miércoles, 27 de mayo de 2020

Domingo de Pentecostés (A)

31-5-2020                               PENTECOSTES (A)
Queridos hermanos:
            Cuando rezamos el Credo decimos que creemos en Dios Padre, en el Hijo (Jesucristo) y en el Espíritu Santo. En el día de hoy: domingo de Pentecostés, celebramos la venida del Espíritu Santo a los apóstoles y, a través de ellos, a toda la Iglesia.
            Es muy poco lo que se habla del Espíritu Santo y ¡tanto lo que se puede decir de Él! Hoy profundizaremos un poco en este misterio del que depende nuestra vida de fe. En la segunda lectura nos dice San Pablo que “nadie puede decir ‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Parece una tontería, pues todos podemos decir: ‘Jesús es Señor’, pero San Pablo no se refiere únicamente a expresarlo con nuestros labios, sino sobre todo a decirlo con todo nuestro ser. O sea, lo que quiere decir San Pablo es que nadie puede creer en Jesús como Dios y como Señor, sino es porque el Espíritu Santo nos da la fe para decirlo, para creerlo y para vivirlo.
            Supongo que habréis oído hablar de los dones que uno recibe con el Espíritu Santo. Cuando los apóstoles estaban reunidos en el día de Pentecostés, varias lenguas de fuego se posaron sobre ellos. En esas lenguas de fuego recibían el Espíritu Santo y sus dones. Estos permiten a los cristianos secundar con facilidad y al al modo divino las mociones del propio Espíritu Santo. Por lo tanto, los DONES DEL ESPÍRITU son infundidos por Dios. El creyente no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas, ya que estos transcienden infinitamente todo el orden puramente natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia, y son incompatibles con el pecado mortal. Con estos dones el Espíritu Santo rige y gobierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es la razón humana la que manda y gobierna; es el Espíritu Santo mismo quien actúa como motor y causa principal única de nuestros actos virtuosos, y poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.
Y ahora vamos a hablar de los dones que el Espíritu nos otorga. Ya sabéis que son siete:
- Don de sabiduría. La sabiduría es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso, que es propio de Dios. Este conocimiento está impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad con las cosas divinas y gusta ya en la tierra de ellas. Con este don se es capaz de juzgar las cosas, los acontecimientos y las personas según la medida de Dios. Por otra parte, con esta sabiduría se sabe en cada momento lo que se tiene que hacer para agradar a Dios,
- Don de entendimiento o de inteligencia. Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas. La palabra “inteligencia” deriva del latín intus legere, que significa “leer dentro”, penetrar, comprender a fondo. Esta inteligencia sobrenatural se da, no solo a cada fiel en particular, sino también a la comunidad: a los Pastores y a los fieles, que de este modo poseen el sentido de la fe.
- Don de consejo. Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que conviene más al alma. El Espíritu de Dios enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos.
- Don de fortaleza. Es la fuerza sobrenatural que Dios nos otorga para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente, y nos ayuda a superar los miedos, la cobardía, la rutina y el cansancio.
En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. Este don de la fortaleza encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica, tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y servil con los poderosos, pero prepotente con los indefensos. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
- Don de ciencia. Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. El hombre contemporáneo, en virtud del desarrollo de las ciencias, corre el riesgo de absolutizar las cosas de este mundo y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo. Gracias al don de ciencia, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida. Así logra ver las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Además, el hombre con este don descubre la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación.
- Don de piedad. Este don sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración y nos da una profunda confianza en Dios. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Así se da en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. Por esto el cristiano se siente impulsado a tratar a los demás con la amabilidad propia de una relación fraterna. El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.
- Don de temor de Dios. Se trata del temor a ofender a Dios y humildemente reconociendo nuestra debilidad. El creyente se preocupa de no disgustar a Dios, de “permanecer” y de crecer en la caridad. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón humillado». Este temor no excluye el miedo que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos.
¡Ven, oh Santo Espíritu, y concédenos tus siete dones, ahora y por siempre! AMEN

jueves, 21 de mayo de 2020

Domingo de la Ascensión del Señor (A)


