miércoles, 30 de agosto de 2023

Domingo XXII del Tiempo Ordinario (A)

3-9-2023                     DOMINGO XXII TIEMPO ORDINARIO (A)

                                                                 Jr. 20, 7-9; Slm. 62; Rm. 12, 1-2; Mt. 16, 21-27

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos: 

La primera lectura de hoy nos habla del profeta JEREMÍAS. Para mí fue él la puerta que me introdujo en la riqueza maravillosa del Antiguo Testamento. Hasta entonces éste había sido un cúmulo de historias, de narraciones, de batallas, de un Dios terrible y extraño, pero, a partir de conocer un poco al profeta Jeremías, descubrí un Dios cercano, cariñoso, amigo de los hombres y que acompañaba a los creyentes de todos los tiempos: los del Antiguo Testamento y los del Nuevo Testamento, los de entonces y los de ahora.

Vamos a conocer y profundizar en algunas cosas del profeta Jeremías:

- Jeremías fue llamado por Dios a realizar una labor profética siendo aún muy joven. Por eso, en un primer momento se resiste y pone excusas a Dios: “¡Ay, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven” (Jr. 1, 6). Pero el Señor le deja sin esas excusas, ya que Jeremías no tendrá que profetizar basado en sus fuerzas o conocimientos, sino en la fuerza y en la sabiduría de Dios y, además, le dice cuál va a ser su tarea: “El Señor me dijo: ‘No digas: ‘Soy demasiado joven’, porque tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene. No temas delante de ellos, porque yo estoy contigo para librarte –oráculo del Señor –’. El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: ‘Yo pongo mis palabras en tu boca. Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y demoler, para edificar y plantar’” (Jr. 1, 7-10).

- Jeremías era un joven sensible y tímido, pero Dios lo sacó con fuerza de su vida tranquila para ser su voz en medio de las desgracias y de los pecados de su pueblo. Jeremías se sentía en medio de una tempestad, de un huracán que tiraba de sí y lo desgarraba interiormente: Por una parte estaban su propia timidez y sensibilidad que lo impulsaba a lo bueno, a congraciarse con la gente; por otra parte tenía ante sí los pecados e idolatrías de sus coetáneos, que lo herían en lo más profundo de su ser; y, finalmente, estaba Dios que tiraba de él para que fuera su voz, su denuncia ante los judíos.

            - En tantas ocasiones Jeremías tuvo que denunciar los pecados a la cara de sus vecinos: Denunció a los labradores, a los comerciantes, a los sacerdotes, a los falsos profetas, a los gobernantes, a los reyes y se enemistó con todos ellos. En cierta ocasión Jeremías se enfrentó con el profeta Ananías. Dios le había dicho a Jeremías que se pusiera un yugo sobre sus hombros para simbolizar que el pueblo iba a ser esclavizado por extranjeros (Jr. 27, 2). Así lo hizo, pero entonces Ananías “quitó el yugo del cuello de Jeremías y lo rompió” y negó que esto fuera a ser cierto (Jr. 28, 10). A esto respondió Jeremías: “‘¡Escucha bien, Ananías! El Señor no te ha enviado, y tú has infundido confianza a este pueblo valiéndote de una mentira. Por eso, así habla el Señor: Yo te enviaré lejos de la superficie del suelo: este año morirás, porque has predicado la rebelión contra el Señor’. El profeta Ananías murió ese mismo año” (Jr. 28, 15-17). Otro caso de denuncia nos los narra la primera lectura de hoy. Él hablaba en nombre de Dios y muchos tergiversaron sus palabras y lo acusaron de desmoralizar a los soldados que luchaban contra el enemigo. Como castigo a Jeremías lo echaron a un pozo lleno de barro para que se muriera de hambre y sed.

