17-5-20 DOMINGO VI
DE PASCUA (A)
Queridos
hermanos:
El
domingo pasado os hablaba sobre la Iglesia, ese cuerpo vivo al que
pertenecemos, ese grupo de fieles al que Dios nos ha llamado, elegido y consagrado.
Sin embargo, ya sabéis que no es obligatorio estar dentro de la Iglesia: se
puede entrar libremente y se puede uno salir libremente. Asimismo, cuando uno
está dentro de la Iglesia, puede uno madurar y crecer libremente en ella como
cristiano o puede simplemente ‘vegetar’ como cristiano.
Hoy quisiera que reflexionásemos sobre los
motivos por los que permanecemos en esta Iglesia de Cristo, y ha sido la
segunda lectura que acabamos de escuchar quien me ha dado esta idea para la
homilía de hoy. En efecto, dice san Pedro: “estad
siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la
pidiere”.
Si se acerca una persona a nosotros y nos
pregunta por qué estamos dentro de la Iglesia, ¿qué le diríamos? Entre
otras cosas…
*
Le podríamos decir que estamos en la Iglesia de Jesús, porque somos débiles y
pecadores, y hemos sentido y sentimos en cada momento de nuestra vida que Dios
tiene paciencia con nosotros, y que Dios nos perdona y tiene misericordia de
nosotros.
*
Le podríamos decir que estamos en la Iglesia, porque leemos la Palabra de Dios
y ella nos enseña, nos da vida, nos da luz, nos muestra el camino, nos dice, y
comprobamos como cierto, que, no solo hemos de vivir de lo material, sino y
sobre todo de lo espiritual y de lo que da sentido a nuestra vida (“El hombre no vive solamente de pan, sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios” [Mt. 4, 4]).
*
Le podríamos decir que pertenecemos a la Iglesia, porque esta nos ha acogido al
poco tiempo de nacer (Bautismo), nos ha alimentado y alimenta con el Cuerpo del
Hijo de Dios (Comunión), porque perdona nuestros pecados y no se escandaliza de
ellos (Confesión), porque nos da la fuerza del Santo Espíritu (Confirmación),
porque bendice el amor del hombre y de la mujer (Matrimonio), porque fortalece
la debilidad humana en la vejez y en la enfermedad (Unción de los enfermos),
porque sirve a sus hijos con sus ministros (Orden Sacerdotal), porque nos acoge
y no entrega al Padre a la hora de nuestra muerte (funeral)…
Si se acerca una persona a nosotros y nos
viera actuar durante una semana o un mes, ¿en qué podría notar que pertenecemos
a la Iglesia de Cristo? Entre otras cosas…
*
Se nos podría notar (y debería
notársenos) en que vivimos de un modo austero, lo cual está lejos de vivir
miserable y tacañamente, pero también de derrochar y de dejarnos envolver por
el consumismo de esta sociedad.
*
Se nos podría notar (y debería
notársenos) en que somos generosos con las necesidades de los otros:
necesidades materiales (ropa, comida, pagar la luz, el alquiler de la
vivienda…), necesidades de tiempo (estar y acompañar a los que están solos y/o
son ancianos, escuchar a los que nadie escucha…), necesidades de afecto…
*
Se nos podría notar (y debería
notársenos) en que somos constantes en la oración, en la asistencia a la
Eucaristía de nuestras parroquias, en que, durante las Misas, cantamos,
contestamos a las oraciones, estamos atentos y participativos, en que somos
comunidad de fe y de hermanos.
*
Se nos podría notar (y debería
notársenos) en que estamos prontos al perdón y a la comprensión de los
otros, en que somos gentes de paz y amables, en que somos honestos,
trabajadores y responsables.
*
Se nos podría notar (y debería
notársenos) en que la alegría de Dios está en nuestros ojos, en que la esperanza
de Dios está en nuestros rostros, en que el amor de Dios está en nuestras
manos.
