viernes, 31 de marzo de 2023

Homilías semanales EN AUDIO: semana V de Cuaresma

Daniel 13,1-9.15-17.19-30.33-62; Salmo 22; Juan 8, 1-11

Homilía lunes V de Cuaresma



Números 21,4-9; Salmo 101; Juan 8, 21-30

Homilía martes V de Cuaresma



Daniel 3,14-20.91-92.95; Daniel 3,52.53.54.55.56; Juan 8, 31-42

Homilía miércoles V de Cuaresma



Génesis 17, 3-9; Salmo 104; Juan 8, 51-59

Homilía jueves V de Cuaresma



Jeremías 20, 10-13; Salmo 17; Juan 10, 31-42

Homilía viernes V de Cuaresma

Domingo de Ramos (A)

2-4-2023                                DOMINGO DE RAMOS (A)

Is. 50, 4-7; Slm. 21; Flp. 2, 6-11; Mt. 26,14-27, 66

Homilía en vídeo.  

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            Los liturgistas nos dicen a los párrocos que, en el Domingo de Ramos, procuremos hacer una homilía corta, ya que de por sí la celebración es bastante larga. Por eso, simplemente voy a decir algunas pequeñas ideas que nos ayuden a centrarnos en lo que vamos a vivir en esta Semana Santa que se inicia.

            La entrada apoteósica de Jesús en Jerusalén, que hoy nos relata el evangelio que hemos leído al principio de la celebración, pudo durar como una hora y media o dos horas. Este tiempo es el que duraron las aclamaciones que el pueblo hizo a Jesús. Le reconocieron como rey, como el que venía en nombre de Dios, como el Mesías, como el Salvador. Parecía que ya todo estaba hecho. Que esta entrada con palmas, vítores y ramas era el reconocimiento a sus palabras, a sus milagros, a sus curaciones. En definitiva, era la respuesta de fe; FE que alegraba a los hombres y mujeres que gritaban y cantaban.

            Sin embargo, después del evangelio del principio de la celebración (cuando bendecimos los ramos), la Iglesia nos pone para nuestra escucha y reflexión la lectura de la Pasión de Cristo según S. Mateo. Hace un tiempo (durante unos ejercicios espirituales) leí de seguido los cuatro relatos de la Pasión de Jesucristo: el relato según S. Mateo, según S. Marcos, según S. Lucas y según S. Juan. Y, parecerá una tontería, pero me fijé en el siguiente detalle: Resulta que S. Juan no dice en qué hora fue crucificado Jesús ni a qué hora murió. Los evangelios sinópticos, que son el resto, dicen los tres que a las 12 de la mañana del viernes se oscureció el cielo, y que Jesús murió a las 3 de la tarde. Sólo el evangelio de S. Marcos nos dice que Jesús fue crucificado a las 9 de la mañana. Luego Jesús estuvo en total 6 horas en la cruz vivo, desde que lo crucificaron hasta que murió. Seis horas de agonía, seis horas que cambiaron al mundo. Desde que el Señor me hizo fijarme en este dato, siento en mí mucha más devoción a Cristo crucificado. Sobre todo mi espíritu está más pendiente los viernes por la mañana, de 9 de la mañana a 3 de la tarde. Oro en esos momentos en instantes sueltos, y pienso y siento en mi ser más profundo que Cristo subió a la cruz por mí y por mis pecados.

            ¿Por qué será que siempre dura más tiempo lo malo que lo bueno? Dos horas de gozo y cantos con la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. Seis horas de agonía en la cruz hasta su muerte.

            Termino diciéndoos que un cristiano ha de vivir, tanto la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén como su agonía en la cruz, o dicho de otra manera, Jesús vive en nosotros, tanto los momentos alegres y gozosos como aquellos momentos de dolor y sufrimiento sin sentido y sin fin. Una cosa y otra, alegría y dolor, forman parte de la misma moneda, de nuestra vida y Dios está en todo ello.

            Que estas sencillas reflexiones nos ayuden a vivir desde Él esta Semana Santa, estemos donde estemos, sin perder el sentido espiritual, y arrastrados por la vorágine de vacaciones y desplazamientos.

miércoles, 22 de marzo de 2023

Domingo V Cuaresma (A)

26-3-2023                              DOMINGO V DE CUARESMA (A)

Ez. 37, 12-14; Slm. 129; Rm. 8, 8-11; Jn. 11,1-45

Homilía de vídeo

Homilía en audio

Queridos hermanos:

            * Las lecturas de hoy nos hablan de muertos y de muerte. Ello nos recuerda una realidad muy presente en nuestra vida de cada día.

Al leer el periódico de cada día, unos lo abren primeramente por la sección de economía, otros por la sección de deporte, otros por la sección de programas de televisión y muchos por la sección de las esquelas. En éstas se mira la edad que tenían los difuntos y, cuando se ve habitualmente gente más joven que uno mismo o de edad parecida, entonces eso recuerda que se está ya en “lista de espera”…

            A veces miramos fotografías antiguas de nuestra boda, de la ordenación sacerdotal, de primeras comuniones, del colegio o de la universidad, de otros eventos… y nos fijamos en personas que ya han fallecido y que no están entre nosotros. Ya no están abuelos, padres, tíos, primos, vecinos, amigos…

            Una de las actividades más frecuentes que hemos de hacer a lo largo del año es ir a los tanatorios a dar pésames, ir a las iglesias a funerales, y acudir a cementerios o a columbarios para depositar allí los restos o las cenizas de los fallecidos.

            Por tanto, repito que el contacto con la muerte es algo habitual y corriente en nuestra vida ordinaria.

            * También el evangelio de hoy nos cuenta la muerte de Lázaro, un amigo de Jesús, y nos da una serie de datos que rodearon aquel suceso y que hoy, 2000 años después, se siguen dando:

            - Ante la enfermedad grave de Lázaro y la posibilidad real de una muerte inmediata, se avisa por parte de los familiares a los amigos más íntimos. Las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo: -‘Señor, tu amigo está enfermo’.

            - Una vez que Lázaro falleció, éste fue enterrado y la gente que se enteró después del entierro acudió, no obstante, ante las hermanas del difunto para darles el pésame: Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado […] muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano.

            - Las lágrimas y el desconsuelo forman parte de la gente que tiene un parentesco con el difunto o de la gente que tiene amistad con el mismo. Así, el evangelio nos cuenta que los vecinos y amigos estaban consolando a María por la muerte de su hermano, ya que ésta lloraba. Nos dice el evangelio que Jesús, ante la muerte de Lázaro y viendo llorar a María, también solloza él y se conmueve. Por tres veces se dice que Jesús sollozó y lloró de pena ante la muerte de Lázaro. He de decir, como sacerdote que para mí, éste es uno de los momentos más duros: Cuando no sabes qué decir o qué hacer a la gente que sufre y llora por el fallecimiento de un ser querido. Recuerdo que, en junio de 1988, un domingo había celebrado las Misas por la mañana en el concejo de Taramundi. Comí después con un matrimonio mayor y me entretuve con ellos en su casa. A media tarde me vinieron a buscar el médico y el juez de paz de la villa. Querían que los acompañara, pues un chico de unos 26 años, que se iba a casar en un mes, se había ahorcado (en los cuatro años que estuve en Taramundi enterré a 8 personas que se habían suicidado; esto era muy común por aquella zona). Pues bien, llegamos a un monte, que estaba a una media hora de camino de la casa del chico ahorcado. Allí colgaba él de un árbol; tenía abundante saliva en la boca. La saliva ya estaba verde y tenía moscas por su cara y en la comisura de sus labios. La cuerda estaba hundida en su cuello. La escena era muy desagradable y fuerte. El chico había salido por la mañana de casa para atender el ganado que estaba libre en la montaña, pero tardaba en venir para comer. Entonces, un hermano y su padre salieron a buscarlo y lo encontraron así. No podían moverlo ni descolgarlo hasta que el médico y el juez de paz hicieran el levantamiento del cadáver. Eran las 8 de la tarde cuando pudimos bajarlo del árbol. El hermano y yo lo cogimos por los pies para alzarlo un poco y el padre cortó la cuerda. Lo metimos en un todo terreno. Ya estaba rígido y no pudimos encogerle las piernas, que sobresalían por la puerta de atrás del vehículo. Pero lo más duro estaba por llegar: cuando metimos entre los tres (padre, hermano y yo) al chico en la casa por la cocina y allí estaba la madre, ésta empezó a dar gritos y a llorar de modo desconsolado por su querido hijo. En estos momentos lo único que puedes hacer es estar, tener gestos físicos de cariño y de cercanía y callar o decir palabras sueltas de consuelo y de fortaleza.

