jueves, 9 de mayo de 2019

Domingo IV de Pascua (C)


12-5-2019                              DOMINGO IV DE PASCUA (C)

Homilía en vídeo
Homilía de audio.
Queridos hermanos:
            En este IV domingo de Pascua se celebra a Jesús, el Buen Pastor. Demos gracias a Dios por todas las personas que Él ha puesto a lo largo de nuestra vida como guías, maestros, educadores y pastores: por nuestros padres y familiares, por los profesores y vecinos, por los catequistas y sacerdotes, por tantas personas que nos han hecho tanto bien y, sin los cuales, nuestra vida no sería como es, ni nosotros seríamos como somos. Sí, estas personas nos han ayudado, pero en realidad era Jesús el Buen Pastor de todos y cada uno de nosotros. Cualquier cosa buena que nos hicieron nuestros padres a lo largo de la vida, en realidad era Jesús quien nos lo hacía a través de ellos. Cualquier cosa buen que nos hicieron los profesores o catequistas o sacerdotes o amigos u otras personas, incluso desconocidas para nosotros, en realidad era el mismo Jesús quien nos lo hacía a través de todos ellos. Jesús ha sido y es ese Buen Pastor que nos ha cuidado y nos cuida en todo momento. Esto es lo que celebramos en el domingo de hoy.
            - A la hora de hacer la homilía quisiera profundizar un poco en el evangelio de hoy, y quiero partir de las primeras palabras de Jesús. Dice Él: “Mis ovejas…” Efectivamente, Jesús va a referir el resto de las frases que dice en el evangelio a este sujeto, A SUS OVEJAS. ¿Quiénes son sus ovejas? ¿Pertenecemos nosotros al grupo de las ovejas de Jesús y, por lo tanto, de Dios?
“Mis ovejas escuchan mi voz”. Cuando estamos atentos a la voz de nuestra conciencia, escuchamos a Jesús, Buen Pastor. Cuando procuramos formar nuestra conciencia con lecturas, homilías, catequesis, charlas…, escuchamos a Jesús, Buen Pastor. Cuando leemos la Palabra de Dios, escuchamos a Jesús, Buen Pastor. Cuando estamos atentos a las necesidades de los demás, escuchamos a Jesús, Buen Pastor. Cuando hacemos examen de conciencia y de nuestros actos, escuchamos a Jesús, Buen Pastor.
“Yo las conozco (a mis ovejas), y ellas me siguen”. Jesús conoce a sus ovejas, nos conoce a nosotros mejor que nosotros mismos. Él nos ha creado, nos ha salvado, ha derramado su sangre por nosotros, está pendiente de nosotros… y por eso nos conoce tan bien. Pero solamente podremos seguirle cuando nosotros también le conozcamos a Él. Y para conocerle a Él, tenemos que tratarle con frecuencia mediante el diálogo, mediante la oración, mediante el trato benevolente y cariñoso con las otras personas. Entonces le conoceremos también a Él y le seguiremos. Nadie sigue a quien no conoce. Nosotros hemos de buscar el conocerle, el tratarle, el amarle y entonces sí que le podremos seguir.
Como consecuencia de todo esto, es decir, si escuchamos la voz del Buen Pastor, si nos conoce y si le conocemos y, finalmente, si le seguimos, entonces el evangelio nos apunta dos frutos:
1) “Yo les doy la vida eterna (a mis ovejas); no perecerán para siempre”. Cuantos más años cumplimos, más nos acercamos a la muerte. Un día nuestra vida se acabará, dejaremos de respirar, nuestro cerebro y corazón se pararán. Desapareceremos de nuestras casas, de entre nuestras familias, de entre nuestros amigos y conocidos. Cuántas veces pienso, cuando estoy por Oviedo o aquí por Tapia de Casariego, tantas personas que caminaron, que construyeron, que hablaron, que trabajaron, que vivieron aquí… y ahora ya no están. Cuántas personas se sentaron en esos bancos en los que ahora estáis sentados vosotros y ahora no están. Un día moriremos. Pues bien, Jesús nos dice que Él nos dará vida eterna, que nuestra muerte no será para siempre, que nuestra desaparición no será para siempre. El hombre ansía vivir y vivir para siempre en una situación mejor, en un mundo mejor. Eso nos lo dará Jesús.