            - Todos los profetas nos han dejado, al lado de sus profecías, algunas experiencias íntimas de su relación con Dios y/o de lo que sentían en su interior. Pero el que más escritos íntimos nos ha dejado ha sido Jeremías. Por ellos podemos conocer lo que él sintió, lo que sintieron otros profetas y cualquier creyente que se relaciona con Dios de un modo serio y profundo:

            a) Jeremías se sentía odiado y repudiado por tanta gente de su pueblo, al que él amaba y para el que buscaba todo bien. Sí, Jeremías buscaba el bien de la gente y ésta reaccionaba con ira y odio: “¡Qué desgracia, madre mía, que me hayas dado a luz, a mí, un hombre discutido y controvertido por todo el país! Yo no di ni recibí nada prestado, pero todos me maldicen […] Yo no me senté a disfrutar en la reunión de los que se divierten; forzado por tu mano, me mantuve apartado, porque tú me habías llenado de indignación” (Jr. 15, 10.17).

            b) Pero lo que más le dolió fue el comprobar que sus familiares y sus mismos amigos más íntimos lo habían traicionado: “Oía los rumores de la gente: ‘¡Terror por todas partes! ¡Denúncienlo! ¡Sí, lo denunciaremos!’ Hasta mis amigos más íntimos acechaban mi caída: ‘Tal vez se le pueda seducir; lo podremos y nos vengaremos de él” (Jr. 20, 10).

            c) Por eso, de sus labios surgió un grito desgarrador, que en tantas ocasiones ha sido imitado por muchos hombres a lo largo de la historia: “¡Maldito el día en que nací! ¡El día en que mi madre me dio a luz jamás sea bendecido! ¡Maldito el hombre que dio a mi padre la noticia: ‘Te ha nacido un hijo varón’, llenándolo de alegría! […] ¿Por qué no me hizo morir en el seno materno? ¡Así mi madre hubiera sido mi tumba y nunca me habría dado a luz! ¿Por qué salí del vientre materno para no ver más que pena y aflicción, y acabar mis días avergonzado?” (Jr. 20, 14-15.17-18).

d) Algunas de las consecuencias de ser fiel a Dios fueron su soledad, la incomprensión, el rechazo y el odio de la gente. Al sentirse solo y desamparado, Jeremías se vuelve y se entrega por entero a Dios, y se establece entre los dos un diálogo maravilloso: “Cuando encontraba tus palabras, yo las devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón” (Jr. 15, 16). Y Dios le respondía: “Si vuelves a mí, yo te haré volver, y estarás a mi servicio; si separas lo precioso de la escoria, tú serás mi portavoz. Que vuelvan ellos a ti, no tú a ellos. Yo te pondré frente a este pueblo como una muralla de bronce inexpugnable. Lucharán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo para salvarte y librarte” (Jr. 15, 19-20).

            e) Sin embargo, hubo tantos momentos en los que Jeremías dudó, tuvo miedo y quiso abandonar su misión y a Dios. “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has violado y me has podido! Soy motivo de risa todo el día, todos se burlan de mí. Entonces dije: ‘No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su Nombre’. Pero había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía” (Jr. 20, 7.9). Por eso, Jeremías fue fiel a Dios durante toda su vida hasta que el último aliento salió de su boca y cerró los ojos para siempre.

jueves, 24 de agosto de 2023

Domingo XXI del Tiempo Ordinario (A)

27-8-2023                   DOMINGO XXI TIEMPO ORDINARIO (A)

                                                           Is. 22,19-23; Slm. 137; Rm. 11,33-36; Mt. 16,13-20

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Queridos hermanos:

            El amor…

12.- Espera.

“Indica la espera de quien sabe que el otro puede cambiar. Siempre espera que sea posible una maduración, un sorpresivo brote de belleza, que las potencialidades más ocultas de su ser germinen algún día. No significa que todo vaya a cambiar en esta vida. Implica aceptar que algunas cosas no sucedan como uno desea, sino que quizás Dios escriba derecho con las líneas torcidas de una persona y saque algún bien de los males que ella no logre superar en esta tierra” (n. 116). “Aquí se hace presente la esperanza en todo su sentido, porque incluye la certeza de una vida más allá de la muerte. Esa persona, con todas sus debilidades, está llamada a la plenitud del cielo […] Eso también nos permite, en medio de las molestias de esta tierra, contemplar a esa persona con una mirada sobrenatural, a la luz de la esperanza, y esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino celestial, aunque ahora no sea visible” (n. 117).

13.- Soporta todo.

