28-4-2019 DOMINGO II DE PASCUA (domingo de la Misericordia) (C)
Como
ya sabéis el segundo domingo de Pascua está dedicado a la Misericordia Divina;
por eso, a este día se le conoce como el Domingo de la Misericordia.
Voy a contaros una historia y, a partir de
ella, reflexionaremos y trataremos de aplicarla a nuestra vida:
“Había un monje que se había ganado por
méritos propios el sobrenombre de Fray Refunfuñón. Trabajador, sacrificado,
generoso y piadoso como él solo. Pero exigente consigo mismo y con los demás;
impaciente, irritable y refunfuñón como ninguno en su convento. No es que no
intentase corregirse. Todo lo contrario. Pero, cuanto más se esforzaba por
controlar sus nervios, y cuanto más se mordía su lengua, más crecían las
tensiones y más se agravaba el problema.
Durante unos ejercicios espirituales
tuvo una experiencia de conversión muy profunda y sincera. En su corazón grande
y generoso resonaba la exhortación del Apóstol: ‘Renunciad a vuestra conducta
anterior: despojaos del hombre viejo, que se corrompe siguiendo sus apetencias
engañosas. Renovaos espiritualmente: revestíos del hombre nuevo, creado según
Dios, para llevar una vida verdaderamente recta y santa’ (Ef. 4, 22-24). Y en
su corazón grande y generoso Fray Refunfuñón decidió que había llegado la hora
de dar por muerto al hombre viejo conflictivo y refunfuñón; ese hombre viejo
que por tantos años había amargado su vida y la de otros. A partir de estos
ejercicios iba a ser un hombre nuevo, modelo de paciencia, tolerancia,
afabilidad y suavidad, imagen viva del divino Maestro Jesús.
Y
manos a la obra. El último día de los ejercicios fue al cementerio, situado
dentro del huerto monacal, cavó una fosa, y simbólicamente enterró al hombre
viejo, con fervientes preces por su eterno descanso. Sobre el lugar puso una
cruz con el epitafio: ‘Aquí yace el hombre viejo, Fray Refunfuñón, R.I.P.’.
Todas
las tardes, después de terminar el trabajo, el buen monje acudía a su propia
tumba y rezaba por el eterno reposo de Fray Refunfuñón. Todo iba tan bien por
algún tiempo, que algunos compañeros pensaban ya rebautizarle con el nombre de
Fray Afable. Pero al cabo de unas semanas el hombre viejo comenzó a dar señales
de vida (no en la tumba, sino en el monje). Y un buen día se produjo una
explosión como las de antaño, o más gorda aún. Al atardecer de ese día el pobre
monje, triste y avergonzado de sí mismo, acudió al cementerio como de
costumbre, y vio que algo había cambiado. Al pie de la cruz una nota anunciaba:
‘No está aquí. ¡Ha resucitado!’
Pero
los ejercicios espirituales, y las luchas, y las plegarias, y la misma caída no
habían sido en vano. Fray Refunfuñón había madurado sorprendentemente. Arrancó
la cruz de la tumba y con ella volvió a casa más humilde y más sabio. De triste
¡nada! Contento y agradecido a Dios de ser como era; y sobre todo, contento y
agradecido de tener un Dios como el que tenemos los cristianos. ‘El esfuerzo
será mío’, le dijo al Señor; ‘y ese será mi modo de decirte que te amo. El
éxito vendrá solo de ti; cómo, cuándo, y en la medida que tú quieras. ¡Bendito
seas en todo y por todo, mi Señor!’
Lo
peligroso e inmaduro hubiera sido enterrar sus fallos y defectos en el
subconsciente, y revestirlos de virtud. Lo peligroso e inmaduro hubiera sido
cruzarse de brazos, y justificar su conducta con un ‘¡Así soy yo!’ Lo peligroso
e inmaduro hubiera sido enfadarse con Dios, o consigo mismo cada vez que
recaía. Nada de eso. Fray Refunfuñón siguió luchando con su hombre viejo día a
día, pero con gran paz, serenidad y humildad. En su lucha cotidiana mostraba su
gran amor a Dios. Cada caída, llevada con humildad y paciencia, le acercaba más
a Dios. Luchando con paz y serenidad, y sin preocuparse demasiado del éxito,
disminuyeron considerablemente sus tensiones internas; y con ello, disminuyeron
las caídas”.
¿Os
gustó? Lo más importante de esta historia es la parte final, en la que el
fraile no se hunde con la primera caída después de su 'entierro'. No se hundió,
no se justificó. Humildemente se echó en los brazos de Dios sabiendo que todo
bien y todo fruto bueno procede de Él, pero Él necesita nuestro esfuerzo. Esta es la Misericordia de Dios, la que
está unida indisolublemente al hombre que lucha, cae, se arrepiente, confiesa
su radical pobreza, se vuelve a agarrar a la mano tendida de Dios y se vuelve a
levantar y, a la vez, es levantado por Él.
Esto
es lo mismo que ocurrió con el apóstol santo Tomás, 'Fray Pruebas'. También
santo Tomás 'cayó' por su increencia y, una vez que palpó a Jesús resucitado,
humildemente se agarró a Su mano para ser levantado.
Todos
caemos: unos por la ira descontrolada, otros por las dudas constantes de Dios y
de su cercanía, otros por la codicia, otros por la lujuria, otros por la
soberbia... Para todos ellos (para todos
nosotros) Dios tiene la misma respuesta: su Misericordia que da vida, paz,
fuerza, humildad, esperanza....
¡Que
tu Misericordia, Señor, descienda sobre nosotros todos los días de nuestra
vida!
Que gran cuento y que suerte creer en la Misericordia de Dios. Gracias, como siempre, cura de Tapia.
ResponderEliminarUn abrazo para cada un@