7-6-20 SANTISIMA
TRINIDAD (A)
Queridos
hermanos:
En
el día de hoy celebramos la festividad de la Santísima Trinidad
y he pensado en seguir profundizando en el Espíritu Santo. En efecto, el domingo
pasado, Pentecostés, os hablaba de los dones del Espíritu y hoy quiero hablaros
de los FRUTOS DEL ESPÍRITU. Decía
Jesús: “Por sus frutos los conoceréis”.
“Si un árbol es bueno, dará fruto bueno;
pero si un árbol es malo, dará fruto malo. Porque el árbol se conoce por el
fruto” (Mt. 12, 33).
Mucha
gente cree que no es mala, porque no tiene pecados. Así se mide uno en el
mundo, pero ante Dios uno se mide de otra manera. Jesús no mira si no tenemos
pecados; Él mira más bien si tenemos obras buenas. Por eso, si cualquiera de nosotros desea saber si es
bueno ante Dios, no mire las cosas malas que no tiene, sino las cosas buenas
que tiene. ¿Y cuáles son esas cosas buenas? Pues son los frutos del
Espíritu Santo.
La
tradición de la Iglesia
enumera doce frutos del Espíritu, los cuales están tomados en gran medida de
una carta de San Pablo a los Gálatas, que dice así: “Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia,
amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Ga 5,22-23). Y hemos de saber que estos frutos, más que
consecuencias de nuestro esfuerzo, son regalos de Dios, del Espíritu de Dios y,
cuanto más cerca estamos de Él, más profundamente están los frutos en nosotros.
Vamos ahora a ir examinando algunos de los frutos del Espíritu… hasta donde
lleguemos.
-
El amor es el primero entre los
frutos del Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque Dios es amor. Dad a un hombre el
imperio del universo con la autoridad más absoluta que sea posible; haced que
posea todas las riquezas, todos los honores, todos los placeres que se puedan
desear; dadle la sabiduría más completa que se pueda imaginar; añadidle el
poder de hacer milagros: que detenga al sol, que divida los mares, que resucite
los muertos, que participe del poder de Dios en grado tan eminente como
queráis, que tenga además el don de profecía, de discernimiento de espíritus y
el conocimiento interior de los corazones. El
menor acto de amor que haga, valdrá mucho más que todo eso, porque ese acto de
amor lo acerca y lo hace semejante al Supremo bien. Solo Dios es bueno, solo
de Dios procede lo bueno, y lo mejor que existe en la tierra y en el cielo es
el amor: Amor a Dios, amor a los otros, amor a uno mismo, amor a las criaturas.
Si en vosotros encontráis este amor, entonces es que sois un árbol bueno y
tenéis en vosotros el mejor de los frutos del Santo Espíritu de Dios.
-
La alegría es uno de los indicativos más fuertes de la presencia del Espíritu
Santo en nosotros. Los problemas no han desaparecido, las circunstancias
negativas siguen siendo las mismas, pero la perspectiva es otra muy distinta. "Por
lo demás, hermanos míos, manteneos alegres, como cristianos que sois"
(Flp. 3, 1). Decía San Juan Crisóstomo: “Los
seguidores de Cristo viven contentos y alegres, y se gozan de su pobreza más
que los reyes de su corona”. Decía San José María Escrivá: “¿No tienes alegría? Piensa: hay un
obstáculo entre Dios y yo. Casi siempre acertarás”.
-
La mansedumbre y la paciencia. Esta es el amor que
comprende a las personas difíciles o inmaduras, y que nos da esperanza en
situaciones difíciles. Es propio de la virtud de la paciencia moderar los
excesos de la tristeza y es propio de la virtud de la mansedumbre moderar los
arrebatos de cólera que se levanta para rechazar el mal presente. El esfuerzo humano
por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes requiere un combate que
requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios. Pero, cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo,
apartan a sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y
con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar
tristeza. Así los mártires se regocijaban con la noticia de las persecuciones y
a la vista de los suplicios. Cuando la paz está bien asentada en el corazón, no
le cuesta a la mansedumbre someter los movimientos de cólera. Cuando el
Espíritu Santo toma posesión de una persona, aleja de ella la tristeza y la
cólera.
-
La perseverancia. Ella nos ayuda a mantenernos fieles al Señor a
largo plazo. Impide el aburrimiento, la rutina, la desesperanza y la pena
que provienen del deseo del bien que se espera y que no acaba de llegar, o del
mal que se sufre. La perseverancia hace, por ejemplo, que al final de un tiempo
consagrado a la virtud seamos más fervorosos que al principio.
-
La bondad y generosidad que nos hace
ser desprendidos de lo nuestro: de nuestras cosas y de nuestras personas. La bondad es un fruto que mira al bien del
prójimo. Por ello, quien es regalado con este fruto se siente inclinado a
ocuparse de los demás y a que los demás participen de lo que uno tiene, pues lo
ha recibido de Dios y no es propietario, sino administrador. Es bondadoso quien
pone por obra aquellas palabras de despedida de S. Pablo a los responsables de
la comunidad de Éfeso: “En todo os he hecho ver que hay que trabajar así
para socorrer a los necesitados, acordándonos de las palabras del Señor Jesús: ‘Hay
más alegría en dar que en recibir’” (Hch. 20, 35).
-
La fe, como fruto del Espíritu
Santo, es la aceptación de todo lo que
nos es revelado por Dios, es la firmeza para afianzarnos en ello, es la
seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias ni dudas, ni esas
oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto a las materias de
la fe. No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que
creemos, sacar conclusiones y responder coherentemente. Por ejemplo, la fe nos
dice que Nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos. De aquí sacamos
la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo a menudo
en la Santa
Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto
el principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades. Pero,
cuando nuestro corazón está dominado por otros intereses y afectos, nuestra
voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento.
Creemos, pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Hacemos una
dicotomía entre la “vida espiritual” (algo solo mental) y nuestra “vida real”
(lo que domina el corazón y la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los
afectos piadosos. Si nuestra voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios,
tendríamos una fe profunda y perfecta.
-
La modestia regula los movimientos
del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto del Espíritu Santo, todo esto
lo hace sin trabajo y como naturalmente. Nuestro espíritu, ligero e inquieto,
está siempre revoloteando par todos lados, apegándose a toda clase de objetos y
charlando sin cesar. La modestia lo
detiene, lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser
la mansión de Dios: el don de presencia de Dios. Esta sigue rápidamente al
fruto de modestia. La presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse
delante de Dios y darse cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo
que pasa en ella con más claridad que vemos los colores a la luz del mediodía.
La inmodestia es señal de un espíritu poco religioso.
-
El dominio de sí mismo es un fruto
del Espíritu Santo que nos hace ser libres de los instintos animales y ciegos
como la ira, la rabia, la gula, la lujuria. Mediante esta virtud el hombre se
convierte realmente en el señor de la creación y de las cosas creadas,
sujetando su voluntad a la voluntad divina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario