17-7-2022 DOMINGO
XVI TIEMPO ORDINARIO (C)
Gn. 18, 1-10a; Slm. 14; Col. 1, 24-28; Lc. 10, 38-42
Homilía en vídeo.
Homilía de audio.
Queridos
hermanos:
Seguimos con la segunda homilía
sobre las obras de misericordia:
4.-
Las obras de misericordia corporales
4.1.-
Dar de comer al hambriento
- El pueblo de
Israel experimentó el hambre en el Sinaí. Mucha gente ha experimentado, y aún
hoy siente, el hambre. Recordemos en estos tiempos el hambre de los refugiados
sirios en los campos en donde malviven. Jesús recuerda también el hambre de las
gentes en la oración del Padrenuestro: “Danos
hoy nuestro pan de cada día” (Mt. 6, 11).
- Nos empuja a
alimentar al hambriento el mandato de Jesús: “Porque tuve hambre y me disteis de comer” (Mt. 25,35), pero
también cómo vivió este mandato la primitiva Iglesia. Tenemos el ejemplo de la
carta de Santiago: “¿De qué le sirve a
uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede
salvarlo? ¿De qué sirve si uno de vosotros, al ver a un hermano o una hermana
desnudos o sin el alimento necesario, les dice: ‘Id en paz, calentaos y comed’,
y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va
acompañada de las obras, está completamente muerta” (Sant. 2, 14-17). En
esta misma línea el Papa Benedicto XVI decía: “En muchos países pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema
inseguridad de vida a causa de la falta de alimentación: el hambre causa todavía muchas
víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa
del rico epulón […] Dar de comer a los
hambrientos (cf. Mt
25,35.37.42) es un imperativo ético para la Iglesia universal, que responde a
las enseñanzas de su Fundador, el Señor Jesús, sobre la solidaridad y el
compartir. Además, en la era de la globalización, eliminar el hambre en el
mundo se ha convertido también en una meta que se ha de lograr para
salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta. El hambre no depende tanto de
la escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos sociales, el más
importante de los cuales es de tipo institucional. Es decir, falta un sistema
de instituciones económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al
agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto de vista
nutricional, como de afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades
primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales, provocadas por
causas naturales o por la irresponsabilidad política nacional e internacional.
El problema de la inseguridad alimentaria debe ser planteado en una perspectiva
de largo plazo, eliminando las causas estructurales que lo provocan y
promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres mediante
inversiones en infraestructuras rurales, sistemas de riego, transportes,
organización de los mercados, formación y difusión de técnicas agrícolas
apropiadas, capaces de utilizar del mejor modo los recursos humanos, naturales
y socio-económicos, que se puedan obtener preferiblemente en el propio lugar,
para asegurar así también su sostenibilidad a largo plazo. Todo eso ha de
llevarse a cabo implicando a las comunidades locales en las opciones y
decisiones referentes a la tierra de cultivo
[…] El derecho a la alimentación y al agua tiene un papel importante para
conseguir otros derechos, comenzando ante todo por el derecho primario a la
vida. Por tanto, es necesario que madure una conciencia solidaria que considere
la alimentación y el acceso al agua
como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni
discriminaciones”
(Encíclica Caritas in veritate, 27).
-
No obstante, aunque resuenan en nosotros el mandato de Jesús de dar de comer al
hambriento, también resuenan en nosotros las palabras de Jesús en el desierto:
“No sólo de pan vive el hombre, sino de
toda Palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4, 4). En efecto, Jesús es
el verdadero pan de vida (Jn. 6, 35). Sólo Jesús sacia nuestra hambre de Dios,
de justicia, de verdad, de vida… de todos los valores del Reino. Y este pan lo
tenemos en la Eucaristía.
Sí,
demos pan de trigo a los hambrientos con hambre física, pero también demos el
pan de la Palabra de Dios a los que tienen hambre en su alma y en su espíritu.
4.2.-
Dar de beber al sediento
- Nos dice Jesús: “Porque tuve sed y me disteis de beber”
(Mt. 25, 35). El mismo Papa Francisco nos recuerda en su reciente encíclica Laudato si (n. 30) que “el acceso al agua potable y segura es un
derecho humano esencial, fundamental y universal, puesto que determina la
supervivencia de las personas y por esto es condición para el ejercicio de los
otros derechos humanos”.
En la Campaña
contra el Hambre en muchas ocasiones asumimos proyectos de perforación de pozos
y mantenimiento de manantiales.
- Aparte de la ayuda
económica que podamos aportar a otras personas que no tienen fácil acceso al
agua, también es conveniente que trabajemos por ser conscientes de lo necesario
que es el agua en nuestra vida y que procuremos no desperdiciar el agua en
nuestra actividad diaria: al ducharnos, al fregar, al lavarnos los dientes… El
agua es un bien escaso y cada vez lo será más.
- No obstante, como
en el punto anterior, también tenemos que tener una visión más profunda y
espiritual sobre el agua. Jesús decía subido a la cruz: “Tengo sed” (Jn. 19, 28). Esta frase le sirvió a Teresa de Calcuta
para orar, para acercarse a Jesús, para dar a Jesús a otras personas. Jesús
tenía sed física, pero también tenía y tiene sed de nuestras almas.
El agua y la sed ha
sido muy utilizada por los escritores sagrados para expresar la relación con
Dios. Así el salmista dice: “¡Oh Dios,
estoy sediento de ti!” (Slm. 63, 2); “tengo
sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Slm.
42, 3); “como busca la cierva corrientes
de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío” (Slm. 42, 2s).
Y el mismo Jesús
utiliza esta rica imagen del agua: “El
que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo
le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en
él en manantial que brotará hasta la Vida eterna” (Jn. 4, 13s). Por eso, la
Samaritana le pide de esta agua: “Señor,
dame de esa agua; así no tendré más sed” (Jn. 4, 15).
Hoy la gente nos
grita a los cristianos, a la Iglesia como la Samaritana para que le demos agua:
agua que calme su sed física, pero también agua que calme una sed más profunda.
No hay hombre o mujer que en su vida, como la mujer de Samaria, no se encuentre
junto a un pozo con un cántaro vacío, con la esperanza de saciar el deseo más
profundo del corazón, aquel que sólo puede dar significado pleno a la
existencia. Hoy son muchos los pozos que se ofrecen a la sed del hombre, pero
conviene hacer un discernimiento para evitar las aguas contaminadas. Es urgente
orientar bien la búsqueda, para no caer en desilusiones que pueden ser
ruinosas. Mas nosotros, los cristianos, no podemos dar esta agua divina, si
antes no lo tenemos nosotros. No puede pasarnos lo que denunciaba el profeta
Jeremías a los judíos: “Porque mi pueblo
ha cometido dos maldades: me abandonaron a mí, la fuente de agua viva, para
cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (Jer. 2,
13). Si Cristo no sacia nuestra sed, ¿cómo vamos a saciar la sed de Cristo de
los demás? Si no tenemos en nuestra vida de cada día el agua de Jesús, ¿cómo
vamos a poder dársela a los demás? Y el imperativo de Jesús nos sigue a todos
lados: “Porque tuve sed y me disteis de
beber” (Mt. 25, 35).
Ejemplo de plantaciones de café
en países enteros y no de otros productos. Control del precio por parte de las
multinacionales.