“Es mantenerse firme en medio de un ambiente hostil. No consiste sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz de superar cualquier desafío. Es amor a pesar de todo, aun cuando todo el contexto invite a otra cosa” (n. 118). Decía Martín Luther King[1]: “La persona que más te odia, tiene algo bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella; incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la ‘imagen de Dios’, comienzas a amarlo ‘a pesar de’. No importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un elemento de bondad del que nunca puedes deshacerte [...] Otra manera para amar a tu enemigo es ésta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ése es el momento en que debes decidir no hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema [...] Odio por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y ésa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal [...] Alguien debe tener suficiente religión y moral para cortarla e inyectar dentro de la propia estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso del amor” (n. 118).

“El amor no se deja dominar por el rencor, el desprecio hacia las personas, el deseo de lastimar o de cobrarse algo […] A veces me admira, por ejemplo, la actitud de personas que han debido separarse de su cónyuge para protegerse de la violencia física y, sin embargo, por la caridad conyugal que sabe ir más allá de los sentimientos, han sido capaces de procurar su bien, aunque sea a través de otros, en momentos de enfermedad, de sufrimiento o de dificultad. Eso también es amor a pesar de todo” (n. 119).


[1] No podemos dejarnos arrastrar por el mal, por la desidia, por la ira… que nos rodea. Soportar no indica solamente aguantar, sino y sobre todo procurar transformar ese mal o al menos no secundarlo con nuestras acciones, palabras, omisiones o silencios.

miércoles, 16 de agosto de 2023

Domingo XX del Tiempo Ordinario (A)

20-8-2023                   DOMINGO XX TIEMPO ORDINARIO (A)

                                                  Is. 56,1.6-7; Slm. 66; Rm. 11,13-15.29-32; Mt. 15,21-28

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Queridos hermanos:

            El amor…

9.- Alegrarse con los demás.

Uno “se alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos” (n. 109).

10.- Disculpa todo.

Disculpar todo “puede significar ‘guardar silencio’ sobre lo malo que puede haber en otra persona. Implica limitar el juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e implacable: ‘No condenéis y no seréis condenados’ (Lc 6,37) […] Muchas veces se olvida de que la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando afecta gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles daños muy difíciles de reparar” (n. 112).

Quienes se aman “hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio para no dañar su imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de una actitud interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las dificultades y los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras de quien coloca esas debilidades y errores en su contexto. Recuerda que esos defectos son sólo una parte, no son la totalidad del ser del otro[1]. Un hecho desagradable en la relación no es la totalidad de esa relación […] El amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado (n. 113).

11.- Confía.

La “confianza hace posible una (1) relación de libertad. No es necesario controlar al otro, seguir minuciosamente sus pasos, para evitar que escape de nuestros brazos. El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar. Esa libertad, que hace posible (2) espacios de autonomía, apertura al mundo y nuevas experiencias, permite que la relación se enriquezca y no se convierta en un círculo cerrado sin horizontes […] Al mismo tiempo, hace posible la (3) sinceridad y la transparencia, porque cuando uno sabe que los demás confían en él y valoran la bondad básica de su ser, entonces sí se muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman de manera incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y debilidades, fingir lo que no es. En cambio, donde reina una básica y cariñosa confianza, y donde siempre se vuelve a confiar a pesar de todo, permite que brote la (4) verdadera identidad de sus miembros, y hace que espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o la mentira” (n. 115).