            - Asimismo con ocasión de una defunción, puede haber malos olores, sobre todo si la persona difunta estaba muy medicada. Cuando Jesús le dice a María que quite la tapa del sepulcro, con mucho sentido común la hermana le responde: Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.

            * ¿Qué postura hemos de tener las personas de fe ante la muerte? ¿Podemos reaccionar igual que los que no tienen fe y que los creyentes no practicantes? ¿Qué respuesta nos da Jesucristo ante la muerte? ¿Nos da Él también el pésame? ¿Sus palabras son palabras de consuelo, como cualquier amigo o como cualquier persona de buen corazón? Veamos lo que nos dicen las lecturas de hoy:

            - Ante el sufrimiento y ante la muerte, los creyentes debemos reaccionar como dice el salmo 129, es decir, volviéndonos a Dios para suplicarle con entera confianza, para poner en sus manos nuestros corazones destrozados: Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica […] Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora”.

            - Esta entera confianza en Dios la vemos en las dos hermanas de Lázaro, las cuales por separado dicen a Jesús lo mismo: (María) “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.” (Marta) “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.” Implícitamente hay una especie de reproche: ‘Señor, te habíamos avisado con tiempo. ¿Por qué te entretuviste en venir? ¿Por qué no viniste enseguida? Podrías haberlo curado, como curaste al ciego de nacimiento.’ Sin embargo, a continuación de este de reproche, una de las hermanas afirma totalmente convencida su esperanza en Jesús, en Dios y en la vida eterna: “Pero aún ahora (que mi hermano está muerto) sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá. […] Sé que (mi hermano) resucitará en la resurrección del último día.”

            Hasta ahora hemos visto lo que hemos de hacer los creyentes ante el sufrimiento y ante la muerte. Ahora veamos la respuesta de Dios a estas súplicas y a estas necesidades de sus hijos:

- Dios, a través del profeta Ezequiel, nos responde: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío […] Os infundiré mi espíritu, y viviréis.” Fijaros en la fuerza de esta imagen que nos presenta el profeta: Será Dios mismo quien venga a nuestros cementerios, ante nuestros nichos, a donde estén depositados nuestros restos o cenizas y abrirás las puertas y las losas; escarbará en la tierra y buceará por el mar, si nuestras cenizas fueron esparcidas por el agua, y nos recogerá con sus manos y nos hará salir de allí. Y en ese momento nos soplará con su aliento de vida y viviremos de nuevo, y viviremos para siempre.

            - Y el mismo Jesús dice en el evangelio de hoy: Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre.” Jesús es la VIDA auténtica. La única manera de beber de esta fuente de VIDA, tanto si estamos muertos como si estamos vivos, físicamente hablando, es a través de la fe en Él. Por eso Jesús pregunta a Marta si cree, y cuando María duda en abrir el sepulcro de Lázaro, porque huele ya mal, Jesús le dice: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” Marta creyó y lo confesó abiertamente: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.”

            Que Dios Padre nos conceda tener esta fe. Pidámosela a Él, que es quien nos la puede dar.

jueves, 16 de marzo de 2023

Domingo IV de Cuaresma (A)

19-3-2023                              DOMINGO IV DE CUARESMA (A)

1 Sm. 16,1b.6-7.10-13a; Slm. 23; Ef. 5, 8-14; Jn. 9, 1-41

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            El domingo pasado, en el relato de la Samaritana, Jesús se nos presentaba como Agua Viva. Nos decía Jesús que, quien bebiera de cualquier agua, volvería a tener sed, pero, quien bebiera del agua que Él le diera, nunca más tendría sed: “El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”.

            En el evangelio de hoy, también de San Juan, se nos presenta el suceso de la curación de un ciego de nacimiento por parte de Jesús, y se nos habla de Jesús como luz del mundo. En efecto, la oscuridad sólo puede ser vencida por la luz, y Jesús nos dice que Él es luz para este mundo… y para todos nosotros: “Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”.

