7-7-2019 DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO (C)
Esta
homilía de hoy la voy a titular OPTIMISMO. Esta es la actitud que se desprende
de las lecturas que acabamos de escuchar. Pero antes de comenzar con las
lecturas de la Palabra de Dios, os voy a narrar un cuento para abrir un poco el
camino a lo que el Señor quiere decirnos hoy.
-
El cuento se titula “el árbol de los problemas”. “El carpintero que había contratado para que me ayudara a reparar una
vieja granja acababa de finalizar su primer día de trabajo. Su sierra eléctrica
se había estropeado, y su viejo camión se negaba a arrancar.
Mientras
lo llevaba a su casa, permaneció en silencio. Cuando llegamos, me invitó a
conocer a su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta, se detuvo brevemente
frente a un árbol pequeño y tocó las puntas de las ramas con ambas manos.
Cuando
se abrió la puerta, ocurrió una sorprendente transformación. Su bronceada cara
estaba llena de sonrisas. Abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso
entusiasta a su esposa.
De
regreso me acompañó hasta el coche. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí
curiosidad y le pregunté acerca de lo que le había visto hacer un rato antes.
‘Este
es mi árbol de los problemas –contestó-. Sé que no puedo evitar tener problemas
en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa,
ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada
noche, cuando llego a casa, y en la mañana los recojo otra vez. Lo divertido
–dijo sonriendo- es que, cuando salgo a recogerlos, no hay tantos como los que
recuerdo haber colgado la noche anterior”.
- Como he dicho hace poco en otra homilía, cae enferma la persona que
tiene fe y la que no tiene fe, pierde el trabajo la persona que tiene fe y la
que no tiene fe, fracasa en su matrimonio la persona que tiene fe y la que no
tiene fe, se muere la persona que tiene fe y la que no tiene fe… La diferencia
está (o debe de estar) en el modo en que las personas que tenemos fe hemos de
llevar todas estas contrariedades y sufrimientos de la vida de cada día.
La
fe nos da una razón de ESPERANZA cuando todo va mal, la fe nos da una razón de
SENTIRNOS ACOMPAÑADOS cuando la soledad nos rodea o nos sentimos atacados, la
fe nos da una razón de ALEGRÍA cuando la tristeza nos aplasta, la fe nos da una
razón de CONTINUIDAD cuando vemos que la carretera de nuestra vida se acaba en
un precipicio….
- En efecto, las
lecturas de hoy, la Palabra de Dios que acabamos de escuchar está llena de
esperanza, de compañía, de alegría, de continuidad y eternidad…, de OPTIMISMO.
* Nos dice Jesús: “estad alegres porque vuestros nombres están
inscritos en el cielo”. Si mi nombre está escrito en el cielo, junto a
Dios, entonces es que la muerte no podrá conmigo para siempre; si mi nombre
está escrito en el cielo, junto a Dios, estas dudas que tengo en tantas
ocasiones se despejarán y desaparecerán; si mi nombre está escrito en el cielo,
junto a Dios, estos sufrimientos se acabarán un día; si mi nombre está escrito
en el cielo, junto a Dios, esta vida mediocre que llevo se transformará…
Jesús nos dice: ‘¡Ten esperanza, ten confianza, ten alegría!
Que nadie te las quite ni te las ensucie’.
La certeza de la fe puede contra todo. Cuando alguien te diga: ‘No es cierto, no hay nada, aprovecha lo que
ves y lo que tocas, pues es lo único que existe’. No lo creas; fíate de
Dios y de sus Palabras. Dios te ha creado por amor y tu nombre está escrito en
el cielo. Cuando en alguna ocasión, Él toca tu corazón con su dedo, sabes que
es cierto todo esto que te estoy diciendo. No te conformes con vivir en un
pozo, en un charco de barro.
* Nos dice Jesús: “Cuando entréis en una casa, decid primero:
‘Paz a esta casa’”. Quienes llevamos en nuestro interior la fe de Dios,
llevamos al mismo tiempo paz. Pero no se trata de nuestra paz, sino de la Paz
de Dios. Este regalo de Dios (la Paz) supone ausencia de ira, de odio, de
resentimiento, y en un sentido positivo la paz supone serenidad, equilibrio
interior, sanación interior, aceptación de la propia realidad y aceptación de
los demás.
Sabemos que solo Dios
puede darnos esta verdadera paz y que nadie nos la puede arrebatar. La paz
humana hay que trabajarla, lucharla, protegerla… La paz de Dios procede solo de
Él y puede venir y permanecer en las circunstancias más difíciles para el ser
humano. Es esta paz la que un creyente desea. Esta paz, cuando se comparte y se
entrega a otras personas, no mengua ni se extingue. Al contrario, la paz de
Dios, cuando se comparte, crece aún más en nuestro interior. A esta paz se
refiere Jesús cuando habla de ella en el evangelio de hoy.
* Nos dice la Palabra
de Dios a través del profeta Isaías: “Como
a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré Yo”. Años atrás
compañeros míos sacerdotes me preguntaban si vivían aún mis padres. Cuando les
decía que sí, me contestaban que les cuidara bien, porque, cuando me faltaran
ellos, como ellos me habían querido y cuidado, nadie lo iba a hacer. En tantas
ocasiones he visto y oído o me han contado que personas ancianas y moribundas
clamaban por sus padres, o llamaban ‘papá’ y/o ‘mamá’ a sus hijos o cuidadores,
o llamaban a gente con la que habían convivido en su infancia[1]. Era como un volver a la
infancia, a aquellos momentos de inocencia, de ingenuidad y de felicidad
infantil.
Pues la fuerza de
estas experiencias, de un sentimiento de protección materna o de felicidad de
la infancia es utilizada por el profeta Isaías para establecer una analogía con
el cuidado, la atención y amor con el que Dios nos protege, nos ama, nos
acompaña y está a nuestro lado. Y este sentimiento es propio (o debe de ser
propio) de las personas que tenemos fe y que tenemos experiencia de Dios: “Como a un niño a quien su madre consuela,
así os consolaré Yo”.
- Por todas estas
razones (y por muchas más) digo que las lecturas de hoy y la experiencia de fe
de todos los días nos deben llevar a los creyentes a vivir en un continuado
OPTIMISMO (esperanza, alegría, sentirnos acompañados, eternidad…), aunque
pisando la tierra con los pies. No se trata de un angelismo o de un huir de la
realidad, sino de sabernos en los brazos amorosos de nuestro Padre Dios.
[1] Mi madre en muchas ocasiones me
llamaba Nicanor, que había sido su hermano, ya fallecido y que había estudiado
en el seminario para sacerdote.
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