2-6-2019 DOMINGO DE LA
ASCENSION (C)
La Ascensión del Señor no
es un episodio aislado, el último, de la historia de Jesús. Tampoco podremos
verlo como un hecho independiente y separado de su misma Resurrección. La
Ascensión del
Señor es el punto final del evangelio y de la presencia de Cristo resucitado
entre sus discípulos; y es también el inicio de la misión de la Iglesia representada en
los apóstoles. Esta misión se funda en las palabras de Jesús: “…en su nombre se predicará la conversión y
el perdón de los pecados a todos los pueblos”.
-
MIRAR AL CIELO
En
la primera lectura se nos narra cómo los discípulos de Jesús se quedaron
mirando para el cielo viendo cómo Él desaparecía entre las nubes delante de
ellos. Los discípulos se sintieron huérfanos y abandonados al no ver más a
Jesús entre ellos. Desde ese día los cristianos siempre buscamos con ansia a
Jesús. Los cristianos no podemos
estar solos; no podemos estar sin Él,
pues nos sentimos desamparados, y por eso miramos al cielo. Pero los
ángeles de Dios nos tocan el hombro y nos sacan de nuestro ensimismamiento: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?
El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis
visto marcharse”.
- MIRAR A LA IGLESIA
Sí,
Dios nos saca de nuestra comodidad, de ese estar “pasmados” en tantas ocasiones
mirando para el cielo, como esperando que la solución nos venga de arriba. Sí,
Dios nos recuerda una y otra vez la misión que Cristo nos confío: “…en su nombre se predicará la conversión y
el perdón de los pecados a todos los pueblos”. ¡Hay tanto que hacer!
MIRAR A LA IGLESIA. Hace años fui
párroco en la zona alta de Somiedo: Valle del Lago, Gúa, Caunedo, el Puerto… En
estas parroquias celebraba las Misas el último sábado de mes. Si nevaba y no se
podía subir, ese mes se quedaban sin Misa y en invierno podían estar hasta 3
meses seguidos así. Un sábado me acompañaron dos amigos de Avilés: un chico y
una chica (de 25 y 28 años de edad). Llevábamos la comida, pues íbamos a estar
todo el día por allá. Llevábamos la ropa de celebrar, los libros, las formas,
el agua, el vino… Salimos de Oviedo a las 9 de la mañana. A las 11 teníamos la
primera Misa. A las 10,30 entramos en una iglesia destartalada y llena de
goteras. En la sacristía no me podía revestir, pues estaba desarmada y llena de
cascotes; al lado de la sacristía había una capilla y tampoco me podía revestir
allí, pues ya me dijeron el primer día que llegué que el techo podía caer en
cualquier momento. Una mujer mayor me dijo que había venido temprano para
achicar el agua de las goteras, que estaba en el suelo. Celebré para 3 personas
ancianas y para mis dos amigos. A ellos se les cayó el alma a los pies. Algo
parecido sucedió en las otras cuatro parroquias: Misa de 12,15 horas; Misa de
13,30 horas; Misa de 16 horas; Misa de 17,15 horas. En una de las parroquias un
hombre que vivía en Gijón y que iba a entrar en una de las Misas dijo a un
vecino que estaba por allí trabajando: ‘¿Cómo
no vienes a Misa?’ A lo que éste contestó: ‘Yo voy a la segunda’. Por supuesto, no había una segunda Misa en
aquella parroquia y en ese día. Al terminar la última celebración, regresamos
para Oviedo. Sé que mis jóvenes amigos venían pensando en todo lo que habían
vivido. Por mi parte, yo ya estaba pensando en programar mi trabajo pastoral en
Somiedo para el próximo curso, ahora que ya sabía un poco más a qué me enfrentaba,
si es que me dejaban allí de párroco. Percibía en estas parroquias una gran
pobreza, humana, pero sobre todo había una gran pobreza espiritual y de fe. Les
faltaban medios, oportunidades y personas que les ayudasen con su fe y a
profundizar en ella. Así estaba la vida de fe y la Iglesia por allá. Hoy,
nueve años después, creo… que las cosas estarán mucho peor, pues los que iban
entonces a Misa, ya habrán fallecido.
MIRAR A LA IGLESIA. Por aquel entonces,
al lunes siguiente a esta experiencia en las parroquias de la zona alta de
Somiedo vino una persona desde una villa asturiana a hacer dirección espiritual
y me contaba que tenían el templo cayendo. Habían pedido un presupuesto para
arreglarla y les pedían 300.000 €. Este era el presupuesto para arreglar una
iglesia que estaba casi vacía de fieles. Me decía esta persona, que es algo
mayor que yo, que ella era la más joven de los que iban a los cultos, y me
decía: ‘¿Arreglar la iglesia para qué?
¿Arreglar la iglesia para quién?’
MIRAR A LA IGLESIA. Asimismo por
aquellos días me encontré con un texto escrito por un fraile y que hablaba de la Iglesia; no del templo de
piedra o de ladrillo, sino de los templos de carne, hueso y espíritu, es decir,
de los cristianos: “Me duele la Iglesia. Veo el Cuerpo de
Cristo ‘con fiebre’. En mi comunidad religiosa noto una degeneración: en
conversaciones, en las formas, en las decisiones…. Va cada día decayendo más el
espíritu. Es una de las consecuencias de esta cultura nuestra: amortigua las
necesidades espirituales, ahoga, anestesia el mundo del espíritu dejando las
personas en una vida natural, de la carne (a veces contranatural). Aquí veo esa
pérdida progresiva del espíritu. Siento que ‘avanza este cáncer espiritual’,
que va invadiendo terrenos y que hace insensible al Espíritu aquello que
invade”.
MIRAR A LA IGLESIA. Me contaban el
sábado 25 de mayo que, en la celebración de las primeras Comuniones en Tapia,
hubo algunas personas que se pasaron la mayor parte de la Misa hablando de sus
cosas y molestando a los fieles que sí querían estar atentos. A estas personas
que hablaban y que molestaban a los demás les importaba un comino el
significado profundo que allí estaba sucediendo: Jesús, el Dios creador de todo el Universo, entraba por primera vez en
el ser más profundo de aquellos 15 niños.
- MIRAR A CRISTO, ESCUCHAR A CRISTO, OBEDECER A CRISTO
A día de hoy no
tenemos mayores dificultades que tuvieron entonces los apóstoles o san Pablo u
otros cristianos y santos en sus tiempos. Nuestra
fe es cierta, la presencia y el amor de Dios son ciertos, el mandato del Señor
es firme: “…en su nombre se predicará
la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos”. Nosotros no
hablamos en nuestro propio nombre, sino en el nombre de Cristo, el Hijo de
Dios. Él nos pide que sembremos. A Él le corresponde cosechar.
Una y otra vez os
repetiré las palabras de confianza absoluta del profeta Habacuc: “Aunque la higuera no eche sus brotes, ni
den su fruto las viñas; aunque falle la cosecha del olivo, no produzcan nada
los campos, desaparezcan las ovejas del aprisco y no haya ganado en los
establos, yo me alegraré en el Señor,
tendré mi gozo en Dios mi salvador. El Señor es mi señor y mi fuerza”
(Hab. 3, 17-19). Nada ni nadie podrá apartarnos de ese Dios, en el que creemos
y al que amamos. Si la realidad de la Iglesia fuera maravillosa a los ojos de todo el
mundo, tendríamos que predicar y vivir el evangelio con la misma fuerza y el
mismo entusiasmo que si la realidad de esta Iglesia fuera un auténtico
desastre.
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