            - Jesús ha sido enviado por Dios Padre a este mundo para iluminarnos a todos nosotros, para hacernos llegar al conocimiento de la verdad y de la auténtica realidad. En el evangelio de hoy vemos que no basta para conocer la verdad tener ojos en la cara. Los fariseos tenían sanos y con buen funcionamiento los ojos físicos, pero no fueron capaces de reconocer a Jesús como el Hijo de Dios; sí, los fariseos no fueron capaces de reconocer que Jesús había hecho un milagro al devolver la vista a un ciego de nacimiento. En efecto, los fariseos se pararon en lo accidental y no llegaron a lo fundamental: El ciego les dijo que él era ciego de nacimiento, que Jesús le había devuelto la vida, y que lo había hecho así: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo”. El milagro estaba claro, pero había una ley judía que impedía trabajar en sábado y, como aquel día era sábado, como Jesús había hecho barro con sus manos y como eso se consideraba trabajar, entonces, para los fariseos, el milagro estaba manchado de un pecado y, como consecuencia, tal “milagro” no podía venir de Dios.

Para nosotros, aquí y ahora, está clara la cerrazón de mente y de corazón de los fariseos, porque, cuando alguien les señaló el milagro de la curación del ciego, se quedaron con el hecho de que… Jesús había hecho barro en sábado. Esta situación se parece a aquel dicho de un hombre que mostró a otros con el dedo la luna, y ellos se quedaron mirando el dedo en vez de fijarse en la luna. Pero este error no es sólo de los fariseos. Es un error propio de todos los hombres. Voy a poneros un ejemplo de esto y lo mostraré con un cuento. A ver si os gusta: “Un hombre muy rico llevó a su hijo a hacer un recorrido por sus tierras con el propósito de que el hijo, al ver lo pobre que era la gente del campo, comprendiera el valor de las cosas y lo afortunados que eran. Estuvieron por espacio de todo un día y una noche en una granja de una familia campesina muy humilde. Al concluir el viaje, y de regreso a casa, el padre le preguntó al hijo: -¿Qué te pareció el viaje? –Muy bonito, papá. -¿Viste qué pobre y necesitada puede ser la gente? –Sí. -¿Y qué aprendiste? –Vi que nosotros tenemos un perro en casa, y ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una piscina de veinticinco metros, y ellos tienen un riachuelo que no tiene fin. Nosotros tenemos unas lámparas importadas en el patio, ellos tienen las estrellas. Nuestro patio llega hasta el borde de la casa, el de ellos se pierde en el horizonte. Especialmente, papá, vi que ellos tienen tiempo para conversar y convivir en familia. Tú y mamá tenéis que trabajar todo el tiempo, y casi nunca os veo. Al terminar el relato, el padre se quedó mudo, y su hijo agregó: -¡Gracias, papá, por enseñarme lo ricos que podríamos llegar a ser!”

            Sí, en tantas ocasiones las cosas pueden cambiar a nuestros ojos, según cómo las miremos. Las podemos mirar como los fariseos y como el padre del cuento: fijarse en el dedo, fijarse en que Jesús trabajó un sábado, fijarse en todas las cosas materiales que se tienen. O podemos mirar las cosas con los ojos del ciego curado y con los ojos del niño del cuento, es decir, mirar todo con los ojos de Jesús gracias a la luz que Él mismo nos da: o sea, darse cuenta que Jesús hizo un auténtico milagro, que Jesús hablaba y actuaba de parte de Dios, que el padre y la madre del niño del cuento tenían muchas cosas y a su hijo le daban muchas cosas, pero no le daban ni tiempo ni cariño, que era lo que el niño más quería y, sobre todo, lo que él más necesitaba.

            - Con estas reflexiones que os acabo de hacer, ¿quién tiene luz para ver realmente las cosas: los fariseos o el ciego de nacimiento, el padre o su hijo? Y es que surge enseguida una consecuencia de todo lo dicho hasta ahora: La luz puede ser acogida, como el ciego, o puede ser rechazada, como hicieron los fariseos. Sí, Jesús y su luz pueden ser acogidos o rechazados.

