13-11-2022 DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO (C)
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Mcb. 7, 1-2.9-14, 2; Slm. 16; 2 Ts. 2,
16-3, 5; Lc. 20, 27-38
Homilía de vídeo.
Homilía en audio.
Queridos
hermanos:
Continúo hoy hablando de Julio
Figar.
- Jesús estaba en Julio. En estas homilías
no se quiere hablar propiamente de Julio, sino de Jesucristo, de la obra de
Jesucristo en nuestro hermano Julio. Y es que Cristo era el tema central de su
vida, su máximo Amor, donde él se extasiaba. Él no hablaba mucho de ordinario,
a veces casi nada, pero Jesucristo le había enamorado y hablaba de Cristo con
verdadera fruición, disfrutando a placer de las palabras y del momento.
- Julio predicó y vivió la gratuidad de Dios.
Julio creía que aquí estaba el punto
flaco de la predicación actual. El pueblo no es llevado a las fuentes de la
gratuidad para beber el agua de la salvación con gozo. Predicamos virtudes,
ética, comportamientos sociales. Predicamos humanismo cristiano. Predicamos
esfuerzo, exigencia, confianza en uno mismo, propósitos, obligaciones.
Predicamos conversión, pero conversión a estos valores, es decir, a nuestras
propias obras, a un mayor esfuerzo y exigencia de nosotros mismos. Y estas
cosas en vez de ayudarnos nos estorban, pues no nos permiten ser niños, no nos
permiten esperarlo todo de Dios. Nos impide incluso dar gloria a Dios, pues
tenemos que repartirla con nosotros mismos, ya que hemos hecho un gran esfuerzo
para salvarnos.
Realmente creer en
la gratuidad es muy difícil. Es fácil en teoría, pero en la práctica ser
requiere haber muerto a muchas cosas. Por eso los pobres, los quebrantados, los
humildes, los que no esperan nada de nadie, los que no tienen nada, son los que
más cerca están del Reino, pues son los únicos capacitados para entender la
gratuidad. La gente necesita obras. Algo objetivo en lo cual salvarse,
reconocerse a sí mismos, realizarse, encontrar seguridad y darse la buena
conciencia de haber hecho algo en la vida. Y esto para las cosas del mundo
puede ser que valga, pero ante el Reino de los cielos, es exactamente lo
contrario. Por eso es tan difícil predicar, pues tienen que enfrentar a la
gente con la irracionalidad de su racionalidad y esto ni se entiende.
Julio
se sintió salvado gratuitamente, como Pablo, y lo predicó por activa y por
pasiva. Y él, que renunció a las obras, se encontró al final con las manos
llenas, pero no las suyas, sino las del Espíritu Santo, que le utilizó como
instrumento y que es el único que se salva, cambia, renueva y santifica todas
las cosas.
- La oración en Julio. El cristiano tiene
que orar incansablemente. Si todo lo recibe de Dios, es lógica la actitud de
petición como un niño, de espera, de escucha, de acción de gracias, de
adoración, de alabanza. Interiorizar la oración es percibir que Dios mora
dentro de ti y desde entonces ya no se hace más oración, surge espontánea y es
el Espíritu el que ora dentro de nosotros, a veces con gemidos inenarrables. La
oración para Julio era una verdadera droga. En cualquier momento libre sabías
que estaba orando. Era su vida. Oración con los novicios en cualquiera de las
alfombras de la Iglesia
y a las horas más extrañas. Tenía un grupo de novicios que le seguían con
facilidad o le precedían. Oración con los grupos que había formado en Ocaña y
antes en Madrid. Oración en las entrevistas con cualquier persona. Oración
personal en su habitación. Al final ya no oraba él: era su interior una fuente
que manaba oración por sí misma. “Los
días que estuvimos en Lanzarote se levantaba diariamente ‘a ver salir el sol’
–eso me decía– y se marchaba a orillas del mar con su Biblia roja bajo el
brazo. Estoy seguro que no era ningún tipo de romanticismo lo que le movía a
dejar la cama tan temprano. Toda la vida había sido un dormilón: lento para
acostarse, pero lento también para levantarse”.