2) “Nadie las arrebatará (a mis ovejas) de mi mano”. Las ovejas de Jesús estarán bien protegidas. No quiere decir esto que no tendremos enfermedades, ni problemas en las familias o en los trabajos. No quiere decir que no nos insultarán, o que no nos robarán, o que no estaremos tristes, o que no tendremos depresiones, o cualquier otro problema que se nos ocurra. En efecto, la protección de Jesús no significa un ‘seguro a todo riesgo’ en el sentido de que todo nos irá bien o que seremos felices siempre. La protección de Jesús significa que siempre estará a nuestro lado, que nos será fiel, que nos amará siempre, que nos perdonará siempre, que nos dará calor y luz siempre. Recuerdo que, cuando fuimos hace poco a Lourdes, supimos que, en una de las apariciones de la Virgen María a Bernardette, le dijo: “No prometo hacerte feliz en esta vida, pero sí en la otra”. Pues en ese sentido van las palabras de Jesús. Nuestros sufrimientos aquí tienen fin, la alegría que Jesús nos dará no tendrá fin jamás.
            - Termino. Porque hasta ahora he dicho un poco de lo que Jesús hace por nosotros. Pero también nosotros hemos de hacer algo por Él. Lo explico con este bello cuento:
“Una bella princesa estaba buscando un consorte. Nobles y ricos pretendientes llegaban de todas partes con maravillosos regalos: joyas, tierras, ejércitos, tronos… Entre los candidatos se encontraba un chico, que no tenía ningún título nobiliario. Su riqueza consistía en su amor y su perseverancia. Cuando le llegó el momento de hablar dijo: ‘Princesa, te he amado toda la vida. Como soy un hombre pobre y no tengo tesoros para darte, te ofrezco mi sacrificio como prueba de amor. Estaré cien días bajo tu ventana, sin más alimentos que la lluvia y sin más ropa que la que llevo puesta. Esa será mi dote’. La princesa, conmovida por semejante gesto de amor, decidió aceptar. ‘Tendrás tu oportunidad. Si pasas esa prueba, me desposarás’. Así pasaron las horas y los días. El pretendiente permaneció afuera del palacio, soportando el sol, los vientos, la nieve y las noches heladas. Sin pestañear, con la mirada fija en la ventana de su amada, el valiente súbdito siguió firme en su empeño sin desfallecer un momento.
De vez en cuando la cortina de la ventana real dejaba traslucir la figura esbelta de la princesa, que con un noble gesto y una sonrisa aprobaba la faena. Todo iba a las mil maravillas, se hacían apuestas y algunos optimistas comenzaron a planear los festejos.
Al llegar el día noventa y nueve, los pobladores de la zona salieron a animar al futuro monarca. Todo era alegría y jolgorio, pero cuando faltaba una hora para cumplirse el plazo, ante la atónita mirada de los asistentes y la perplejidad de la princesa, el joven se levantó y, sin dar explicación alguna, se alejó lentamente del lugar donde había permanecido cien días.
Unas semanas después, mientras iba por un camino solitario, un niño de la comarca lo alcanzó y le preguntó a quemarropa: ‘¿Qué te ocurrió? Estabas a un paso de lograr la meta. ¿Por qué perdiste esa oportunidad? ¿Por qué te retiraste?’ Con profunda tristeza y con lágrimas mal disimuladas, el joven contestó: ‘La princesa no me ahorró ni un día de sufrimiento, ni siquiera una hora. No merecía mi amor’.
Cuando estamos dispuestos a dar lo mejor de nosotros mismos como prueba de amor y de fidelidad, incluso a riesgo de perder nuestra dignidad, merecemos al menos una palabra de comprensión o estímulo. Las personas tienen que hacerse merecedoras del amor que se les ofrece”. En efecto, en este caso Jesús es el joven pretendiente y nosotros la princesa. También Jesús espera de nosotros alguna respuesta. No solamente tiene Él que hacerlo todo y en todo momento. El Buen Pastor implica también buenas ovejas.

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