            En efecto, en la segunda lectura dice San Pablo a los primeros cristianos, que han aceptado la fe y la luz de Cristo Jesús: “En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas”. Cuando se realiza el sacramento del Bautismo, se da a los recién bautizados (o a sus padres y padrinos) una vela, que se enciende del cirio pascual. Este cirio representa a Cristo, la luz de Dios. Así, los nuevos cristianos reciben la luz de Cristo y la luz de Dios, y las velas son un signo que representa esta realidad. De igual manera, en la Vigilia Pascual del Sábado Santo se enciende el cirio pascual a la entrada de la iglesia. Luego los fieles van acogiendo en sus velas el fuego y la luz de este cirio. Al final, cuando el sacerdote está delante del altar, con la iglesia a oscuras de luz eléctrica, pero con esa misma iglesia iluminada por el cirio pascual y por las velas de los fieles, se alcanza una emoción y una significación especial: Cristo y los cristianos son portadores de la luz de Dios para sí mismos y para el mundo entero. Sin embargo, todo esto quedaría como un rito muy bonito, pero vacío de contenido si no hacemos en nuestra vida lo que San Pablo dijo en su día a los cristianos de Éfeso y que acabamos de leer: “Caminad como hijos de la luz buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas”. Ésta es nuestra tarea para esta Cuaresma, pero también para toda nuestra vida.

sábado, 11 de marzo de 2023

Domingo III de Cuaresma (A)

12-3-23                                   DOMINGO III CUARESMA (A)

Ex. 17, 3-7; Slm. 94; Rm. 5, 1-2.5-8; Jn. 4, 5-42

Queridos hermanos: 

    Este fin de semana no habrá homilía de mi parte, puesto que viene un seminarista a predicar para el día del Seminario.
Un abrazo


               Andrés

jueves, 2 de marzo de 2023

Domingo II de Cuaresma (A)

5-3-23                                     DOMINGO II CUARESMA (A)

Gn. 12, 1-4a; Slm. 32; 2 Tim. 1, 8b-10; Mt. 17,1-9

Homilía en  vídeo

Homilía de audio.

Queridos hermanos:

            En este segundo domingo de Cuaresma quiero, como otras Cuaresmas, exponer un examen de conciencia.

            No quisiera que este examen de conciencia fuera una especie de losa sobre nosotros. No. La miseria humana, en cristiano, va siempre acompañada de la misericordia de Dios. Sólo a través de los ojos y del corazón de Dios el hombre puede y debe mirar sus propios pecados. Él nos los descubre, y al mismo tiempo nos los perdona. Pero yo no puedo cambiar y caminar hacia Dios si no veo dónde estoy de verdad, y esto me lo hace ver Dios con su luz admirable y con la paz maravillosa que nos concede su perdón.

            ¿He sentido envidia hacia alguien por las cosas que tenía, por su carácter más simpático o por su saber más grande que el mío, por su físico; de tal manera que me alegraba de sus fallos o cuando las cosas le iban mal, y me entristecía cuando las cosas le salían bien? El sentimiento de la envidia en muchas ocasiones no es buscado por nosotros, pero es algo que surge en nuestro interior y nos da mucha vergüenza. En determinados momentos la envidia que sentimos es fruto de la tentación a fin de quitarnos la paz.

            ¿He sentido celos ante otras personas porque ellas son más valoradas que yo, más tenidas en cuenta que yo, más apreciadas que yo? ¿He sentido celos porque a los demás se les reconoce enseguida lo ‘poco’ que hacen, y a mí no se me reconoce todo lo que hago (al cuidar a unos padres, al hacer las tareas de casa, en el lugar de trabajo…)?

            ¿He hecho juicios en mi interior acerca de otras personas, desca­lificando las actuaciones de los otros, como si todo o casi todo lo de ellos fuese malo? El juicio interior supone ponerse en una posición de superioridad y desde ahí considerar como negativo lo que los demás dicen, hacen o dejan de decir y/o de hacer.

