18-8-2019 DOMINGO XX TIEMPO ORDINARIO (C)
Seguimos
otro día más hablando sobre el Símbolo de la Fe. Hemos terminado de profundizar
en las afirmaciones sobre Dios Padre. Avanzamos un poco más y empezamos con Jesús y nos vamos a detener hoy a examinar
los títulos de Jesús.
Artículo
2. “Y en Jesucristo, su único Hijo,
nuestro Señor”.
- “Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de
una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del
emperador César Augusto I; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén,
bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es
el Hijo eterno de Dios hecho hombre” (n. 423).
“La
transmisión de la fe cristiana es ante todo el anuncio de Jesucristo para
conducir a la fe en Él. Desde el principio, los primeros discípulos ardieron en
deseos de anunciar a Cristo: ‘Lo que existía desde el principio, lo que hemos
oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron
nuestras manos acerca de la Palabra de vida, lo que hemos visto y oído, os lo
anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y
nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os
escribimos esto para que vuestro gozo sea completo’ (1 Jn 1, 1-4)” (n. 425).
- JESÚS. “Jesús quiere decir en hebreo: ‘Dios
salva’. En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre
propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31)” (n. 430). Jesús es el
único que trae la salvación de Dios: “No
hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos
salvarnos” (Hch. 4, 12). “El Nombre
de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana. Todas las oraciones
litúrgicas se acaban con la fórmula ‘Por
nuestro Señor Jesucristo...’ El ‘Avemaría’ culmina en ‘y bendito es el fruto de
tu vientre, Jesús’. Numerosos cristianos mueren, como santa Juana de Arco,
teniendo en sus labios una única palabra: ‘Jesús’” (n. 435).
- CRISTO. La palabra ‘Cristo’
viene de la traducción griega del término hebreo ‘Mesías’ que quiere decir ‘ungido’.
Pasa a ser nombre propio de Jesús porque Él cumple perfectamente la misión
divina que esa palabra significa. El ungido era el llamado por Dios; el ungido
era consagrado por Dios, lo cual llevaba una dedicación exclusiva o preferente
para Dios y para la misión de Dios; el ungido tenía una tarea a realizar.
La misión de Cristo
era ser mensajero de Dios Padre. Su misión era salvar a los hombres. Su misión
consistía en asumir sobre sí las consecuencias negativas del pecado, es decir,
cargar nuestros pecados sobre sí para que fueran retirados de nuestros hombros.
Su misión era guiar a los hombres hasta el Reino de Dios. Su misión era
mostrarnos la verdad, la luz, el amor, la esperanza, la vida eterna, la
felicidad completa y permanente.
- HIJO ÚNICO DE DIOS. Cuando Pedro le dice a Jesús que Él es el Hijo
de Dios, Jesús le contesta: “no te ha revelado esto ni la carne ni
la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos” (Mt. 16, 17).
Del comportamiento de
Jesús, los fariseos y sacerdotes judíos deducían que Jesús se tenía por el Hijo
de Dios. Por eso le interrogaron así la noche del Jueves Santo: “ ” (Mt. 26, 62-66; Mc. 14, 60-64; Lc. 22, 67-71).
Jesús se sabía también
Hijo de su Padre Dios, pero distinguía su relación con Dios de la que tenemos
nosotros, los hombres. Así en el evangelio de san Juan dice: “Subo a mi Padre y Padre vuestro, a mi Dios
y Dios vuestro” (Jn. 20, 17).
Dentro de la doctrina
cristiana se dice que todos los hombres somos hijos de Dios. También decimos
que Jesús es Hijo de Dios. ¿Cuál es la diferencia entre su filiación y nuestra
filiación? La respuesta correcta es que nosotros somos hijos por adopción y
Jesús es Hijo por generación. Dios Padre ha engendrado a Jesús. A nosotros nos
ha creado y luego nos ha adoptado como hijos suyos queridos. Hemos subido un
peldaño: de simples criaturas fruto de un acto de creación a hijos.
- SEÑOR. Cuando los judíos que vivían en Alejandría (Egipto)
tradujeron el Antiguo Testamento al griego, la palabra ‘Yahvé’, que era el
nombre que Dios se había dado a sí mismo ante Moisés, la tradujeron por la
palabra ‘Kyrios’, que significa ‘Señor’. Desde ese momento a Dios se le llamó
Señor. Pero lo novedoso de los primeros discípulos de Jesús es que también
llamaron Señor a Jesús y de este modo pasaron a reconocerlo como Dios. De
hecho, “a lo largo de toda su vida
pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre
los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina”
(n. 447).
“Con
mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús
llamándole ‘Señor’. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se
acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). En el encuentro de Tomás con
Jesús resucitado, se convierte en adoración: ‘Señor mío y Dios mío’ (Jn 20, 28). Entonces toma una
connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición
cristiana: ‘¡Es el Señor!’, dice Juan al ver a Jesús resucitado, cuando la
pesca milagrosa (Jn 21, 7)” (n. 448).
De esta manera, las
primeras confesiones de fe de la Iglesia, cuando se dice que Jesús es Señor (es
decir, Dios) afirman desde el principio que el poder, el honor y la gloria
debidos a Dios Padre convienen también a Jesús. En efecto, Dios Padre manifestó
esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su
gloria.
Por todo ello, el
cristiano reconoce que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo
absoluto, a ningún poder terrenal, sino solo a Dios Padre y al Señor
Jesucristo: César no es el ‘Señor’. Por esta convicción los primeros cristianos
morían a manos de los emperadores romanos. Ahí tenemos el ejemplo de los cuarenta
soldados cristianos martirizados[1] en tiempos del obispo
san Blas.
Desde el inicio de la
vida de la Iglesia, “la oración cristiana
está marcada por el título ‘Señor’, ya sea en la invitación a la oración ‘el
Señor esté con vosotros’, o en su conclusión ‘por Jesucristo nuestro Señor’ o
incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: ‘Marana tha’ (‘¡Ven, Señor!’) (1 Co 16, 22): ‘¡Amén! ¡Ven, Señor
Jesús!’ (Ap 22, 20)”, que
son las últimas palabras de la Biblia (n. 451). Y estas palabras santas las
proclamamos en cada Misa, justo después de la consagración. Dice el sacerdote: “Este es el misterio de nuestra fe” y
nosotros respondemos: “Anunciamos tú
muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”
[1] Cuarenta soldados que
habían confesado abiertamente su condición cristiana, fueron condenados por el
prefecto a estar expuestos desnudos durante la noche sobre una laguna helada.
Entre los confesores, uno cedió y, dejando a sus compañeros, buscó los baños
calientes cerca del lago que habían sido preparados para quien quisiera
renunciar. Uno de los guardias que vigilaba a los mártires vio en este momento
un brillo sobrenatural sobre ellos. En ese momento se convirtió al
cristianismo, y despojándose de sus vestiduras se unió a los otros treinta y
nueve. Así, el número de cuarenta se mantuvo constante. Al amanecer, los
cuerpos rígidos de los soldados, que aún mostraban señales de vida, fueron
quemados y sus cenizas arrojadas a un río. Los cristianos, sin embargo,
recogieron los preciosos restos que quedaban y las reliquias fueron
distribuidas por muchas ciudades.
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