jueves, 21 de marzo de 2019

Domingo III de Cuaresma (C)


24-3-2019                              DOMINGO III CUARESMA (C)
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Queridos hermanos:
            El evangelio de hoy contiene dos mensajes que parecen contradictorios entre sí. Por una parte, se nos apura y se nos incita a la conversión y, por otra, se nos habla de la paciencia de Dios:
1) Cristo Jesús nos invita de un modo perentorio a la conversión: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.” “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”
- La conversión que Jesús nos pide es la de un cambio en nuestra vida. No vivamosr ús nos pide es la del más según lo que nos dice el mundo, sino según lo que nos dice Dios. Cada uno tendrá que ver en su vida qué es lo que Dios le pide concretamente y qué es lo que le está dando a Dios.
- La conversión que nos pide Jesús es que demos frutos. Quizás la higuera fuera grande y frondosa. Quizás tuviera grandes y verdes hojas. Quizás fuera muy vistosa, pero… no tenía higos, no daba fruto. Quizás nosotros nos dejemos asombrar por la vistosidad y la apariencia de las personas (: es joven, no tiene arrugas, viste a la última moda, tiene un chalé en la playa, tiene un buen coche, tiene…), pero Dios se fija en el interior del hombre, en los frutos de conversión.
Hay un texto en el Antiguo Testamento, concretamente del profeta Daniel en que se narra que el rey Baltasar de Babilonia vivía de espaldas a Dios y un día  que banqueteaba con sus generales, nobles, mujeres y concubinas, vio aparecer unos dedos que escribieron tres palabras en una de las paredes del palacio. Nadie supo interpretar aquellas palabras, salvo Daniel el profeta: “Esta es la inscripción que ha sido trazada: Mené, Tequel, Parsín. Y esta es la interpretación de las palabras: Mené: Dios ha contado los días de tu reinado y les ha puesto fin; Tequel: tú has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso; Parsín: tu reino ha sido dividido y entregado a los medos y a los persas” (Dn. 5, 25-28). Ante nuestra forma de vida, sin una conversión seria y sin frutos de conversión, a y sin frutos de conversitambién los dedos de Dios aparecen y escriben en las paredes de nuestros hogares: “Mené, Tequel, Parsín”. Es decir, Mené, que significa que Dios ha contado y examinado nuestros días, y sólo ve rutina y sin sentido; Tequel, que significa que Dios ha pesado nuestros frutos y ve que nos falta humildad, paciencia, comprensión, cariño, escucha, austeridad, esperanza, fe, laboriosidad, constancia, entrega, sinceridad…; Parsín, que significa que tenemos una vida divida, rota, frustrada, fracasada, con la autoestima por los suelos y que estamos entregados, esclavizados y vaciados, en lo más íntimo de nuestro ser, por los dioses e ídolos terrenos que se nos presentan.
Decía Jesús en el evangelio: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.” Sin embargo, no es Dios quien nos hace perecer, quien nos mata o nos tala como a la higuera, sino que nuestra propia vida, sin frutos de conversión, es la que hace que nos sequemos, nos pudramos por dentro y nos muramos. Pero ¿no vemos que vivimos como muertos, que estamos atiborrados de ansiolíticos, de antidepresivos, de pastillas para dormir? ¿No  vemos que tenemos de todo y que, no obstante, nos falta algo esencial?
Sí, ciertamente hay gente que puede sentirse muy bien como vive, como está, con lo que tiene. En su vida no hay ningún “Mené, Tequel, Parsín”. Pero entonces surgen las palabras de S. Pablo en la segunda lectura: “Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado no cai­ga!” Me parece que ya lo he contado otra vez aquí, pero lo repito. Recuerdo que, hacia finales de la década de los 90, había una persona que trabajaba en un buen puesto, que cobraba de aquella casi 400.000 pts. mensuales, que tenía una buena mujer, que ésta también trabajaba e igualmente cobraba un buen sueldo, que tenían dos hijos preciosos, que este hombre no creía en Dios y que no lo necesitaba, que tuvo un desgraciado accidente, del cual murió instantáneamente. ¿Qué vida es ésa en que uno pasa del estar “bien” a la desgracia más profunda en el tiempo de dos segundos de reloj? Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado no cai­ga!”
2) Por otra parte, se nos habla en el evangelio de hoy de la paciencia de Dios. En efecto, el mismo Jesús dice sobre la higuera: “Déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás.”
“Déjala todavía este año.” El Señor nos da más tiempo para la conversión, para dar frutos. El Señor espera por nosotros año tras año, como el padre del hijo pródigo que salía siempre a los límites de su hacienda a buscar con la mirada a su hijo pequeño, a su hijo perdido, a su hijo querido.
“Yo cavaré alrededor y le echaré estiércol.” Pero el Señor no se limita a darnos tiempo, a esperar. El Señor actúa sobre nosotros y nos cuida, nos quita las malas hierbas, remueve la tierra para que entre oxígeno, para que entre mejor la humedad y llegue el alimento necesario a las raíces. El Señor nos da el alimento y las vitaminas necesarias. “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. Él me hace descansar en verdes praderas, me conduce a las aguas tranquilas y repara mis fuerzas” (Slm. 23, 1-3).
En definitiva, la paciencia de Dios es nuestra salvación, ya que El “usa de paciencia, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos se conviertan” (2 Pe. 3, 9).

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