Ya para
ir terminando os narraré a continuación una historia preciosa que va en línea
con todo esto que os estoy diciendo:
Nos
los contó un misionero en África: “Son
muchos los cristianos que se acercan a celebrar la reconciliación con Dios y
con el hermano. Pero anoche me ocurrió una cosa que quisiera compartir con
vosotros... Estaba confesando en la iglesia de uno de los barrios más populosos
de Parakou (Benin). De pronto se pone de rodillas un niño de unos 8 ó 9 años de
edad. Me llama la atención que no haga la señal de la cruz y que se quede como
pasmado sin articular palabra. Y entonces surge el diálogo:
- ¿Estás bautizado? - No, no lo
estoy. - ¿Eres cristiano? - No, no lo soy.
Veía la tensión en su rostro y las
lágrimas que comenzaban a humedecer sus ojos. La gente esperaba impaciente en
la fila y yo tenía que decirle que se fuese, pero no encontraba la manera.
- ¿Sabes que, al no ser cristiano,
no te puedes confesar? El crío encogió los hombros sin pronunciar palabra.
- Bueno, ¿qué puede hacer por ti?,
le dije.
Salió de mutismo y dijo con voz
entrecortada:
- Soy el más pequeño de todos mis
hermanos. Ellos me ordenan que haga esto y aquello y yo tengo que hacerlo.
También estoy al servicio de las mujeres y de la gente mayor de la casa. Casi
todos los días me pegan por una u otra cosa. Y son muchas las veces que me
quedo sin comer. Así que he venido a que
me des la bendición de tu Dios.
-
¿Y por qué quieres la bendición?
-
Porque todos me pegan y he oído por ahí que vuestro Dios bendice a los que
sufren y es amigo de los pequeños. Yo soy pequeño y en casa lo paso mal. Por
eso he venido.
Un nudo cerraba mi garganta. Esta
vez era yo el que articulaba palabras con dificultad a la vez que le imponía
mis manos:
- Que el Dios de la Misericordia
esté contigo y te acompañe. Que Él te bendiga con su amor y te libre de todas
las cosas malas. Que Él te dé la Paz. Amén.
La cara del niño cambió por
completo. Una sonrisa asomaba a sus labios. Se levantó y se alejó en la
oscuridad de la noche. Otra persona estaba ya delante de mí esperando hacer su
confesión”.
Pues
ahora yo también quiero bendeciros en el nombre de este Dios que me ama y al
que amo, que nos ama y al que amamos; y os doy la bendición con esta antigua
oración irlandesa:
“Que los caminos se abran
a tu encuentro,
que el sol brille templado sobre tu rostro,
que la lluvia caiga suave sobre tus campos,
que el viento sople siempre a tu espalda,
y que, hasta que volvamos encontrarnos,
Dios te tenga en la palma de Su Mano.
Que guardes en tu corazón con gratitud
el recuerdo precioso de las cosas buenas de la vida.
Que todo don de Dios crezca en ti
y te ayude a llevar alegría
a los corazones de cuantos amas.
Que tus ojos reflejen un brillo de amistad,
gracioso y generoso como el del sol
que sale entre las nubes y calienta el mar tranquilo.
Que la fuerza de Dios te mantenga firme,
que los ojos de Dios te miren,
que los oídos de Dios te oigan,
que la mano de Dios te proteja.
Así sea”
que el sol brille templado sobre tu rostro,
que la lluvia caiga suave sobre tus campos,
que el viento sople siempre a tu espalda,
y que, hasta que volvamos encontrarnos,
Dios te tenga en la palma de Su Mano.
Que guardes en tu corazón con gratitud
el recuerdo precioso de las cosas buenas de la vida.
Que todo don de Dios crezca en ti
y te ayude a llevar alegría
a los corazones de cuantos amas.
Que tus ojos reflejen un brillo de amistad,
gracioso y generoso como el del sol
que sale entre las nubes y calienta el mar tranquilo.
Que la fuerza de Dios te mantenga firme,
que los ojos de Dios te miren,
que los oídos de Dios te oigan,
que la mano de Dios te proteja.
Así sea”
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