jueves, 24 de septiembre de 2020

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (A)

 27-9-20                       DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO (A)

Ez. 18, 25-28; Slm. 24; Flp. 2,1-11; Mt. 21, 28-32

Homilía en vídeo

Homilía de audio.

Queridos hermanos:

            Si leemos las lecturas y el evangelio de hoy, podemos sacar la conclusión rápida que se nos proponen unas normas de comportamiento a los cristianos, pero esto no es así.

AFIRMO CON TOTAL ROTUNDIDAD Y CONVENCIMIENTO: Cualquier persona que viva en Dios y para Dios, este mismo Dios reproducirá en esta persona los rasgos mencionados en las lecturas de hoy, y los demás podremos reconocer en esta persona que Dios habita en ella. O sea, no se trata de que tengamos que luchar por vivir estas normas para llegar a Dios. NO. Es más bien que, al estar Dios en nosotros, estos comportamientos serán connaturales en nosotros. Nunca me cansaré de repetir esta idea: no somos nosotros quienes hacemos (o debemos) hacer el bien, sino que es el mismo Dios quien hace el bien en nosotros. Esto está en línea con lo dicho por Jesús en el episodio del joven rico: “Un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?’  Jesús le dijo: ‘¿Por qué me llamas bueno? Solo Dios es bueno’ (Mc. 10, 17-18).

            Después de esta introducción, vamos a comenzar con la homilía. Voy a repetir algunas de las frases de la segunda lectura que acabamos de escuchar y que la Iglesia desea que hoy reflexionemos sobre ellas[1]. Lo haremos desde esta perspectiva que acabo de indicar más arriba:

- “Dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás”. Parto de una experiencia (que me marcó mucho) de mis tiempos como párroco en Taramundi. En Turía, la aldea más perdida y elevada del concejo, había una señora mayor que tenía una hija, de unos 30 años, con el síndrome de Down. Querría que hubierais visto qué fe tan grande había inculcado aquella madre en su hija y cómo esta, cuando venía a confesarse, la devoción con que lo hacía y el amor tan grande que tenía a la Virgen María. Además, esta señora se ocupaba de su marido, mayor y enfermo, y de un hijo soltero y que creo que se daba algo a la bebida. Yo miraba el rostro de esta señora y estaba transido de paz y de serenidad. Recuerdo que, al empezar la Misa, yo decía: “el Señor esté con vosotros”, y ella, en vez de responder: “y con tu espíritu”, respondía: “y con SU espíritu”, pues le parecía que era una falta de respeto tratar al cura (de 25 años) de tú. Esta señora no tenía que hacer esfuerzos por vivir la humildad o por considerar superiores a los demás. Era algo connatural a ella, pues vivía en la paz de Dios y con la paz de Dios. Es decir, Dios habitaba en ella y ella le había abierto totalmente su corazón, su alma, su familia, su vida. Esta mujer no se quejaba, no protestaba y vivía la vida que le había tocado vivir con una paciencia y una humildad que solo Él podía darle, y que a mí me emocionaba y me movía a mayor devoción. Su rostro, sus reacciones, su vida eran para mí una predicación continua. Esta mujer no había estudiado teología, no sabía por los libros nada de todo lo que yo había aprendido en el Seminario, pero vivía de modo natural la humildad de corazón y la santidad de vida.

- “No obréis por envidia ni por ostentación”. La persona poseída por Dios no se entristece por lo bien que le va a los demás, ni se alegra por lo mal que le va los demás. Esta persona siente en lo más profundo de su ser que Dios ama a esas personas con un amor grande y Dios hace que ame también a esas personas. Así, el mal que viene a los otros, le viene a ella; y lo mismo pasa con el bien. A la persona que es tentada con la envidia (causa mucho sufrimiento esta tentación) le suelo poner de penitencia, al venir a confesarse, que ore dando gracias a Dios por todos y cada uno de los bienes que le acontecen a la persona envidiada, y asimismo que suplique a Dios por la persona envidiada a causa de todos y cada uno de los males que le vengan a esta persona.

Por otra parte, la ostentación y la presunción huyen de los poseídos por Dios. Dios, que es sencillo, contagia dicha sencillez en los que habita: El tener no vale nada, el poseer no vale nada, el saber no vale nada, el poder no vale nada… En las personas habitadas por Dios se cumple aquella máxima de los santos: “Si tienes a Dios, ¿qué te falta? Si te falta Dios, ¿qué tienes?”

- “No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás”. La persona poseída por Dios es vaciada de su egoísmo, y solo piensa en los otros, porque ha aprendido de Dios que, no mira para sí mismo, sino para sus hijos, los hombres. Jesús, el Hijo de Dios, siendo rico, se hizo pobre por nosotros; siendo inmortal, se hizo mortal por nosotros; siendo Dios, se hizo hombre por nosotros… Así, cuando experimentas que Dios no mira para sí, sino para ti, entonces aprendes de un modo misterioso, pero real que ese es el camino en la relación con los demás. Ya no importas tú, sino que importa el otro. Y eso se logra porque Dios mismo te llena de su amor y ese amor divino hace que el egoísmo desaparezca de ti o disminuya mucho. De este modo, de un modo natural (alguien podría decir mágico), pero real te das cuenta que te importa más el interés y la necesidad del otro más que los tuyos. Te conviertes ‘en una madre’ para el otro o para los otros. Una madre se olvida de sí misma para darse a los hijos. Supongo que ya conocéis aquella historia en que un niño de unos 6 años fue al colegio por primera vez. Al cabo de unos días le preguntó a su madre que por qué era ella tan fea. Así lo decían los otros niños, y el hijo efectivamente se dio cuenta que su madre era fea al compararla con las madres de los otros compañeros. Nunca se había fijado en ello antes, pero viendo la diferencia con las otras madres y oyendo los comentarios de sus compañeros, cayó en la cuenta de esta diferencia. A esta pregunta la madre respondió que, siendo él muy pequeño, se incendió la habitación donde dormía. Todo estaba lleno de fuego y entonces ella entró y lo cogió contra su pecho para que no se quemara y lo protegió con sus brazos y con su rostro. Por eso, ella tenía la cara quemada y los brazos quemados, y por eso era tan fea. Entonces el niño le echó los brazos al cuello y le dijo: ‘¡Mamá, para mí eres la más guapa del mundo!’

Del mismo modo, cuando Dios nos da ese amor como de madre hacia los demás, no tenemos ningún reparo en ser feos, en quemar nuestras caras y brazos para que los demás no se quemen, no tenemos ninguna obsesión por cuidar nuestros propios intereses, sino en buscar el interés de los otros.

- “Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir”. Esto solo es posible cuando estamos llenos de Dios y Él nos da su misma unidad con el Hijo y el Espíritu Santo, y su mismo amor. Sí, la unidad nuestra con Dios produce inmediatamente la unidad nuestra con los demás (buenos o malos, de aquí o de allá, con igual pensamiento o de diferente pensamiento). La unidad nuestra con Dios produce inmediatamente la unidad nuestra con la Iglesia de Jesús.

En definitiva, busquemos a Dios y con Él nos será dado todo.

 [1] Os voy a hablar de un sistema que yo utilizo al leer la Biblia y orar sobre ella. Me ayuda mucho y me viene bien. Leo una primera vez un trozo de la Sagrada Escritura. Luego vuelvo a leerlo de nuevo, pero ya más despacio y dejando que me toque en mi espíritu alguna frase o palabra determinada. Y por tercera vez ya vuelvo sobre el texto, pero parándome y saboreando y reflexionando sobre esas frases o palabras que me tocaron y conmovieron. Así hice al preparar esta homilía.

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