- Los dones y carismas que Dios regaló a
Julio. Julio era pacífico, amable, dulce en todos sus gestos, de gran
sensibilidad. Se le amaba con toda facilidad. Sus palabras no eran agresivas ni
juzgaba nada ni a nadie a su alrededor. Daba paz. Cuando uno vive la obediencia
hasta la muerte, aún en situaciones irracionales, en la fuerza del Espíritu
Santo, no es uno el que lo vive. Por eso su personalidad no se deforma sino que
se aquilata y dulcifica hasta el punto de que “sus muertes” producen frutos de
amor y de bondad. Tres meses antes de su muerte los superiores le mandaron a
Ocaña para el cargo de submaestro de novicios. Esto fue una dura prueba para
él. Años antes había hecho el noviciado también en Ocaña y de ahí le quedaron
una serie de heridas y traumas de los que no estaba reconciliado. Como él mismo
decía, el Señor aprieta donde duele, pues si no, no creceríamos. En dos semanas
de clamar día y noche, el Señor le fue dando amor por toda la pobreza que hay en ese
convento, sobre todo de ambiente, hasta llegar a amarlo y a derramar lágrimas
de gozo en acción de gracia al Señor por haberle puesto en esa pobreza. Al fin
este sentimiento le produjo la reconciliación interior
y el saborear una pobreza donde todo se espera de Dios. Y la última prueba a la que se sometió el Señor fue
la de acatar
órdenes o determinados tipos de actuaciones o costumbres que no iban para nada
con su manera de ser o en relación con la actuación de los
novicios. La obediencia aún a los mandatos contrarios a sí mismo los aceptó en
holocausto a la voluntad
de Dios. Estos hechos le hicieron comentar a un fraile
dominico mayor que él: “no me explico
para lo que Dios pueda estar preparando a este chico. Si a los 27 años está
así, a los 40 quema el mundo entero”. Quince días después, su muerte en un
accidente de tráfico aclaró todas las dudas.
Cuando se veía a
Julio con algún trabajo agotador o en ocasiones semejantes, si le preguntabas:
¿estás cansado?, o no respondía, o si respondía se limitaba a decir: “Él no se cansa”. Esto quiere decir:
Jesús ha resucitado, ya no muere ni se cansa más, actúa en nosotros con su
Espíritu, Él es el que actúa en mí, suya es la fuerza, Él no tiene
problemas. ¿Qué importa que el cuerpo de Julio se destruya? Él está en su
derecho al actuar en mí hasta el agotamiento. Lo nuestro es reproducir la imagen de Jesús. Cristo
al morir ha perdido visibilidad, pero no presencia. Esta visibilidad se la tenemos que prestar
nosotros. Tenemos que dejar que Cristo utilice nuestras manos, nuestros labios,
nuestro corazón y todo nuestro ser. Pero para
que podamos vivir esto sin violencia interior, que nos destruiría necesitamos
que Espíritu Santo nos dé el don de la compasión. Con este
don, amamos al mundo y a los hombres con el mismo amor con que los amó Cristo.
Y sufrimos con Cristo por ellos hasta la cruz, hasta la muerte. Julio tenía
este don en un grado intenso. Lo expresaba con otro don complementario que
es del don de lágrimas. Lloraba con frecuencia en la Eucaristía, hasta en
una simple exposición del Santísimo. Pero donde lo expresaba de una manera más
plástica era al hacer oración por un hermano enfermo para que el Señor lo
curara. Llenos los ojos de lágrimas le pedía al Señor que le pusiera a él la enfermedad del
hermano. Si oraba por la curación de un cáncer decía: “dame, Señor, a mí ese cáncer y cura al hermano”. Esto dicho con la
sinceridad del Espíritu es cargar con las dolencias y el pecado de los demás
como Cristo.
Otro
don destacadísimo en Julio fue el don de fortaleza,
en especial en la predicación. Nunca se echó atrás para nada, se le encargara
lo que fuera. Realmente se aceptaba como un instrumento pobre y los resultados
se los confiaba a Dios. Recién ordenado sacerdote tuvo que dar diez días de
ejercicios a unas monjas de clausura, sin posibilidad de preparación. Lo pasó
muy mal, incluso necesitó llamar tres veces a Alcobendas buscando un poco de
aliento, pero el Señor obró maravillas, a pesar de que la comunidad en un
primer momento se llenó de asombro al ver que le habían mandado como predicador
de ejercicios a un chaval de 24 años, en pantalón vaquero, y con la
Biblia y la guitarra como únicos
instrumentos de apostolado. Su fortaleza interior para predicar la Palabra sin acomodaciones fue
proverbial.
Finalmente los
frutos del Espíritu en Julio fueron evidentes. Destacamos en primer lugar la
paz. Fue un hombre reconciliado consigo mismo y como consecuencia vivía en una
paz profunda. La esencia de la paz está en la superación de todos los motivos
internos de división y discordia interior. Julio fue sanado por el Espíritu en
la raíz de su espíritu y esta abundancia de Vida cubría o curaba sus actitudes
de pecado y todo el lastre que el pecado sea personal, sea estructural deja en
nosotros, como son traumas, resentimientos, recuerdos, etc. Por eso, de su paz
bebía mucha gente.
Cercano a la paz
está otro fruto del Espíritu que se llama mansedumbre. Toda agresividad había
desaparecido de la vida de Julio. Además, el Señor también le había regalado el
don de lágrimas, sobre todo en esta triple dimensión: primero, por sus propios
pecados (sueño de la cruz y de la sangre que cubre sus pecados): en los últimos meses de su vida, siempre
que se confesaba derramaba abundantes lágrimas; también cuando confesaba a los
demás: llegaba a llorar a veces los pecados de su penitente, el cual difícilmente
podía evitar llorar con él; y finalmente, tenía un don de lágrimas muy
claro cuando pensaba en todos los pecadores del mundo, por los que oraba y
lloraba frecuentemente.