3-1-2021 DOMINGO SEGUNDO DESPUES DE NAVIDAD (B)
Eclo. 24, 1-4.12-16; Sal. 147;Ef. 1, 3-6.15-18; Jn. 1, 1-18
Queridos hermanos:
En el evangelio de hoy se nos dice: Jesús “vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios”. Y hoy quisiera comentar estas palabras que tengo subrayadas en negrita.
El Niño Jesús no nació de un amor carnal, ni de un amor humano, ni de la sangre. El Niño Jesús ha nacido de Dios. Fue Dios quien engendró en el vientre de María a su Hijo. Así, Jesús pasó de Dios a hombre, pero sin dejar de ser Dios.
Pues del mismo modo, como nos dice este evangelio y estas palabras que hoy quiero comentar, nosotros los hombres sí que hemos nacido de sangre, de amor carnal y del amor humano de nuestros padres. Pero, para ser completos, necesitamos nacer también de Dios.
1) Mas, ¿qué significa ‘nacer de Dios’? De alguna forma esta respuesta la encontramos en el diálogo entre Nicodemo y Jesús. Este le dice: “el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn. 3,3). Nacer de nuevo significa que Dios entra en nuestro ser y nos quita todo lo que no es Dios: los malos humores, las envidias, los egoísmos, la soberbia, la incomprensión, la codicia, el no fiarnos de Dios… Al mismo tiempo nacer de nuevo, nacer de Dios significa que Jesús nos regale su paz, su comprensión, su amabilidad, su perdón, su alegría, su fortaleza, su valentía, su fe, su amor… Nacer de Dios significa que Dios se nos regala a sí mismo y con todos sus frutos: ausencia de pecado y plenitud de santidad.
2) ¿Cómo podemos ‘nacer de Dios’? Existen varios modos:
- Uno de ellos mediante el sacramento del bautismo.
- Nacemos de Dios cuando hacemos la vida fácil a los demás y nos ponemos ante ellos en actitud de servicio.
- Nacemos de Dios cuando somos capaces de perdonar el mal que otros no han hecho o que pensamos que nos han hecho.
- Nacemos de Dios cuando visitamos enfermos y ancianos y personas en soledad.
- Nacemos de Dios cuando hacemos el bien a los niños, adolescentes y jóvenes-Recuerdo con cariño y agradecimiento las tardes de los domingos que D. Laurentino, el sacerdote que me mandó para el Seminario, pasó conmigo y con otros jóvenes y adolescentes en su casa: hablábamos, jugábamos a las cartas, planeábamos algo para la parroquia... Recuerdo con cariño los viajes a los que me llevaba: por antiguas parroquias suyas en Teverga o en Turón, o llevándome a Fátima o a Lourdes. Hoy soy como soy, gracias a esos días y horas que ese cura ‘perdió’ conmigo y con otros. El tiempo invertido en los niños, en los adolescentes y en los jóvenes nunca se pierde… ni para ellos ni para los que trabajan con ellos. Ese sacerdote nació de Dios en ese tiempo y los jóvenes y niños que estábamos con él también.
- Nacemos de Dios cuando un padre y una madre dedican su vida al trabajo y a vivir en familia para sacar su matrimonio y sus hijos adelante.
- Nacemos de Dios cuando dedicamos nuestro tiempo y nuestro dinero a actividades a favor de los demás: Caritas, omisiones de cementerios, asociaciones de vecinos… Todo aquello que no sea mirarse al ombligo y rascarse la barriga.
- Nacemos de Dios cuando dedicamos un tiempo a la oración, a la escucha de Dios en nuestro interior.
- Otro modo es mediante un encuentro de Dios con nosotros. No de nosotros con Dios, sino de Él con nosotros. Voy a poner un ejemplo: ¿Habéis oído hablar de Manuel García Morente? Manuel nació en 1886 y huyó por la guerra civil española a París. Él fue catedrático de Ética y ateo confeso, pero un día se convirtió al catolicismo y más tarde se ordenó sacerdote. Aquí está el relato de su conversión en base a un encuentro personal con Dios. Estando en París, el 29 de abril de 1937, a medianoche se puso a oír música clásica. Escuchaba ‘L’enface de Jesús’, de Berlioz y de repente le sucedió esto que escribió en su diario: “No puedo decir exactamente lo que sentí: miedo, angustia, aprensión, turbación, presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable que iba a suceder ya mismo, en el mismo momento, sin tardar. Me puse en pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y la percibía: Percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras –negro y blanco- que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación, ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente, y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era Él, porque yo le he percibido. No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello –Él allí- hubiera durado eternamente, porque su presencia me inundaba de tan y tal íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. ¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba Él allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después ya no estaba Él allí, ya no había nadie en la habitación, ya estaba yo pesadamente gravitando sobre el suelo y sentía mis miembros y mi cuerpo sosteniéndose por el esfuerzo natural de los músculos”.
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