ropa con la que podemos vestirnos nosotros? Lo descubrió san Agustín al leer la Sagrada Escritura y convertirse: “Revestíos del Señor Jesús” (Rm. 13, 14). Por eso san Pablo nos dice: “Mientras estamos en esta tienda de campaña, gemimos angustiosamente, porque no queremos ser desvestidos, sino revestirnos, a fin de que lo que es mortal sea absorbido por la vida” (2 Co 5, 4).

4.4.- Acoger al forastero

- “Fui forastero y me hospedasteis” (Mt. 25, 25). Este mandato estaba muy dentro del pueblo de Israel. “El emigrante que reside entre vosotros será para vosotros como el indígena; lo amarás como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis vosotros en Egipto” (Lv. 19, 34). Quien mejor puede acoger a un forastero es el que ha sido forastero. Sí, quien mejor tiene disposición para acoger a los forasteros son aquellos que se consideran a sí mismos forasteros allí donde están y residen. Como dice san Pablo a los filipenses, “nosotros (los cristianos) somos ciudadanos del cielo” (Flp. 3, 20). Estamos de paso[1] y confraternizamos bien, o debemos hacerlo, con aquellos que están de paso también. Y, como siempre, debemos hacerlo así, porque acogiendo al forastero, acogeremos a Dios mismo. Esto le pasó a Abraham, que, sin saberlo, acogió a la Stma. Trinidad (Gn. 18, 2-8).

- El forastero no tiene hogar, no tiene familia, no tiene seguridades. Está a la intemperie. Cualquier sonrisa, gesto amable, un poco de paciencia con su ignorancia de los lugares y costumbres, y con su desconocimiento del idioma, es mucho para él. Si hacemos esto, estamos cumpliendo el mandato de Jesús. Incluso Jesús, en una de sus parábolas, llega a decir que no hemos de dudar en molestar a los amigos por atender a los forasteros inesperados (Lc. 11, 5-6).

Acogemos al que llega a una oficina o sitio donde trabajamos y le atendemos con amabilidad. Ése que viene allí es forastero allí y yo debo acogerlo. Acogemos al que llega nuevo a un lugar de trabajo, como yo me sentí acogido por Yolanda, profesora de matemáticas, el primer día que llegué a la sala de profesores del instituto de Cudillero.

Veamos otro ejemplo de acogida, pues el ‘forastero’ se nos puede presentar en cualquier momento y bajo cualquier apariencia: Hace un tiempo escuché a un misionero salesiano, que estaba en Indonesia, narrar un hecho que le había sucedido en este país. Este misionero iba a evangelizar, a celebrar la Eucaristía y otros sacramentos. Se trasladaba en coche por los diversos poblados que comprendía la misión que tenía encomendada. Cuando terminaba en un poblado y se disponía a regresar a la ciudad en donde tenía la sede la misión, la gente le pedía que la llevara en el coche hasta la ciudad y así poder hacer sus cosas allí. Normalmente, el coche iba atestado de personas. En una de estas ocasiones y de regreso a la ciudad vio el misionero a un anciano que caminaba penosamente. A este anciano le faltaban aún unos cinco kilómetros para llegar a la ciudad. Detiene el misionero el coche y le dice: “Siento no poder llevarlo conmigo, pero, como ve, tengo el coche lleno”. A lo que el anciano le respondió. “Si tengo sitio en su corazón, tendré sitio en su coche”. El misionero se quedó sorprendido ante aquellas palabras y entonces dijo a la gente que se apretaran un poco más, pues iba a subir un nuevo pasajero. Y así fue. En el coche cupo el anciano y pudieron llegar todos a la ciudad. Si alguien tiene sitio en mi corazón, en aquel momento tendrá sitio en mi casa, en mi tiempo, en mi oración, entre mis amigos, en mis lágrimas, en mis alegrías, en mis pensamientos, en mis recuerdos, en mi cartera... Sí, si tengo sitio en mi corazón, entonces podré cumplir el mandato de Jesús: “Fui forastero y me hospedasteis” (Mt. 25, 25).


[1] Episodio del turista yankee y el pobre-sabio egipcio: “Yo también estoy de paso”.

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