31-5-2020 PENTECOSTES
(A)
Queridos
hermanos:
Cuando
rezamos el Credo decimos que creemos en Dios Padre, en el Hijo (Jesucristo) y
en el Espíritu Santo. En el día de hoy: domingo de Pentecostés, celebramos la
venida del Espíritu Santo a los apóstoles y, a través de ellos, a toda la Iglesia.
Es
muy poco lo que se habla del Espíritu Santo y ¡tanto lo que se puede decir de
Él! Hoy profundizaremos un poco en este misterio del que depende nuestra vida
de fe. En la segunda lectura nos dice San Pablo que “nadie puede decir ‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del
Espíritu Santo”. Parece una tontería, pues todos podemos decir: ‘Jesús es
Señor’, pero San Pablo no se refiere únicamente a expresarlo con nuestros
labios, sino sobre todo a decirlo con todo nuestro ser. O sea, lo que quiere
decir San Pablo es que nadie puede creer
en Jesús como Dios y como Señor, sino es porque el Espíritu Santo nos da la fe
para decirlo, para creerlo y para vivirlo.
Supongo
que habréis oído hablar de los dones que uno recibe con el Espíritu Santo.
Cuando los apóstoles estaban reunidos en el día de Pentecostés, varias lenguas
de fuego se posaron sobre ellos. En esas lenguas de fuego recibían el Espíritu
Santo y sus dones. Estos permiten a los
cristianos secundar con facilidad y al al modo divino las mociones del propio
Espíritu Santo. Por lo tanto, los DONES DEL ESPÍRITU son infundidos por Dios.
El creyente no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas, ya que estos
transcienden infinitamente todo el orden puramente natural. Los dones los
poseen en algún grado todas las almas en gracia, y son incompatibles con el
pecado mortal. Con estos dones el Espíritu Santo rige y gobierna inmediatamente
nuestra vida sobrenatural. Ya no es la razón humana la que manda y gobierna; es
el Espíritu Santo mismo quien actúa como motor y causa principal única de
nuestros actos virtuosos, y poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra
vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.
Y ahora vamos a
hablar de los dones que el Espíritu nos otorga. Ya sabéis que son siete:
- Don de sabiduría. La sabiduría es la
luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento
misterioso, que es propio de Dios. Este conocimiento está impregnado por la caridad, gracias al cual el
alma adquiere familiaridad con las cosas divinas y gusta ya en la tierra de ellas. Con este don se es capaz de juzgar las cosas, los acontecimientos y las
personas según la medida de Dios. Por otra parte, con esta sabiduría se
sabe en cada momento lo que se tiene que hacer para agradar a Dios,
- Don de entendimiento o de inteligencia.
Es una gracia del Espíritu Santo para
comprender la Palabra
de Dios y profundizar las verdades reveladas. La palabra “inteligencia”
deriva del latín intus legere, que significa “leer dentro”, penetrar,
comprender a fondo. Esta inteligencia sobrenatural se da, no solo a cada fiel en particular, sino
también a la comunidad: a los Pastores y a los fieles, que de este modo poseen
el sentido de la fe.
- Don de consejo. Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone,
sugiriéndole lo que es lícito, lo que conviene más al alma. El Espíritu de
Dios enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde
dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de
opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un
camino que recorrer entre dificultades y obstáculos.
- Don de fortaleza. Es la fuerza
sobrenatural que Dios nos otorga para obrar valerosamente lo que Dios quiere de
nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Para resistir las
instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente, y nos
ayuda a superar los miedos, la cobardía, la rutina y el cansancio.
En nuestro tiempo
muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las
manifestaciones extremas de la violencia. Este don de la fortaleza encuentra
poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica, tanto del
ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las relaciones
económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de
falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano,
con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil
y servil con los poderosos, pero prepotente con los indefensos. El don de la fortaleza es un impulso
sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del
martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha
por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y
ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y
hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
- Don de ciencia. Nos da a conocer el
verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. El hombre
contemporáneo, en virtud del desarrollo de las ciencias, corre el riesgo de
absolutizar las cosas de este mundo y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas
el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las
riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de las cosas
materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra
demasiado a menudo. Gracias al don de
ciencia, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en
ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida. Así logra ver las cosas como
manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la
belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente
impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción
de gracias. Además, el hombre con este don descubre la infinita distancia que
separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación.
- Don de piedad. Este don sana nuestro
corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre
y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa
en la oración y nos da una profunda confianza en Dios. La ternura, como
apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la
mansedumbre. Así se da en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los
hermanos, haciendo su corazón de alguna manera participe de la misma
mansedumbre del Corazón de Cristo. Por esto el cristiano se siente impulsado a
tratar a los demás con la amabilidad propia de una relación fraterna. El don de
la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de
división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con
sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.
- Don de temor de Dios. Se trata del
temor a ofender a Dios y humildemente reconociendo nuestra debilidad. El
creyente se preocupa de no disgustar a Dios, de “permanecer” y de crecer en la
caridad. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito»
y con el «corazón humillado». Este temor
no excluye el miedo que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la
perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud
paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos.
¡Ven, oh Santo
Espíritu, y concédenos tus siete dones, ahora y por siempre! AMEN
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