            ¿He murmurado contra alguien, bien iniciando yo la conver­sa­ción o siguiendo lo comenzado por otros? ¿He sacado los defec­tos de los demás a la luz pública? La murmuración presupone un juicio previo. El juicio queda en mi interior, mientras que la murmuración sale al exterior por la lengua. Lo malo o negativo que veo en los demás, ¿soy capaz de decírselo al interesado o interesada? La mayoría de las veces no, entonces ¿por qué lo digo?: ¿Porque me interesa de verdad esa persona y que mejore; por pasar el rato; por despecho; por quedar por listo o gracioso ante quien estoy murmurando? Si no soy capaz de decir lo negativo al interesado, entonces es mejor que me calle o en todo caso que se lo diga a Dios rezando por esa persona. Lo peor de la murmuración no es lo que decimos, que en muchas ocasiones es cierto, sino el ‘tonillo’ con el que decimos esas cosas, es decir, no hay caridad. Y la verdad que no va acompañada de la caridad-amor, no es la verdad de Cristo. Yo no he descubierto nunca a Dios diciéndome las cosas, ni a mí ni a nadie, restregándolas por las narices. Dios me muestra las cosas, mi verdad, mis defectos, pero lo hace con tanto amor, que veo lo que me dice, lo acepto y mi amor hacia Él crece más. Aprendamos a hacerlo así y, si no lo hacemos así, es que estamos murmurando.

            ¿He difamado, es decir, he dicho cosas negativas de los demás que son falsas, bien porque exagere lo que digo o porque no me cercioro y aseguro de la veracidad de lo que escucho sobre los otros y ‘alegremente’ lo suelto sin más? CUANTO DAÑO HACE LA LENGUA, NUESTRA LENGUA. Ya leemos en la epístola del apóstol Santiago que “la lengua ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal; con ella bendecimos al que es Señor y Padre; con ella maldecimos a los hombres creados a semejanza de Dios; de la misma boca salen bendiciones y maldiciones”. “Todos faltamos a menudo, y si hay alguno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto, capaz de tener a raya a su persona entera”.

            ¿Soy una persona mal hablada con frecuentes tacos, con blasfemias, con palabras soeces o hirientes (‘cada día te pareces más a tu madre…’, ‘cállate, gorda…’); buscando siempre el insulto, el dejar mal a los otros, el decir la palabra graciosa, aunque sea a costa de los demás?

            ¿He mentido a alguna persona, a mi familia, en el trabajo para no quedar mal, por aprovecharme de otros, por venganza, etc.? ¿He dicho medias verdades por las mismas motivaciones? Cuando Jesús fue condenado a muerte por los judíos del Sanedrín, para ello utilizaron sus propias palabras. Le preguntaron si Él era el Hijo de Dios y Jesús contestó que sí, que lo era. Y esto le ocasionó su muerte. Podía haber dicho una mentira piadosa. Total esa mentira piadosa le hubiera permitido vivir más años, curar a muchos enfermos, hacer muchos milagros, enseñar mejor a los apóstoles, asentar mejor la Iglesia que quería fundar, anunciar mejor el mensaje de Dios Padre. Pero no, Él dijo siempre la verdad, aún a costa de ser muerto, aún a costa del fracaso de su misión entre nosotros. Y su verdad le llevó a la cruz, y esta cruz, fracaso entonces, es salvación para todos nosotros.

            ¿He sido impaciente con los demás y conmigo mismo? Él impaciente es aquél que no tiene paz en su corazón y por eso ‘salta’ con frecuencia. Estoy impaciente cuando no soy capaz de esperar con sosiego y tranquilidad que llegue el ascensor al que he llamado, a que el semáforo se ponga en verde, a que te atiendan en el médico, o que atienden en el supermercado a la persona que está por delante de mí. Estoy impaciente cuando no me pongo en el lugar de los otros y quiero que ellos hagan las cosas como yo las hago y en el tiempo en que yo las hago. No aguanto los fallos de los demás, pero los míos propios… tampoco.

            ¿He tenido ira, rabia, enfados hacia alguna persona (familiar, amigo, en el trabajo, etc.), y he manifestado esta ira externamente con expresiones hirientes o soeces, con voces, o incluso también en mi interior?

            ¿Tengo rencor hacia alguna persona, de tal modo que no hablo con esa persona, ni la perdono de ningún modo y, cuando la veo o surge una conversación sobre ella, siempre se nota mi inquina contra ella? ¿Llevo mi ‘agenda’ de los agravios que me han hecho los demás y las fechas en que me las han hecho y ante quien me las han hecho? ¿Hay alguien a quién no salude ni tenga intención de hacerlo? ¿Soy una persona vengativa; las cosas que me han hecho las tengo bien guardadas y presentes, y ante la más pequeña oportuni­dad se las ‘restriego’ en la cara o suelto mi ‘veneno’ ante otras personas?