[1] Ya se sabe aquel hecho del novio que veía el lunar en el rostro de su novia y, al pasar el tiempo, decía que lo que su mujer tenía era una verruga. O también aquel cuento que decía así: “El rey estaba enamorado de Sabrina, una mujer de baja condición a la que había convertido en su última esposa. Una tarde, mientras el rey estaba de cacería, llegó un mensajero para avisar de que la madre de Sabrina estaba enferma. Pese a que estaba prohibido usar el carruaje personal del rey, infracción que se pagaba con la cabeza, Sabrina subió al coche y corrió junto a su madre. A su regreso, el rey fue informado de la situación. –¿No es maravillosa? –dijo-. Esto es verdadero amor filial. No le ha importado jugarse la vida para cuidar de su madre. ¡Es maravillosa! Otro día, mientras Sabrina estaba sentada en el jardín del palacio comiendo fruta, llegó el rey. La esposa lo saludó y después le dio un mordisco al último melocotón que le quedaba en la cesta. -¡Parecen buenos! –dijo el rey. –Lo son –dijo la esposa. Y, alargando la mano, le cedió a su amado el último melocotón. -¡Cuánto me ama! –comentó el rey-. Renunció a su propio placer para darme el último melocotón de la cesta. ¿No es fantástica? Pasaron los años y, a saber por qué, el amor y la pasión desaparecieron del corazón del rey. Sentado junto a su amigo más íntimo, le decía: ‘Jamás se comportó como una reina. ¿Acaso no desafió mi prohibición utilizando mi carruaje? Es más, recuerdo que una vez me dio a comer una fruta mordida’”.

domingo, 13 de agosto de 2023

Asunción de la Virgen María (A)

15-8-2023                              ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA (A)

Ap. 11, 19a;12, 1.3-6a.10ab; Sal. 44; 1ª Co.15, 20-27a; Lc. 1, 39-56

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            Yo siempre digo que la Palabra de Dios nos enseña, a pesar de haber sido escrita hace miles de años. Siempre digo que la Palabra de Dios nos enseña a cada uno de los que estamos aquí, a pesar de que estamos en circunstancias tan diversas y tenemos pensamientos tan distintos. Vamos a dar un ejemplo en la homilía de hoy de esta enseñanza.

            Para ello voy a partir de la narración de un cuento. A mí los cuentos me gustan, porque tienen muchos significados y pueden ser válidos para momentos y personas muy distintos. Dice así:

“Hace muchísimos años existía un pueblo, en el que las gentes se dedicaban básicamente a la agricultura. Había en dicho pueblo una familia compuesta por un padre, una madre y tenían un hijo de unos veinte o veintidós años. Tenían tierras de labranza. En aquellos tiempos no existían los tractores. Tenían un caballo que les ayudaba en las tareas de la labranza.

Un día, el caballo se escapó a las montañas. Al enterarse los vecinos acudieron a consolar al granjero por su pérdida. ‘Qué mala suerte’, le decían. El granjero les respondía: ‘Mala suerte, buena suerte, quién sabe’.

Este granjero envió a su hijo a buscar al caballo. Recorrió valles, subió a montañas… hasta que el joven lo encontró. El caballo estaba en medio de una manada de caballos. El joven cogió a su caballo para traérselo para casa, pero, para su sorpresa, varios de aquellos caballos de la manada lo siguieron hasta el pueblo. Los vecinos fueron a casa del granjero, esta vez a felicitarle por su buena suerte. ‘Buena suerte, mala suerte, quién sabe’, contestó el granjero.

Al día siguiente de haber regresado con todos aquellos caballos, el hijo del granjero intentó domar a uno de los caballos salvajes, pero se cayó y se rompió una pierna. Otra vez, los vecinos se lamentaban de la mala suerte del granjero y otra vez el anciano granjero les contestó: ‘Mala suerte, buena suerte, quién sabe’.

Días más tarde aparecieron en el pueblo los oficiales de reclutamiento para llevarse a los jóvenes al ejército para una guerra en la que se iba a luchar y muchos de aquellos jóvenes morirían. El hijo del granjero fue rechazado por tener la pierna rota. Los aldeanos, ¡cómo no!, comentaban la buena suerte del granjero y cómo no, el granjero les dijo: ‘Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?’” Bien, pues COLORÍN COLORADO, ESTE CUENTO SE HA ACABADO.

