10-11-2019 DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO (C)
La
semana pasada celebrábamos el día de los difuntos y hablábamos sobre la muerte.
La 1ª lectura de hoy nos habla de la muerte y de la vida, el Evangelio nos
habla de la vida después de nuestra muerte y dice: “Dios, no es un Dios de muertos, sino de vivos”. Pues vamos a
seguir reflexionando sobre este tema, ya que Dios y su Iglesia nos lo ponen a
los cristianos ante nuestros ojos.
Lo
sabemos: Todos nosotros vamos a morir. A lo mejor yo soy el primero, pero lo
normal es que las personas de mayor edad sean las primeras que lo hagan.
¿Ha
merecido la pena vivir todos estos años? ¿Qué vamos a presentar a Dios en
nuestras manos cuando estemos ante El? Voy a leeros un trozo de un escrito de
una persona anciana, de unos ochenta años, unos días antes de su muerte que ya
veía muy cercana. Se trata de una persona creyente.
“¡El
fin! Llega el fin... ¿Quién soy yo? ¿Qué queda de mí? ¿A dónde voy? Veo que
este diálogo debe desarrollarse con Dios, del cual vengo y al cual voy. Llega
la hora. Hace algún tiempo que tengo el presentimiento. Habitualmente, el fin
de la vida temporal tiene una oscura claridad propia: la de los recuerdos, tan
bellos, tan atractivos y ahora para denunciar un pasado irrecuperable. Donde
hay luz se descubre el engaño de una vida basada en bienes efímeros y sobre
esperanzas falsas.
Esta vida mortal es, a pesar de sus
trabajos, de sus oscuros misterios, de sus padecimientos, de su fatal
caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor. Y no
menos encantador es el marco que envuelve la vida del hombre: este mundo
inmenso, misterioso, magnífico, este universo de las mil fuerzas, de las mil
leyes, de las mil bellezas, de las mil
profundidades. Es un panorama encantador. Ante esta mirada asalta la pena de
no haberlo admirado bastante. ¡Qué distracción más imperdonable, qué
superficialidad más reprobable! Yo te saludo mundo con inmensa admiración.
Detrás de ti está un Dios Creador, que se llama Padre nuestro que estás en el
cielo. ¡Gracias, oh Dios; gracias y gloria a ti, Padre!
Pero
ahora, en el momento de mi muerte, ocupa mi espíritu otro pensamiento. ¿Cómo
reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo
alcanzar la única cosa necesaria que eligió María, la hermana de Lázaro?
A la
gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y
Padre sucede el grito que invoca misericordia y perdón: Señor, ten piedad.
Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad. Aquí en la memoria aflora la pobre
historia de mi vida, tejida, por un lado de beneficios innumerables, derivados
de la inefable bondad de Dios; y, por otro lado, atravesada por las miserables
acciones, que preferiría no recordar, por tan defectuosas, imperfectas,
erróneas, necias, ridículas. Que pueda ahora invocarte, oh Dios, y aceptar y
celebrar tu dulcísima misericordia.
Después
de esto, mirar solo para adelante. En estos últimos momentos que me quedan:
hacer las cosas bien, con alegría. Inclino la cabeza y elevo el espíritu. Me
humillo a mí mismo y te ensalzo, Dios. Ahora solo me queda el encuentro con
Cristo. Yo creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor.
Ruego
al Señor que me dé la gracia de hacer de mi próxima muerte un don de amor a la
Iglesia. Podría decir que siempre la he amado. Fue su amor el que me sacó fuera
de mi cerrado y salvaje egoísmo y me puso a su servicio; y que por ella, y por
nada más, me parece que he vivido.
Hombres,
entendedme; os amo a todos. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. A
todos.
Amén.
El Señor Jesús viene. Amén”.
Este
escrito es del Papa Pablo VI. En diversas ocasiones, hubo personas que me han
entregado escritos para, una vez que hubieran fallecido, dárselos yo a sus
seres queridos. Otras veces no eran escritos, sino mensajes hablados para sus
seres queridos. Podemos hacer algo parecido nosotros, aunque no se lo
entreguemos a nadie, aunque nadie lo sepa ni lo lea, pero que quede entre Dios
y nosotros.
En
muchas ocasiones me he esforzado, cuando he hablado con gente, en decirles que
no miren para el pasado. Sin embargo, en ocasiones sí que es bueno mirar al
pasado, como hizo en esta ocasión el Papa Pablo VI. Mira tu pasado con ojos
limpios, sin amargura. Ve lo bueno y da gracias. Ve lo malo y pide perdón. Y
ese pasado te ayudará a entender tu presente y, sobre todo, a prepararte para
tu futuro.
Esto
lo puedes hacer cuando estés a la hora de la muerte, pero también aunque te
falten unos años para ella. Es bueno saber de dónde venimos. Es bueno saber
dónde estamos. Pero también es bueno saber a dónde vamos. No tengas miedo, pero
no seas tampoco iluso y cierres tus ojos a lo que está por venir.
Como
muy bien dice Jesús: “Dios, no es un Dios
de muertos, sino de vivos”. Sí, fuimos creados para vivir, para la vida,
pero para una vida plena, eterna, duradera, feliz, amorosa, acompañada y con
Dios. Ese es nuestro destino.
No
seas saduceo, como los del evangelio de hoy, y te niegues a saber que la vida
no se acaba aquí. Decía un autor
italiano, Indro Montanelli, ateo o
agnóstico, sobre la muerte y la falta de fe: “Lo confieso, yo no he vivido y no vivo la falta de fe con la
desesperación de un Guerriero, de un Prezzolini [...] Sin embargo, siempre la
he sentido y la siento como una profunda injusticia que priva a mi vida, ahora
que ha llegado al momento de rendir cuentas, de cualquier sentido. Si mi
destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué
he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca”.
En definitiva, piensa, reflexiona y
no te limites a vegetar, a vivir como un vegetal, que se nutre, que respira,
que nace, que crece, que da algún fruto y que un día se muere sin más. Es Dios
quien nos da sentido a nuestra vida… y a nuestra muerte. Busca tú ese sentido
para ti mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario