9-XI-2018
FUNERAL DE MI
MADRE
Ap. 14, 13; Jn. 11, 17-27
Queridos
hermanos:
Espero no emocionarme demasiado y
poder acabar esta homilía.
En
primer lugar quisiera daros las gracias a todos los que estáis aquí y a tantos
que no han podido venir, pero quisieran estar aquí, y a tantas personas que nos
han mostrado su cariño y su cercanía, y a los que rezan por mi madre y por
nosotros. ¡Gracias!
En el día de hoy quisiera poder hablar de tres
ideas:
1) Hubo (creo recordar) un
psiquiatra que después de la II Guerra Mundial notó que dentro de los
prisioneros que sobrevivieron a los campos de concentración nazi había personas
que anidaban dentro de sí un rencor y una amargura total, y que nunca fueron
capaces de superarla. Toda su energía negativa la proyectaban hacia fuera.
Había otro grupo de personas que cayeron en el victimismo por todas las
desgracias terribles que les habían sucedido, y proyectaban su energía negativa
sobre sí mismos, de tal manera que estaban paralizados para otra cosa distinta
de lo mucho que habían sufrido injustamente. Era una obsesión enfermiza.
Finalmente, hubo otro grupo de personas que, a pesar de su experiencia
terrible, fueron capaces de sobreponerse a ello y realizaron una vida normal y
bastante equilibrada. Esto también fue observado en los niños que estuvieron en orfanatos rumanos A esta
capacidad de sobreponerse a los sufrimientos se le designa con el nombre de
resiliencia, la cual es una virtud muy necesaria para vivir y convivir. La resiliencia sería, por tanto, la
capacidad para afrontar la adversidad y lograr adaptarse bien ante las
tragedias, los traumas, las amenazas o el estrés severo. Ser resiliente no
significa no sentir malestar, dolor emocional o dificultad ante las
adversidades. La muerte de un ser querido, una enfermedad grave, la pérdida del
trabajo, problemas financieros serios, etc., son sucesos que tienen un gran
impacto en las personas, produciendo una sensación de inseguridad,
incertidumbre y dolor emocional. Aun así, hay personas que logran sobreponerse
a esos sucesos y adaptarse bien a lo largo del tiempo.
Esto que acabo de decir puede ser
aplicado a muchos de los que estáis aquí, pero ahora lo voy a hacer sobre mi
madre: una niña que con tres años, por enfermedad de mi abuela materna, tenía
que ponerse sobre un caldero al revés para llegar al fregadero a lavar los
cacharros, una mujer que siendo niña que tuvo que hacer de madre de sus
hermanos pequeños, una mujer que pasó penalidades con el estraperlo (les
quitaban lo que tenían y llevaban a León para cambiar por otras cosas
necesarias para vivir) y con la atención a las enfermedades en su familia, y
después tuvo que sacar adelante a sus hijos y marido (en una ocasión
accidentado) y que tuvo que luchar contra sus propias enfermedades. Sin
embargo, a pesar de tales enfermedades, de una niñez traumática en varios
aspectos, de una personalidad golpeada por todo esto y por los avatares de la
vida…, fue capaz de sobreponerse y salir ella misma adelante y de sacar
adelante a su familia. Voy a poner un ejemplo, pero que explica muy bien lo que
quiero decir: a pesar de no tener casi estudios, de no hacer un máster en
psicología de la maternidad y de la educación de los hijos…, fue capaz de
educarnos a sus cuatro hijos de tal manera que en estos años de enfermedad (por
pura Gracia de Dios) supimos valorar y aceptar las capacidades, las limitaciones
en carácter, por las circunstancias personales y familiares de cada hijo, de
distancia kilométrica en la residencia… y todos estuvimos presentes en la
atención de nuestra madre supliendo las deficiencias, carencias y errores de
los otros, y aprovechando las cualidades de cada uno para hacerlo del mejor
modo posible. De esta manera, no hubo fricciones ni enfrentamientos, sino
comprensión, paciencia y ayuda mutua. De este modo, hemos salido más hermanos,
mejores personas y sin heridas ni resentimientos.
2) Mi madre fue siempre una mujer de
fe, que estuvo en la Iglesia, que tuvo un gran amor a la Virgen. Con poca
formación doctrinal, pero con una fe sencilla y fiel a Dios. Recuerdo que, en abril de 2014,
cuando ya estaba mucho tiempo encamada y era casi totalmente dependiente mi
madre buscaba una noche el escapulario que se le había caído a los pies de la
cama, cuando fui a ponerle la chata para orinar. Recuerdo que, cuando iba a atenderla
por la mañana, al destapar las sábanas enseguida aparecía por allí el rosario
que usaba por las noches.
En la parroquia de Tapia de
Casariego estamos en esta temporada iniciando las catequesis de Confirmación.
Hace muy pocos días pregunté a los chicos sobre qué diferencia veían ellos
entre sí y sus compañeros del instituto o de amistad, pero que no tenían fe en
Dios. Una chica de 16 años dijo enseguida: “La
diferencia está en que nosotros tenemos unos valores distintos a ellos.
Nosotros nos comportamos en la vida de una forma distinta a ellos por esos
valores”. ¡¡Fantástico!! Porque, si la única diferencia entre los que
creemos en Dios y los que no creen, es que los primeros vamos a Misa y los
otros no, entonces esa es una diferencia muy pequeña, escasa y patética.
La persona que cree en Dios se sabe
y se siente querida en todos los momentos de su vida. No está sola.
La persona que cree en Dios sabe que
el hombre no es el rey del universo, que puede hacer lo que quiere. Sabe que él
es pequeño, débil, necesitado, sabe que no es autosuficiente y que depende de
Dios y, al mismo tiempo, se siente libre y seguro con un Padre que lo acompaña
y lo guía en todo momento.
La persona que cree en Dios es un
hombre con esperanza. Por muy mal que vayan las cosas, Dios está sobre todo y
sobre todos. Por muy bien que vayan las cosas, Dios sigue estando y
permaneciendo.
La persona que cree en Dios sabe que
la muerte no es el fin, no es ‘muerto el perro, acabose la rabia’. El hombre
continúa después de la muerte. No es un ‘adiós’, sino un ‘hasta luego’. Como
decía Jesús en el evangelio: “…aunque
haya muerto…, no morirá para siempre”.
La persona que cree en Dios habla
con Él y lo escucha, pero también está en relación con los demás hombres que le
rodean en este mundo, y con los que han fallecido. Y en esto último se basa el
sentido profundo del funeral cristiano: damos gracias a Dios por nuestros
difuntos (nosotros, los vivos en la tierra, somos lo que somos gracias a
ellos), pero también pedimos a Dios que les perdonen sus pecados para que,
limpios de ellos, vean a Dios cara a cara y luego nos ayuden a nosotros en
nuestra vida de aquí.
3)
Quisiera terminar ahora con unas pequeñas palabras dirigidas a mi madre:
“Gracias,
mamá, por todo lo que me has enseñado: En ti he visto una mujer trabajadora,
muy trabajadora. He visto una mujer muy generosa para con los demás. He visto
una mujer muy acogedora y hospitalaria con todos los que recibía en su casa
(direcciones espirituales). He visto una mujer con una memoria prodigiosa con
la que preguntaba y se interesaba por los problemas y circunstancias de cada
uno y, cuando pasaba el tiempo, era capaz de recordarlo para interesarse con cariño sincero por esa persona. He
visto una mujer que me ha transmitido la fe, una fe sin la cual yo no podría
vivir, aunque no fuese cura, pues esa fe es como el aire que respiro o la
sangre que recorre mis venas y me da vida y me conserva la vida.
Gracias, mamá, por todo lo que me has amado.
Gracias, mamá, por todo lo que me has cuidado[1].
Gracias, mamá, por haberme dado la oportunidad de
cuidarte en los últimos años de tu vida.
Perdón, mamá, porque no te cuidé como tú merecías y,
en ocasiones, no tuve paciencia contigo.
¡¡Muchas gracias y perdóname!!”
[1]
El 7 de agosto de 2018 por la mañana fui a ver a mi madre. Había tenido en
semanas anteriores un pequeño infarto cerebral y hablaba mal y no coordinaba
del todo. Me empezó a decir: “Talete”. Esto no sabíamos qué significaba. Ya nos
había dicho esta misma palabra en varias ocasiones, pero esta vez, al ver que
yo no la entendía, hizo el gesto inconfundible de llevarse los dedos a la boca
indicando que tenía hambre y que quería comer. Yo le dije, en broma, que tenía
que haber merendando y cenado el día anterior (no lo había hecho por estar en
estado semicomatoso), y ahora tenía hambre. Ella se rió, pero enseguida me
preguntó en su ‘idioma’, si yo había desayunado. También hizo ademán de cogerme
el polo que llevaba puesto y me dijo, en su ‘idioma’, que era poco para salir a
la calle y que iba a coger frío. Esto me recordó que mi padre, la semana
anterior, me había dicho que ellos, con su situación, me estaban fastidiando la
vida, ya que yo no podía hacer lo mío. Tenía que venir desde Tapia dos días y
medio a la semana a Oviedo. Con esto quiero decir, que mis padres (todos los
padres o casi todos) ven normal sacrificarse ellos por los hijos, pero les
duele que los hijos se tengan que sacrificar por ellos. Esto es ser padres o
querer de verdad.
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