5-5-2019 DOMINGO III
DE PASCUA (C)
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Hace ya unos años fallecía de modo repentino mi prima. Era bastante joven. Dejó un
marido, unos hijos pequeños, una madre, unos hermanos, unas cuñadas, unos
sobrinos, una familia política… Fue un año duro para toda la familia: duro
por el sufrimiento que ha sido compartido, pero duro también por el sufrimiento
llevado en soledad… para no ahondar más el sufrimiento de los demás. Mas la
vida sigue adelante. Vamos saliendo adelante, a pesar de tanto dolor y de tanto
notar su ausencia. Por dentro, en nuestro ser más íntimo nos sucederá lo de
aquel cuento del hombre viejo y de su corazón destrozado. Quizás ya lo
conozcáis algunos. Escuchad: “Un día un
hombre joven se puso en el centro de una ciudad y gritó que su corazón era el
más hermoso de aquel lugar. Muchos se arremolinaron a su alrededor y
confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en él ni manchas
ni rasguños. De pronto, un anciano se acercó y dijo: ‘¿Por qué dices eso, si tu
corazón no es tan hermoso como el mío?’ Sorprendidos, la multitud y el joven
miraron el corazón del anciano y vieron que, si bien latía vigorosamente,
estaba cubierto de cicatrices, e incluso había zonas donde faltaban algunos
pedazos, los cuales habían sido reemplazados por otros que no encajaban
perfectamente en el lugar. Es más, había lugares con huecos, donde faltaban
trozos. La gente se sintió sobrecogida y pensó que cómo podía decir aquel
anciano que su corazón era el más hermoso. El joven, al ver el corazón
deteriorado del anciano, se echó a reír y dijo: ‘Debes de estar bromeando.
Compara tu corazón con el mío. El mío es perfecto. El cambio, el tuyo es un
amasijo de cicatrices y dolor’. A lo que el anciano contestó: ‘Es cierto, tu
corazón luce perfecto, pero yo no podría confiar en ti. Mira, cada cicatriz
representa una persona a la que entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi
corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos, a su
vez, me han obsequiado con un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que
quedó abierto. Como las piezas no eran iguales, quedaron los bordes desiguales,
de los cuales me alegro, porque me recuerdan el amor que hemos compartido. Hubo
veces en que entregué un trozo de mi corazón a alguien, pero esa persona no me
ofreció un poco del suyo a cambio. De ahí los huecos. Dar amor es arriesgar;
pero, a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas,
me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza de que algún día, tal
vez, regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón. ¿Comprendes ahora
lo que es verdaderamente hermoso?’ El joven permaneció en silencio. Por sus
mejillas corrían las lágrimas. Se acercó al anciano, arrancó un trozo de su
joven corazón y se lo ofreció. El anciano lo recibió y lo colocó en su corazón;
luego, a su vez, arrancó un trozo del suyo ya viejo y maltrecho y tapó con él
la herida abierta del joven. La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Se notaban
los bordes. El joven miró ahora su corazón, que ya no era tan perfecto,
estéticamente hablando, pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor
del anciano fluía en su interior”.
Los corazones de los dos hijos de
mi prima están más grandes, pues tienen trozos de los corazones de su padre, de
sus abuelos, de sus tíos, de sus primos, que han querido arropar el corazón de
estos dos críos. Pero también tienen parte del corazón de su madre, que, por
amor, les sigue acompañando, aunque no sea de modo físico y material
Y ahora mirando para nosotros mismos, ¿a
quién nos parecemos más nosotros en nuestra vida ordinaria: al joven o al
anciano? ¿Cómo tenemos nuestro corazón: bien conservado de amar poco, de
entregarnos poco a los demás, de compartir poco con los demás, o tenemos el
corazón más parecido al anciano con su corazón herido, cuarteado, troceado por
haber amado y sufrido por y con los demás?
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Para nosotros, los cristianos, ese
“anciano” del que nos habla el cuento es sobre todo Jesús. Él ha ido
dejando trozo a trozo su corazón y todo su ser por todo el mundo y durante
todos los siglos de la historia de la humanidad. En su corazón faltan muchos
trozos, pues nos ha dado partes de su corazón, pero no ha recibido a cambio
trozos del nuestro. Por eso, su corazón parece un queso de Emmentaler (o
Gruyère). Fijaros, por ejemplo, en el caso que nos pone el evangelio de hoy.
San Pedro había negado a Jesús hasta en tres ocasiones, cuando éste estaba en
poder de los judíos. Ahora Jesús le da la oportunidad de borrar esas tres
negaciones. Por eso, le pregunta en tres ocasiones si lo quiere, si lo ama, y
Pedro contesta por tres veces que sí, que lo quiere. Nadie pierde más trozos de su corazón que cuando se acerca al enemigo,
al que le ha hecho algo malo, y busca la reconciliación con él. Nadie pierde
más trozos de su corazón que cuando perdona.
Otro
ejemplo de ese corazón roto de Jesús, también en el evangelio de hoy, lo
tenemos en el siguiente hecho, que a mí me enternece tanto. Mirad cómo Jesús se
acerca una y otra vez a sus discípulos, que habían quedado como huérfanos, para
consolarlos y confortarlos. “En aquel
tiempo, Jesús se apareció otra vez a sus discípulos junto al lago de
Tiberíades”. Saboread estos detalles. Cerrad los ojos e imaginaros la escena
que nos cuenta el evangelio: Jesús se hace el encontradizo; Jesús les facilita
una pesca abundante indicándoles dónde tienen que echar las redes; Jesús les
prepara el fuego, como si fuera un ama de casa, una madre, para que, al llegar
a tierra los discípulos pescadores, él pueda cocinarles un poco de pescado y
puedan desayunar; pero Jesús no se conforma con preparar el desayuno, sino que
también les reparte la comida: “Jesús se
acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado”. De amar tanto a los suyos, de preocuparse
tanto por los suyos, de sufrir tanto por los suyos, Jesús tendrá el corazón
como era descrito en el cuento de hoy. ¿Cómo está el mío?
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