jueves, 14 de mayo de 2020

Domingo VI de Pascua (A)


17-5-20                                   DOMINGO VI DE PASCUA (A)
Queridos hermanos:
            El domingo pasado os hablaba sobre la Iglesia, ese cuerpo vivo al que pertenecemos, ese grupo de fieles al que Dios nos ha llamado, elegido y consagrado. Sin embargo, ya sabéis que no es obligatorio estar dentro de la Iglesia: se puede entrar libremente y se puede uno salir libremente. Asimismo, cuando uno está dentro de la Iglesia, puede uno madurar y crecer libremente en ella como cristiano o puede simplemente ‘vegetar’ como cristiano.
            Hoy quisiera que reflexionásemos sobre los motivos por los que permanecemos en esta Iglesia de Cristo, y ha sido la segunda lectura que acabamos de escuchar quien me ha dado esta idea para la homilía de hoy. En efecto, dice san Pedro: “estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere”.
            Si se acerca una persona a nosotros y nos pregunta por qué estamos dentro de la Iglesia, ¿qué le diríamos? Entre otras cosas…
            * Le podríamos decir que estamos en la Iglesia de Jesús, porque somos débiles y pecadores, y hemos sentido y sentimos en cada momento de nuestra vida que Dios tiene paciencia con nosotros, y que Dios nos perdona y tiene misericordia de nosotros.
            * Le podríamos decir que estamos en la Iglesia, porque leemos la Palabra de Dios y ella nos enseña, nos da vida, nos da luz, nos muestra el camino, nos dice, y comprobamos como cierto, que, no solo hemos de vivir de lo material, sino y sobre todo de lo espiritual y de lo que da sentido a nuestra vida (“El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” [Mt. 4, 4]).
            * Le podríamos decir que pertenecemos a la Iglesia, porque esta nos ha acogido al poco tiempo de nacer (Bautismo), nos ha alimentado y alimenta con el Cuerpo del Hijo de Dios (Comunión), porque perdona nuestros pecados y no se escandaliza de ellos (Confesión), porque nos da la fuerza del Santo Espíritu (Confirmación), porque bendice el amor del hombre y de la mujer (Matrimonio), porque fortalece la debilidad humana en la vejez y en la enfermedad (Unción de los enfermos), porque sirve a sus hijos con sus ministros (Orden Sacerdotal), porque nos acoge y no entrega al Padre a la hora de nuestra muerte (funeral)…
            Si se acerca una persona a nosotros y nos viera actuar durante una semana o un mes, ¿en qué podría notar que pertenecemos a la Iglesia de Cristo? Entre otras cosas…
            * Se nos podría notar (y debería notársenos) en que vivimos de un modo austero, lo cual está lejos de vivir miserable y tacañamente, pero también de derrochar y de dejarnos envolver por el consumismo de esta sociedad.
            * Se nos podría notar (y debería notársenos) en que somos generosos con las necesidades de los otros: necesidades materiales (ropa, comida, pagar la luz, el alquiler de la vivienda…), necesidades de tiempo (estar y acompañar a los que están solos y/o son ancianos, escuchar a los que nadie escucha…), necesidades de afecto…
            * Se nos podría notar (y debería notársenos) en que somos constantes en la oración, en la asistencia a la Eucaristía de nuestras parroquias, en que, durante las Misas, cantamos, contestamos a las oraciones, estamos atentos y participativos, en que somos comunidad de fe y de hermanos.
            * Se nos podría notar (y debería notársenos) en que estamos prontos al perdón y a la comprensión de los otros, en que somos gentes de paz y amables, en que somos honestos, trabajadores y responsables.
            * Se nos podría notar (y debería notársenos) en que la alegría de Dios está en nuestros ojos, en que la esperanza de Dios está en nuestros rostros, en que el amor de Dios está en nuestras manos.
            Ya para ir terminando os narraré a continuación una historia preciosa que va en línea con todo esto que os estoy diciendo:
            Nos los contó un misionero en África: “Son muchos los cristianos que se acercan a celebrar la reconciliación con Dios y con el hermano. Pero anoche me ocurrió una cosa que quisiera compartir con vosotros... Estaba confesando en la iglesia de uno de los barrios más populosos de Parakou (Benin). De pronto se pone de rodillas un niño de unos 8 ó 9 años de edad. Me llama la atención que no haga la señal de la cruz y que se quede como pasmado sin articular palabra. Y entonces surge el diálogo:
            - ¿Estás bautizado? - No, no lo estoy. - ¿Eres cristiano? - No, no lo soy.
            Veía la tensión en su rostro y las lágrimas que comenzaban a humedecer sus ojos. La gente esperaba impaciente en la fila y yo tenía que decirle que se fuese, pero no encontraba la manera.
            - ¿Sabes que, al no ser cristiano, no te puedes confesar? El crío encogió los hombros sin pronunciar palabra.
            - Bueno, ¿qué puede hacer por ti?, le dije.
            Salió de mutismo y dijo con voz entrecortada:
            - Soy el más pequeño de todos mis hermanos. Ellos me ordenan que haga esto y aquello y yo tengo que hacerlo. También estoy al servicio de las mujeres y de la gente mayor de la casa. Casi todos los días me pegan por una u otra cosa. Y son muchas las veces que me quedo sin comer. Así que he venido a que me des la bendición de tu Dios.
            - ¿Y por qué quieres la bendición?
            - Porque todos me pegan y he oído por ahí que vuestro Dios bendice a los que sufren y es amigo de los pequeños. Yo soy pequeño y en casa lo paso mal. Por eso he venido.
            Un nudo cerraba mi garganta. Esta vez era yo el que articu­laba palabras con dificultad a la vez que le imponía mis manos:
            - Que el Dios de la Misericordia esté contigo y te acompañe. Que Él te bendiga con su amor y te libre de todas las cosas malas. Que Él te dé la Paz. Amén.
            La cara del niño cambió por completo. Una sonrisa asomaba a sus labios. Se levantó y se alejó en la oscuridad de la noche. Otra persona estaba ya delante de mí esperando hacer su confe­sión”.
            Pues ahora yo también quiero bendeciros en el nombre de este Dios que me ama y al que amo, que nos ama y al que amamos; y os doy la bendición con esta antigua oración irlandesa:
“Que los caminos se abran a tu encuentro,
 que el sol brille templado sobre tu rostro,
 que la lluvia caiga suave sobre tus campos,
que el viento sople siempre a tu espalda,
 y que, hasta que volvamos encontrarnos,
 Dios te tenga en la palma de Su Mano.
 Que guardes en tu corazón con gratitud
 el recuerdo precioso de las cosas buenas de la vida.
 Que todo don de Dios crezca en ti
 y te ayude a llevar alegría
  a los corazones de cuantos amas.
Que tus ojos reflejen un brillo de amistad,
 gracioso y generoso como el del sol
que sale entre las nubes y calienta el mar tranquilo.
 Que la fuerza de Dios te mantenga firme,
que los ojos de Dios te miren,
que los oídos de Dios te oigan,
que la mano de Dios te proteja.
 Así sea”

No hay comentarios:

Publicar un comentario