24-5-20                       DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR (A)
Queridos hermanos:
            ¿Alguna vez en la vida os habéis sentido solos? ¿Alguna vez habéis experimentado la soledad? Esa SOLEDAD que habéis vivido en vuestra vida en algunas ocasiones, ¿fue buscada o impuesta por las circunstancias o por las personas?
            - La definición más común de soledad es la de carencia de compañía y que se tiende a vincularla con estados de tristeza, desamor y negatividad. También es cierto que una soledad ocasional y deseada puede conllevar muchos beneficios.
            Se distingue varios tipos de soledad: a) la emocional, o ausencia de una relación intensa con otra persona que nos produzca satisfacción y seguridad. b) La social, que supone la no pertenencia a un grupo que ayude al individuo a compartir intereses y preocupaciones. Esta soledad está muy relacionada con la pérdida de relaciones con un conjunto de personas significativas en la vida del individuo y con las que se interactúa de forma regular. c) La soledad deseada y buscada por el individuo. Por ejemplo, los monjes la ven como una forma de iluminación espiritual. También abundan los filósofos que, además de recomendar llevar una vida tranquila y solitaria, ven la soledad como una forma de alcanzar la excelencia; así, Arthur Schopenhauer, sostenía que “la soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes”. Igualmente Francis Beaumont decía: “El que vive retirado dentro de su inteligencia y espíritu, vive en el paraíso”. O Jean de La Bruyère aseveraba: “Todo nuestro mal proviene de no poder estar solos”. Y otra idea, esta de María Zambrano: “Solo en soledad se siente la sed de verdad”. También hay psicólogos y psiquiatras que recomiendan aprovechar y disfrutar de los ratos de soledad. Ello, porque la soledad “nos permite descubrirnos y darnos cuenta de quiénes somos y qué queremos”.
            Podemos sentirnos solos ante la ausencia de un ser querido. Cuando (por separación en la pareja, fallecimiento de un ser querido u otra causa) desaparece de nuestra vida alguien a quien hemos amado o que ocupaba un espacio importante en nuestra vida diaria, nos invade una particular sensación de soledad, un vacío que nos sume en la tristeza y la desesperanza. Nos vemos perdidos y sin referencias en las que antes nos apoyábamos para afrontar la vida. Somos seres sociales que necesitamos de los demás para hacernos a nosotros mismos. Y no solo para cubrir nuestras necesidades de afecto y desarrollo personal, sino también para afianzar y revalidar nuestra autoestima, ya que esta se genera cada día en la interrelación con las personas que nos rodean.
            Existe también una soledad social, es decir, la de quien apenas habla más que con su familia, sus compañeros de trabajo y sus vecinos es una soledad muy común en este mundo nuestro. Nos sentimos incapaces de contactar con un mínimo de confianza con quienes nos rodean, tenemos miedo de lo que nos hagan o de que nos rechacen. Plantamos un muro a nuestro alrededor, nos encerramos en nuestra pequeña célula (en ocasiones, incluso unipersonal) y vivimos el vacío que nosotros mismos creamos y que justificamos con planteamientos como “no me entienden”, “la gente solo quiere hacerte daño”, “para lo único que les interesas es para sacarte algo”, “cada vez que confías en alguien, te llevas una puñalada”. Si la soledad es deseada, nada hay que objetar, aunque la situación entraña peligro: el ser humano es social por naturaleza y una red de amigos con la que compartir aficiones, preocupaciones y anhelos es un cimiento difícilmente sustituible para asentar una vida feliz. Esa soledad no deseada puede convertirse en angustia, si bien algunos se acostumbran a vivir solos. Se revestirá esta actitud de una apariencia de fortaleza, autosuficiencia, agresividad o timidez. Y todo, para esconder la inseguridad y el miedo a que no se nos quiera o no se nos respete. Hay también otras soledades indeseadas, como esas a las que se ven abocadas personas mayores, amas de casa, o quienes sufren ciertas enfermedades, incapacidades físicas o psicológicas o imperfecciones estéticas. Para iluminar este apartado, os reseñaré algunas frases: “Si eres orgulloso conviene que ames la soledad: los orgullosos siempre se quedan solos” (Amado Nervo). “No hay soledad más triste y afligida que la de un hombre sin amigos, sin los cuales el mundo es desierto; el que es incapaz de amistad, más tiene de bestia que de hombre” (Francis Bacon). “Un hombre solo siempre está en mala compañía” (Paul Valéry). “No es difícil llorar en soledad, pero es casi imposible reír solo” (Dulce María Loynaz).
            - Algunos de vosotros podéis preguntaros por qué hablo de la soledad en un día como hoy: festividad de la Ascensión de Jesús a los cielos. Pues ha sido un trozo de la primera lectura quien me dio la idea. Dice así: “Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndole irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: ‘Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse’”.
            Sí, al leer este texto, pensé en la tremenda soledad con la que se quedarían los discípulos de Jesús. Un vacío grandísimo de una persona que había sido su centro, su razón de existir, su fe y su sentido de la vida. Primero se lo habían quitado con la crucifixión. Luego lo recuperaron con la resurrección y lo tuvieron consigo durante 40 días, pero, ahora, en este día de la Ascensión, Jesús se les va de nuevo y les deja huérfanos. Quien ha experimentado una soledad profunda[1], entenderá un poco o un mucho la soledad que sintieron esos discípulos de Jesús junto con María, la Madre de Jesús.
            Contra esta soledad, Jesús les (nos) da dos remedios: 1) En el evangelio les dice y nos dice: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Sí, Jesús está siempre con nosotros. Aprendamos a sentirlo a través de la fe. 2) También les (nos) promete al Espíritu Santo: “Dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo […] Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo”. Del Espíritu Santo os hablaré en las homilías de los domingos siguientes: el 31 de mayo y el 7 de junio.
            - Otras frases sobre la soledad: “La soledad es el precio de la libertad” (Carmen Díez de Ribera). “Sin un corazón lleno de amor y sin unas manos generosas, es imposible curar a un hombre enfermo de soledad” (Teresa de Calcuta). “Quizá la mayor equivocación acerca de la soledad es que cada cual va por el mundo creyendo ser el único que la padece” (Jeanne Marie Laskas). “No hay mayor pobreza que la soledad” (Madre Teresa de Calcuta).

[1] Quien ha perdido un ser querido por fallecimiento, quien se ha separado y le han apartado a sus hijos de su lado, quien ha tenido que irse lejos de su ciudad, de su nación a trabajar, quien, como una niña familiar mía, es acosada en el colegio y no sale al recreo para que no la insulten ni la peguen, y tenga que cambiar de colegio para huir de esas agresiones, quien no se sienta amado o no se sienta capaz de entablar relaciones con otras personas, quien…