            Bien, pues ahora voy a contaros otro episodio. Pero este es un episodio real y que sucedió hace bastantes años. En una familia había tres hijas; eran tres hermanas y se llevaban poco tiempo entre sí. Cuando eran muy niñas, una de ellas tuvo una enfermedad y se quedó paralítica a consecuencia de ella. Siempre tuvo que estar atada a una silla de ruedas.  Fueron creciendo las tres hermanas, y cuando llegaron a la edad aproximada de los 17 años, las dos hermanas sanas empezaron a salir de fiesta. La enferma no podía. Las dos hermanas conocieron chicos, de los cuales se enamoraron e iniciaron sus noviazgos, que acabaron en sendos matrimonios. Marcharon de sus casas, formaron sus familias, tuvieron hijos, los cuales crecieron. Más adelante, estos hijos a su vez formaron sus propias familias. Con el tiempo, las dos hermanas se quedaron viudas. En cierta ocasión en que las hermanas ya contaban con unos 80 u 85 años decidieron pasar un fin de semana largo en la casa paterna, en donde seguía residiendo la hermana enferma. Hacía muchos años que no estaban juntas, pero sobre todo que no estaban solas. Allí estuvieron juntas y hablaron… de sus familias, de su pasado y, sobre todo de sí mismas. A una de ellas se le ocurrió preguntar y preguntarse: ‘¿Cuál de nosotras tres ha sido la más feliz en la vida?’ Hablaron a corazón abierto, sin ocultar nada. Contaron su vida, son sus alegría y con sus sinsabores. Al terminar de hablar y de escucharse entre sí, todas llegaron a la conclusión que la más feliz había sido la hermana enferma.

            Vamos ya ahora a fijarnos en el último episodio. Vamos a fijarnos en la Virgen María. Si cuando se le mostró el arcángel Gabriel y le preguntó si permitía quedarse encinta, María hubiera respondido: ‘¡No, no!’ Hoy no estaríamos aquí celebrando la fiesta de la Asunción de María a los cielos. Pero ella dijo que sí, y a partir de ahí empezaron a venirle problemas. Si José se hubiera chivado que el hijo que María esperaba no era suyo, a María la hubieran matado a pedradas. Después, cuando nace el hijo en Belén, Herodes casi le corta la cabeza. Además, tienen que marcharse para Egipto durante unos siete años como emigrantes.  Cuando volvieron a Israel y teniendo Jesús doce años, llevaron un susto de muerte al quedarse Jesús en Jerusalén sin que lo supieran sus padres. Más adelante murió José  y María quedó viuda. Con dieciocho o veinte años, Jesús no quería casarse y todo el mundo le señalaba en el pueblo con el dedo: ‘Este qué se creerá que las mozas de Nazaret no son bastante para él’. Posteriormente, Jesús deja a su madre completamente sola en el pueblo y encima poco después muere en la cruz. A los pies de la cruz, María pudo preguntarse si había tomado la decisión correcta habiendo aceptado quedarse encinta ante el anuncio del ángel. ‘¿Tuve una buena vida? Porque ahora estoy completamente sola: sin hijo, sin nietos. Estoy completamente abandonada. ¿Por qué tuve que decir que sí al ángel?

Efectivamente. Y esta es la enseñanza en que quiero que hoy nos detengamos todos nosotros. Cuando vayáis algún día al museo del Prado, no miréis el cuadro de Goya como yo voy a mirar ahora mismo esta imagen (pego mi rostro totalmente a una imagen, de tal manera que no sepa distinguir absolutamente nada de tal imagen). ¿A que hice el ridículo mirando así esta imagen? Este mismo ridículo hacemos nosotros en nuestra vida, porque en tantas ocasiones, ante cualquier episodio o acontecimiento que nos sucede a nosotros o a los que están a nuestro alrededor, enseguida enjuiciamos con los criterios del mundo, si eso es bueno o si es malo. Los cristianos no podemos ni debemos enjuiciar lo que nos pasa en la vida con los criterios del mundo. Un día del Carmen, cuando estaba en Tapia (el día del Carmen es el día grande en aquella villa). Pues bien, ese día me encontré a un lado de la iglesia a una moza de unos 17 años llorando desconsoladamente. ¿Sabéis lo que le pasaba? Mal de amores. El día 15, por la tarde-noche había salido toda arreglada para la fiesta con su noviete. Algo debió de pasar entre ellos. Lo que sí pasó el día del Carmen, muy de mañana, es que ella lloraba desconsoladamente y pensaba que más le hubiera valido morirse. Si tú, chica, ves tu vida únicamente en ese momento, pensarás que eres la más desgraciada. Pero si miras tu vida con cierta perspectiva, al cabo de un tiempo pensarás que de menudo sinvergüenza te libraste. Por eso, las cosas no son lo que parecen en ese momento. Tenemos que ver la vida y los acontecimientos con una perspectiva y con una distancia como para ver un cuadro. Y el criterio nos lo da nuestro Señor Jesucristo. Mirad vuestra vida, miradla. Yo miro la mía. Cuando yo tenía 15 años y quería entrar en el Seminario, me decían algunos en la familia: ‘No vayas, Andrés, no vayas’. Han pasado los años: mis tíos, mis primos… hemos hecho nuestra vida. El más feliz es el menda lerenda, o al menos, yo me considero muy feliz. ¿Quién acertó? No lo sé. Yo sí que yo sí he acertado por mi parte.

