2-9-2018 DOMINGO XXII TIEMPO ORDINARIO (B)
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Esta homilía la voy a titular el CALDERO
DE DIOS. Hace poco tiempo, en una conversación de dirección espiritual, se
me vino a la mente esta idea para ayudar a la persona con la que hablaba. Le
dije así: cada mañana, cuando te levantas y sales de tu habitación, a lado de
la puerta encontrarás un caldero lleno de agua. Te lo ha dejado Dios para ti,
para que lo uses durante todo el día. Al final de la jornada, le tienes que
devolver a Dios ese caldero con el agua que no hayas usado, pero el agua
tendría que estar tan limpia como la que Dios te dejó por la mañana. Esa agua
es para ti: para que bebas y sacies tu sed, para que te refresques por el calor
del día, pero también es agua que puedes y debes compartir con otras personas
con las que te encuentres. Son personas sedientas o sudadas y que necesitan
refrescarse. Y este ejemplo vale para
todos y cada uno de nosotros.
Sin
embargo, hemos de tener cuidado. ¿Por qué? Porque esa agua limpia y fresca que
Dios nos ha dado podemos ensuciarla con nuestras palabras y con nuestras
acciones. Cada vez que nos mostramos egoístas, desconsiderados, perezosos, que
reaccionamos llenos de ira, o de soberbia, o de envidia, que buscamos nuestro
provecho personal… es como si echáramos con nuestras manos un poco (o un mucho)
de tierra sucia al caldero. Por eso, por desgracia, es muy común que al
mediodía o al final de la jornada ese caldero esté lleno, junto con el agua, de
tierra sucia, de estiércol, de plásticos, de hierbas rotas… Son las malas
acciones nuestras las que manchan y ensucian esa agua, que, cuando está así, no
sirve ni para nosotros ni para los que están con nosotros o pasan a nuestro
lado.
Al
contrario, nuestras buenas acciones o palabras hacen que esa agua encuentre la
utilidad para la que nos fue entregada: nos quita (a nosotros y a otros) la
sed, nos da frescor y (¡oh, maravilla!), percibimos que otros también comparten
con nosotros esa agua limpia de sus calderos. ¡Cómo presta cuando nos dan a
beber agua pura y fresca! ¡Cuánto lo agradecemos!
Cuando te vas a acostar, debes dejar ese
caldero al lado de la puerta de tu habitación. Dios te ha entregado un caldero
con agua pura, fresca y cristalina, y tú ¿qué has hecho con ella y qué le
devuelves a Dios al final del día?
Al día siguiente, vuelta a empezar.
Dios te vuelve a dejar ese caldero: limpio, reluciente, lleno de agua fresca.
Todo para ti y para los que están contigo.
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Existen palabras, personas, acontecimientos que, por una causa u otra, te dejan
una marca imborrable en la vida. He contado muchas veces este hecho, que me dio
mucha luz sobre el actuar humano:
Hace ya más de 10 años
estaba un domingo en la Misa de 11 de la catedral de Oviedo. En la homilía (que
no recuerdo sobre qué era) dije la siguiente idea: “No fueron los nazis de la Alemania de 1934 a 1945 quienes mataron a
los judíos” (al decir esto un matrimonio de mediana edad se levantó airado
de los bancos y se marchó de la catedral. ¡No se podía aguantar que un cura, en
plena Misa, utilizara el púlpito para negar el Holocausto nazi!). Yo vi el
movimiento y lo vieron también otros fieles que estaban en la catedral. Hice
una pequeña pausa mientras salía esta pareja de la catedral y continué
diciendo: “Repito: No fueron los nazis de
la Alemania de 1934 a 1945 quienes mataron a los judíos. No fueron los iraquíes
quienes en el verano de 1990 invadieran Kuwait y sacaran con destornilladores los
ojos de los kuwaitíes. No fueron los serbios quienes en 1994 y 1995 violaron a
niñas bosnias de 13 a 16 años. Porque si
los que hicieron todo esto fueron los nazis, si fueron los iraquíes y si fueron
los serbios quienes hicieron todas estas cosas, está claro que nosotros no
somos ni nazis, ni iraquíes, ni serbios y estamos libres de esas acciones.
Pero… si esas acciones las hicieron hombres (nazis, iraquíes, serbios, pero
hombres), entonces, como yo soy hombre, yo también puedo hacerlas. Estas
acciones u otras mucho peores aún”.
Efectivamente,
en el evangelio de hoy Jesús nos dice muy claramente que “lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de
dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones,
robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno,
envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y
hacen al hombre impuro”.
Lo
que aquí nos dice Jesús muy claramente es que los nazis y los comunistas, los
de derechas y los de izquierdas, los creyentes o los ateos, los españoles o los
ingleses, los asturianos o los catalanes, los del Barça o los del Madrid, los
de Tapia o los de La Caridad, los mayores o los jóvenes, las mujeres o los
hombres… tenemos cosas buenas y tenemos cosas malas. De unos y de otros pueden
salir buenas acciones y también malas acciones.
CONCLUSIONES:
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Dios nos llama a la responsabilidad
personal. No podemos criticar lo malo que hacen los otros. También nosotros
tenemos nuestras malas acciones y nuestras malas palabras y nuestras malas
omisiones.
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Efectivamente, las circunstancias que
nos rodean pueden explicar parte de los pecados que hacemos los hombres:
haber recibido una mala educación, tener una personalidad débil y que nos
dejamos arrastrar por lo que hacen o dicen otras personas, pero… Dios nos dice claramente que no es de fuera de donde viene lo
malo, sino de dentro.
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Un hombre no se hace de la noche a la
mañana. Cada día de su vida debe hacer un esfuerzo por ser mejor, por no
quejarse tanto y protestar tanto, por cambiar lo malo que tenga, por mejorar lo
bueno que tenga: si es mentiroso, procurar vivir en verdad; si es vago,
procurar ser más diligente; si es egoísta, procurar darse más a los demás; si
es iracundo, luchar por tener más paciencia y controlar su genio; si es
soberbio y prepotente, procurar no avasallar a los demás, escuchar el punto de
vista de los otros y reconocer humilmente que uno no sabe de todo ni tiene la
razón en todo… El hombre que procura
actuar así no está solo. Tiene toda la ayuda de Dios.
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Dios nos deja ese CALDERO LLENO DE AGUA
PURA Y FRESCA cada mañana. Procuremos usarla como Él quiere en favor de los
demás y de nosotros mismos, y procuremos no ensuciarla con nuestras malas
acciones de tal manera que, al mediodía o a la tarde, ya no sirva para nosotros
y para los otros.
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