26-7-20 DOMINGO
XVII TIEMPO ORDINARIO (A)
Queridos
hermanos:
La primera lectura
comienza hoy con estas palabras: “El
Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo: ‘Pídeme lo que quieras’”.
¿Qué le pedimos hoy a la vida? Por lo visto, parece que los reyes en tiempos de
Salomón pedían a sus dioses larga vida, muchas riquezas y vencer en todas las
batallas contra sus enemigos. Pero, ¿qué pediríamos hoy a la vida? En lo que
conozco del corazón humano creo que hoy básicamente se pide salud; trabajo;
tranquilidad y paz; buenos amigos; una casa con la hipoteca pagada; unas
vacaciones para conocer un lugar maravilloso; el amor de un hombre o de una
mujer; el amor de los hijos; el reconocimiento de los demás; que se acaben
nuestros problemas más acuciantes; un poco de dinero para pagar las deudas,
para dar algunas limosnas y para tener algo de “colchón” para cuando surjan
diversas necesidades…
Pues bien, también
hoy el Señor se nos aparece a cada uno de nosotros y nos dice: “Pídeme lo que quieras”. ¿Qué podemos
nosotros al pedir al Señor? (No a la vida, sino al Señor). Para dar esta
respuesta podemos pensar desde un punto de vista humano. De hecho, hay una
película norteamericana en la que el protagonista se queja ante Dios de lo que
mal que va el mundo o de lo mal que le van las cosas, y Dios le contesta a sus
quejas otorgándole a él todo el poder divino para que arregle los desaguisados
que, según el protagonista, hay en el mundo. El resultado es tremendo. Por
tanto, repito: ¿qué le pediríamos hoy día al Señor? ¿Lo mismo que más arriba se
ha dicho que podíamos pedir a la vida?
Veamos qué le pidió
Salomón a Dios: “Da a tu siervo un
corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien”[1].
Pedir esto es darse cuenta de que este corazón y este discernimiento es el
tesoro escondido y la perla fina de gran valor de que nos hablaba Jesús en el
evangelio. Y parafraseando la tercera parábola que nos cuenta Jesús hoy,
podemos decir que en nuestra vida “pescamos” muchas cosas; muchas cosas caen en
nuestras redes y tenemos que sentarnos después para examinar lo que hay dentro
de las redes. Los pescadores examinan todos los peces y “reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran”. El acto de sentarse ante las redes llenas y
examinar lo que hay dentro y distinguir lo bueno de lo malo, lo conveniente de
lo posible… es lo que se denomina el DISCERNIMIENTO.
¿Qué
difícil es discernir lo que es de Dios y lo que no es de Dios? Lo que no es de
Dios siempre es malo, aunque nos parezca bueno; y lo que es de Dios siempre es
bueno, aunque nos parezca malo o inconveniente o imposible. Voy a poner un
ejemplo, que puede ser real como la vida misma, y en el que hay que hacer un
acto de discernimiento para conseguir el bien final. El ejemplo está retratado
en un cuento. Se trata del cuento de la vaca. “Un maestro de la sabiduría paseaba con su discípulo por un bosque
cuando vieron una casa bastante pobre. Se acercaron y vieron que la casa la
habitaba un matrimonio y tres hijos, los cuales iban descalzos y todos muy
pobremente vestidos. Entonces el sabio preguntó al padre: ‘En este lugar no
existen posibilidades de trabajo. ¿Cómo hacéis tú y tu familia para sobrevivir
aquí?’ El hombre respondió: ‘Nosotros tenemos una vaca que nos da varios litros
de leche al día. Una parte la vendemos o la cambiamos en la ciudad vecina, y
con la otra parte producimos queso, manteca… para nuestro consumo, y así es
como vamos sobreviviendo’. El sabio agradeció la información, contempló el lugar
durante un momento, se despidió y se fue. En mitad del camino, se volvió hacia
su discípulo y le ordenó: ‘Busca la vaca, llévala al precipicio que hay allí
adelante y tírala’. El joven miró espantado a su maestro, y le discutió la
orden, porque la vaca era el único medio de subsistencia de aquella familia.
Pero, al ver el silencio absoluto de su maestro, el novicio cumplió temeroso la
orden. La escena de la vaca muerta al fondo del barranco se le quedó grabada en
su memoria. Pasado un tiempo, como unos cuatro años, este joven dejó a su
maestro y decidió ir al encuentro de aquella familia y confesar su delito. Al
acercarse vio que todo había cambiado: había una buena casa, un automóvil nuevo
a la puerta… El joven se sintió triste y desesperado, imaginando que aquella
humilde familia había tenido que vender el terreno para sobrevivir. Entonces
aceleró el paso y habló con un hombre que estaba delante de la puerta de la
casa y le preguntó por la familia que vivió allí hacía ya cuatro años. El
hombre aquel le contestó que eran ellos mismos la familia por quien preguntaba,
y el joven vio que efectivamente era así al mirar a los otros miembros de la
familia. Entonces les interrogó: ‘¿Cómo hicisteis para mejorar este lugar y
cambiar vuestra vida?’ El padre respondió: ‘Nosotros teníamos una vaca, pero un
día se cayó por el precipicio y se murió. Desde ese momento nos vimos en la
necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos
que teníamos’”.
Sí, cuatro años antes el joven discípulo hizo
un acto de discernimiento y pensó que lo mejor era dejar a aquella gente con su
vaca y su pobreza. ¡Al menos que tuvieran la vaca! El maestro, sin embargo,
hizo otro acto de discernimiento y sólo vio comodidad, pereza y cobardía en
aquella familia. Por eso, les quitó de un golpe la vaca y les obligó a salir de
su mundo encerrado y abrirse, y eso les supuso vida y una vida mejor, aunque al
principio lo tuvieron que pasar muy mal cuando descubrieron la vaca muerta y
empezaron a pasar hambre.
En definitiva, pidamos al Señor,
como Salomón, ese corazón dócil a Dios y ese discernimiento entre el bien y el
mal, entre lo que es de Dios y lo que no es de Dios. Si esto nos es
concedido por Dios, sí que encontraremos el auténtico tesoro y la auténtica
perla fina de gran valor.
[1] Por cierto, falta hace que Dios otorgue los
gobernantes, de cualquier signo político y de cualquier país o región, este
corazón y este discernimiento entre el bien y el mal.
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