            Esta es la enseñanza: nunca juzguemos con los criterios del mundo lo que nos pasa. Esperemos. Hemos de darle tiempo al tiempo. Y miremos sobre todo con los ojos de Dios. El día que muramos, ya podremos mirar totalmente con los ojos de Dios y aquellos que habíamos entendido que no era bueno para nosotros, quizás no llevaremos grande sorpresas.  María, al ascender al cielo y mirar todo con los  ojos de Dios, ya se dio cuenta que su decisión fue la correcta y que ha sido, es y será la mujer más feliz de este mundo.

jueves, 10 de agosto de 2023

Homilías semanales EN AUDIO: semana XVIII del Tiempo Ordinario

Números 11, 4b-15; Salmo 80; Mateo 14, 13-21

Homilía lunes XVIII del Tiempo Ordinario

 

 

Números 12, 1-13; Salmo 50; Mateo 14, 22-36

Homilía martes XVIII del Tiempo Ordinario



Oseas 2, 16b.17b.21-22; Salmo 44; Mateo 25, 1-13

Homilía santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein)



2ª Corintios 9, 6-10; Salmo 111; Juan 12, 24-26

Homilía de san Lorenzo

Domingo XIX del Tiempo Ordinario (A)

13-8-2023                   DOMINGO XIX TIEMPO ORDINARIO (C)

                                                           1Re 19,9a.11-13a; Slm. 84; Rm 9,1-5; Mt 14,22-33

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            El amor…

7.- No se irrita (sin violencia interior).

“Si la primera expresión del himno nos invitaba a la paciencia que evita reaccionar bruscamente ante las debilidades o errores de los demás, ahora aparece otra palabra, que se refiere a una reacción interior de indignación provocada por algo externo. Se trata de una violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos coloca a la defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos que hay que evitar. Alimentar esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos enferma y termina aislándonos. La indignación es sana cuando nos lleva a reaccionar ante una grave injusticia, pero es dañina cuando tiende a impregnar todas nuestras actitudes ante los otros” (n. 103).

“Los cristianos no podemos ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira: ‘No te dejes vencer por el mal’ (Rm 12,21). ‘No nos cansemos de hacer el bien’ (Ga 6,9). Una cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla, dejar que se convierta en una actitud permanente: ‘Si os indignáis, no llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo’ (Ef 4,26) […] Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos ‘no’ a la violencia interior” (n. 104).

8.- No lleva cuentas del mal (perdón).

Lo contrario de llevar cuentas del mal y de ser rencoroso “es el perdón[1], un perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona” (n. 105). “Cuando hemos sido ofendidos o desilusionados, el perdón es posible y deseable, pero nadie dice que sea fácil […] El egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar” (n. 106). Cuando no eres capaz de perdonar, cuando sacas siempre la ‘lista de los reyes godos’ (todo lo malo que te han hecho o te han dicho) no amas, o si te lo hacen a ti, no te quiere. Al menos, al modo de Dios. Imaginaros que Cristo llevara siempre ante sí la ‘lista de los reyes godos’ nuestra. ¿Quién podría salvarse? Tengo que perdonar, tengo que ser perdonado, y tengo que perdonarme.

Para poder perdonar necesitamos pasar por la experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando del afecto, llenándonos de temores en las relaciones interpersonales. Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace falta orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con las propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener esa misma actitud con los demás (n. 107).


[1] Cursillo prematrimonial de Laurentino.