29-3-2018 JUEVES
SANTO (B)
Celebramos un año más el inicio del
Triduo Pascual y lo hacemos, como siempre, con el Jueves Santo. Vamos a
fijarnos este año propiamente en la última Cena y en los alimentos que tomaron
Jesús y los Apóstoles.
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Los cuatro relatos evangélicos de la Pasión se sitúan en los días de la Pascua judía. En aquel tiempo Jesús
estaba en Jerusalén con sus discípulos. La Pascua[1] era la fiesta más
importante para los israelitas y les recordaba que Dios mismo, por medio de su
siervo Moisés, les había librado de la esclavitud de los egipcios. Todo judío
fervoroso celebraba esta fiesta y procuraba hacerlo en Jerusalén, la ciudad
sagrada. Por eso, Jesús estaba allí aquellos días. Y es entonces cuando Jesús
dice a sus discípulos que preparen la cena de la Pascua. Jesús sabe que será su
última celebración de la Pascua en la tierra: “mi hora está cerca” (Mt. 26, 18).
La
cena de Pascua había de ser para los judíos una fiesta de alegría, de
exaltación, de júbilo, puesto que Yahvé les había librado de la esclavitud de
los egipcios (Dt. 6, 21-23). Sin embargo, esta
cena pascual estaba presidida por la tristeza, pues Jesús les anunció que
iba a ser entregado y traicionado por uno de ellos: uno que había visto sus
obras maravillosas, que había escuchado sus palabras de vida, que había dormido
junto a Él, que había comido con Él (Mt. 26, 20-25; Mc. 14, 17-21; Lc. 22,
21-23). No obstante, esta tristeza no restó un ápice la solemnidad y la
seriedad del momento que se iba a vivir. Jesús estaba culminando su paso por la
tierra y no se echaba atrás ante lo que su Padre quería de Él. La traición y el aparente fracaso de su
obra no le hacían dudar del camino a seguir. Inexorablemente los enemigos
de Jesús iban ganando terreno y lo iban cercando, pero Él seguía paso a paso el plan trazado por Dios Padre para bien y
salvación de toda la humanidad y del universo.
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La cena de Pascua judía tenía perfectamente prescritos los alimentos que
formaban parte de ella: Cordero o cabrito asado al fuego, panes sin levadura y
verduras amargas (Ex. 6, 5.8). Así se lo prepararon para Jesús y sus discípulos,
y así se lo comieron. Sólo que Jesús
hizo un cambio radical y centró la
importancia y la atención en dos alimentos para la nueva cena de Pascua: el pan
sin levadura y el vino. “Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la
bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: ‘Tomad y comed, esto
es mi Cuerpo’. Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: ‘Bebed
todos de ella, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se
derrama por muchos para la remisión de los pecados’” (Mt. 26, 26-28; Mc.
14, 22-24; Lc. 22, 17-20).
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El cambio de alimentos no fue algo banal o caprichoso. Hasta ese momento era
otro el que moría, el que era comido o el que derramaba su sangre: el cordero o
el cabrito. Pero en esta cena Jesús no elige otro tipo distinto de alimentos de
los que hay en las tiendas o en los mercados. No elige otros alimentos más
apetitosos, más caros o más baratos… Jesús ofrece su propio Cuerpo para ser
entregado, despedazado, destrozado y comido. Jesús ofrece su propia Sangre para
ser derramada y bebida. Sí, Jesús ofrece
su Cuerpo y su Sangre para que sirvan como alimento y como bebida eternos, para
que ellas nos purifiquen de nuestros pecados, para que nos transformen de
hombres pecadores… en hombres santos, de hombres… en dioses. Así, se entienden mejor las palabras de Pablo en la carta a los Hebreos,
cuando dice que Jesús “entró de una vez
por todas en el Santuario, no por la sangre de chivos y terneros, sino por su propia sangre, obteniéndonos
así una redención eterna. Porque si la sangre de chivos y toros y la ceniza
de ternera, con que se rocía a los que están contaminados por el pecado, los
santifica, obteniéndoles la pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo,
que por otra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará
nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos
tributar culto al Dios viviente! Por eso, Cristo es mediador de una Nueva
Alianza entre Dios y los hombres” (Hb. 9, 12-15a).
- Si esto es verdad, entonces de
aquí se siguen tres consecuencias inmediatas:
1) No comemos un alimento cualquiera: pan o vino, sino que comemos al
mismo Jesús; comemos su Cuerpo y su Sangre. Comemos al mismo Dios. No se trata de un signo de Jesús, de un símbolo
de Jesús…, se trata del mismo Jesús. Esto significa que para los católicos
Dios es nuestro alimento, que nos fortalece, nos purifica, nos santifica, nos
transforma en hijos de Dios. Así se entiende perfectamente que preparemos a los
niños para la 1ª Comunión durante años, pues no es cualquier alimento el que
toman. Así se entiende que hagamos gestos de adoración ante el sagrario. Así se
entiende hemos de procurar estar limpios de pecado para comulgar…
2) Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, es decir, se entrega a sí mismo. No ponen a unos animales en su lugar, no
manda a otros a ser sacrificados en su lugar…, sino que Él mismo es el que va a la suplicio, el que es molido a palos, el que
es escupido, el que es insultado, el que es golpeado, el que es acusado
injustamente, el que es clavado en la cruz, y todo esto por nosotros y para el
perdón de nuestros pecados. Ya lo decía el mismo Jesús poco antes de todo
esto sucediera: “Este es mi mandamiento:
Amaos los unos a los otros, como yo os he amado. No hay amor más grande que dar
la vida por los amigos” (Jn. 15, 12-13).
3) De este modo, Jesús nos marca a sus discípulos el camino
que hemos de seguir. Dios no quiere nuestras cosas, ni nuestras obras, ni
nuestras palabras, ni nuestros pensamientos… simplemente o solamente. Dios nos
quiere a nosotros. La mejor acción del
discípulo de Jesús es que vaya poco a poco perdiendo su vida por Dios y por los
demás. Cuando uno comulga en la Misa y luego entrega su vida de cada día en
su casa, en su familia, en su trabajo, en su pueblo, en su parroquia, en la
gente con la que se van encontrando, entonces ese cristiano sí que está
siguiendo el ejemplo y los pasos de Jesús, entonces sí que está celebrando cada
día de su vida la última Cena de Jesús.
[1] Pascua significa ‘paso’: el
paso del mar Rojo, el paso de la esclavitud a la libertad. Ahora Pascua
significa el paso de la muerte a la vida, del pecado al perdón…
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