            ¿He tenido pereza para levantarme, para acostarme, para hacer los estudios, el trabajo, mis oraciones, asistencia a la Misa, etc.? Perezoso es aquel que hace las cosas que le gustan, y las que no, las va dejando siempre de lado: el cesto de la plancha, los azulejos, tareas en el trabajo, escribir cartas, visitar a personas, enfermos. Con frecuencia la pereza va asociada al egoísmo, pues saco tiempo para las cosas que me gustan y me interesan, pero las otras cosas quedan las más de las veces sin hacer o a medio hacer.

            ¿He perdido el tiempo? Tenía diversas cosas que hacer y las he ido dejando de lado para hacer lo que me gusta: ver la Tv, hablar por teléfono, leer una novela, dar la lengua con alguien… y mientras tanto las cosas sin hacer.

            ¿He tenido gula, es decir, me dominan las apetencias y los gustos por encima de mi voluntad: domina el dulce sobre mi voluntad, domina el alcohol sobre mi voluntad, domina el café sobre mi voluntad, domina el tabaco sobre mi voluntad…? Seguramente que en muchas ocasiones pensamos como el gallego: ‘perdono o mal que me fai, por o ben que me sabe’. Tengo gula cuando como entre horas por el simple hecho de picar, o como nada más de lo que me gusta, o no como jamás lo que no me gusta, o protesto por la comida, o como o bebo con ansia, etc.

            ¿He sido egoísta en el trato con los demás preocupándome tan solo de lo que me venía bien a mí, pasando o dejando de lado las necesidades de los otros? ¿Soy de los que cojo el mando de la TV y no lo suelto en modo alguno, y todo el mundo tiene que ver el programa que a mí me gusta? ¿Al sentarme en el coche o en casa escojo el mejor puesto… sin pensar en los otros? ¿Pienso en los otros, en lo que les gusta a los otros, en lo que les viene bien a los otros, o nada más me veo a mí mismo y mis apetencias y mis necesidades?

            ¿He faltado a la pobreza cristiana con gastos superfluos en cosas que no son del todo necesarias (ropas, tabaco, cafés, revistas, consumiciones, CD, bisutería, viajes, etc.)? ¿Compro cosas baratas que no necesito o que ya poseo más que suficientemente? Al comprar pregunto a mi gusto, a los demás… ¿y a Dios? Porque El tendrá algo que decir, sobre todo si me confieso cristiano y deseo que su Voluntad se cumpla en mí. Un cristiano no puede caer en el consumismo igual que otra persona que le dé igual vivir en su Santa Voluntad o no. ¿Tengo codicia y ansío poseer cosas materiales? ¿Doy limos­nas a la Iglesia o a ONGs o a familias necesitadas (es bueno aquí comparar cuánto gasto para mí al mes y cuánto doy en limosnas para los demás al mes; se verá que la diferencia es mucha)? La limosna es lo que yo llamo el dinero de Dios. Es suyo y yo he de administrarlo según su Voluntad y no según mi capricho. El dinero de la limosna nunca puede quedarse en mi bolsillo. Si no lo doy yo directamente, entonces debo de buscar a organizaciones o personas que busquen donde entregarlo y que conocen mejor que yo diversas necesidades de otros hombres. ¿Tengo mi corazón pegado a cosas mías (coche, ropa, objetos), personas, opiniones, mi físico, etc.? Para entender la pobreza cristiana se ha de partir de que sólo Dios es nuestra riqueza, porque es lo totalmente Absoluto, lo demás es relativo (Mt. 10, 37). ¿He robado, es decir, me ha apropiado de cosas que no son mías? Me apropio de cosas que no son mías, robo, cuando en el hospital en el que trabajo cojo tiritas, esparadrapos, tijeras... y lo llevo para mi casa o para mis familiares. Robo cuando en el colegio donde trabajo cojo hojas, bolígrafos... y los llevo para mi casa. Robo en el trabajo llegando tarde y saliendo temprano. Robo en el trabajo al no pagar lo justo y debido a mis empleados y no reconocerles sus derechos. El hecho de que lo hagan los demás no quiere decir que está justificado que lo haga yo. También robo si no dedico el tiempo y las cualidades que Dios me da en el servicio de los demás; o cuando le robo su gloria y me apropio de lo que es de Él: “No se gloríe el sabio en su sabiduría, ni el rico en su riqueza, ni el soldado en su fuerza. El que se gloríe que se gloríe en el Señor” (Jr. 9, 22-23).

            ¿He sido desobediente en mi casa, con mi familia, con Dios, con la Iglesia, con mi director espiritual, con las normas de tráfico, con las cosas que me piden muchas veces por favor; y soy más bien de los que siempre hace lo que les da "la realísima gana"? La obediencia no es simplemente hacer sin más lo que me digan o me pidan, también hay que mirar el modo y las maneras en que lo hago. Por ejemplo, si realizo las cosas que se me piden pero con protestas, interiores o exteriores, entonces no estoy obedeciendo. Yo nunca he visto ni he leído que, cuando Dios Padre indicó a su Hijo que fura a la Cruz, por el perdón de los pecados de los hombres, Jesús obedeciera pero diciendo: “¡Vaya, hombre! ¡Siempre me toca a mí!” ¿A quién tengo que obedecer yo? Pues en primer lugar a Dios, a mis padres, a mis hijos, a mi marido, a mi mujer...

            ¿He faltado a la castidad con pensamientos, deseos, miradas, actos impuros (solo o acompañado); he respetado mi cuerpo y el de los demás por ser Templo del Espíritu de Dios, me he mantenido alejado de aquello que me tentara en este punto como TV, revis­tas, conversaciones, etc.?

¿He tenido el pecado de la vanidad de tal manera que estoy demasiado pendiente de mi aspecto físico, de la moda, y al final soy un esclavo de ello? Hay personas que son incapaces de salir desconjuntadas de casa o de no salir a la calle con prendas que no son de marca. Hay personas que visten o se acicalan de una determinada manera, pero no por convencimiento o gusto propio, sino por obtener el parabién de la gente con la que están.

            ¿He tenido soberbia al considerarme superior a otros, al considerarme inferior y esto me hacía sufrir, puesto que no me acepto tal y como soy? ¿Me ando siempre quejando de la sociedad, de los demás, de mí mismo? ¿"Engordo" cuando los demás hablan bien de mí, y me entretengo después pensando y "repensando" lo que se dijo bueno de mí? ¿Me enfada el que los demás hablen mal de mí, sea mentira o verdad, y "despo­trico" contra ellos y busco rápidamente el justificarme? ¿Me cuesta admitir mis errores? ¿Me cuesta pedir perdón? ¿Hablo de mí mismo (mal o bien) con frecuencia, me pregunten o no? ¿Hago o dejo de hacer cosas, digo o dejo de decir cosas por el qué dirá la gente, de tal manera que soy un esclavo de lo que piensen los demás? Veamos algunos de los frutos de la soberbia: En las relaciones con el prójimo, el amor propio y la soberbia nos hace susceptibles, inflexibles, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Nos deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad nos complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; nos inclinamos a compararnos y a creernos mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio y la soberbia hacen que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos.

            ¿He faltado en el amor al prójimo hacia los enfermos, ancia­nos, familiares, marginados, etc.? ¿Tengo verdadera preocupación por las necesidades materiales, morales y espirituales de las personas que me rodean, de la gente que vive en Asturias, en España, en Europa, en el mundo? ¿Considero a las demás personas como hermanos míos al ser hijos todos del mismo Padre?

            ¿He tenido falta de confianza en Dios buscando yo siempre el encontrar solución a todo y rápida; y cuando no salía tal y como era mi deseo me enfadaba con Dios o me descorazonaba con Él? No tengo confianza en Dios cuando las cosas positivas o negativas que me suceden me afectan sobremanera. No quiere decir con esto que tengamos que ser insensibles a las circunstancias que acontecen a nuestro alrededor, pero sí es cierto que nuestra seguridad total está en Dios y no tanto en que las cosas me salgan bien o mal.

            ¿He dejado mis oraciones de lado, o las he hecho con rutina y sequedad? ¿He sido fiel a lo que el Señor me iba mostrando o pidiendo en ellas?

            ¿He faltado a la Misa de los domingos, o he asistido a ella con rutina, falta de fervor, de mala gana y distracciones?

            ¿He realizado alguna lectura espiritual para alimentar mi ser y abrirme a otras experiencias y a otros horizontes que puedan acercarme más a Dios?

            Se podían sacar muchas más cosas, pero de momento yo creo que con esto vale para tener una guía más o menos exhaustiva.