24-3-2019 DOMINGO III
CUARESMA (C)
El
evangelio de hoy contiene dos mensajes que parecen contradictorios entre sí.
Por una parte, se nos apura y se nos incita a la conversión y, por otra, se nos
habla de la paciencia de Dios:
1) Cristo Jesús nos invita de un modo
perentorio a la conversión: “Si no os
convertís, todos pereceréis de la misma manera.” “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no
lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”
-
La conversión que Jesús nos pide es la de un cambio en nuestra vida. No vivamos más según lo
que nos dice el mundo, sino según lo que nos dice Dios. Cada uno tendrá que ver
en su vida qué es lo que Dios le pide concretamente y qué es lo que le está
dando a Dios.
- La conversión que nos pide Jesús es que demos frutos. Quizás la
higuera fuera grande y frondosa. Quizás tuviera grandes y verdes hojas. Quizás
fuera muy vistosa, pero… no tenía higos, no daba fruto. Quizás nosotros nos
dejemos asombrar por la vistosidad y la apariencia de las personas (: es joven,
no tiene arrugas, viste a la última moda, tiene un chalé en la playa, tiene un
buen coche, tiene…), pero Dios se fija en el interior del hombre, en los frutos
de conversión.
Hay un texto en el
Antiguo Testamento, concretamente del profeta Daniel en que se narra que el rey
Baltasar de Babilonia vivía de espaldas a Dios y un día que banqueteaba con sus generales, nobles,
mujeres y concubinas, vio aparecer unos dedos que escribieron tres palabras en
una de las paredes del palacio. Nadie supo interpretar aquellas palabras, salvo
Daniel el profeta: “Esta es la
inscripción que ha sido trazada: Mené, Tequel, Parsín. Y esta es la
interpretación de las palabras: Mené: Dios ha contado los días de tu reinado y
les ha puesto fin; Tequel: tú has sido pesado en la balanza y hallado falto de
peso; Parsín: tu reino ha sido dividido y entregado a los medos y a los persas”
(Dn. 5, 25-28). Ante nuestra forma de vida, sin una conversión seria y sin
frutos de conversión, también los dedos de Dios aparecen y escriben en las paredes de
nuestros hogares: “Mené, Tequel, Parsín”. Es decir, Mené, que significa que Dios ha contado y examinado nuestros días,
y sólo ve rutina y sin sentido; Tequel,
que significa que Dios ha pesado nuestros frutos y ve que nos falta humildad,
paciencia, comprensión, cariño, escucha, austeridad, esperanza, fe,
laboriosidad, constancia, entrega, sinceridad…; Parsín, que significa que tenemos una vida divida, rota, frustrada,
fracasada, con la autoestima por los suelos y que estamos entregados,
esclavizados y vaciados, en lo más íntimo de nuestro ser, por los dioses e
ídolos terrenos que se nos presentan.
Decía Jesús en el
evangelio: “Si no os convertís, todos
pereceréis de la misma manera.” Sin embargo, no es Dios quien nos hace
perecer, quien nos mata o nos tala como a la higuera, sino que nuestra propia
vida, sin frutos de conversión, es la que hace que nos sequemos, nos pudramos
por dentro y nos muramos. Pero ¿no vemos que vivimos como muertos, que estamos
atiborrados de ansiolíticos, de antidepresivos, de pastillas para dormir?
¿No vemos que tenemos de todo y que, no
obstante, nos falta algo esencial?
Sí, ciertamente hay
gente que puede sentirse muy bien como vive, como está, con lo que tiene. En su
vida no hay ningún “Mené, Tequel, Parsín”. Pero entonces surgen las palabras de
S. Pablo en la segunda lectura: “Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado no
caiga!” Me parece que ya lo he
contado otra vez aquí, pero lo repito. Recuerdo que, hacia finales de la década
de los 90, había una persona que trabajaba en un buen puesto, que cobraba de
aquella casi 400.000 pts. mensuales, que tenía una buena mujer, que ésta
también trabajaba e igualmente cobraba un buen sueldo, que tenían dos hijos
preciosos, que este hombre no creía en Dios y que no lo necesitaba, que tuvo un
desgraciado accidente, del cual murió instantáneamente. ¿Qué vida es ésa en que
uno pasa del estar “bien” a la desgracia más profunda en el tiempo de dos
segundos de reloj? “Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado no
caiga!”
2)
Por otra parte, se nos habla en el evangelio de hoy de la paciencia de Dios. En efecto, el mismo Jesús dice sobre la higuera:
“Déjala todavía este año; yo cavaré
alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la
cortarás.”
“Déjala todavía este año.” El Señor nos
da más tiempo para la conversión, para dar frutos. El Señor espera por nosotros
año tras año, como el padre del hijo pródigo que salía siempre a los límites de
su hacienda a buscar con la mirada a su hijo pequeño, a su hijo perdido, a su
hijo querido.
“Yo cavaré alrededor y le echaré estiércol.”
Pero el Señor no se limita a darnos tiempo, a esperar. El Señor actúa sobre nosotros
y nos cuida, nos quita las malas hierbas, remueve la tierra para que entre
oxígeno, para que entre mejor la humedad y llegue el alimento necesario a las
raíces. El Señor nos da el alimento y las vitaminas necesarias. “El
Señor es mi pastor, nada me puede faltar. Él me hace descansar en verdes
praderas, me conduce a las aguas tranquilas y repara mis fuerzas” (Slm. 23, 1-3).
En
definitiva, la paciencia de Dios es nuestra salvación, ya que El “usa de paciencia, no queriendo que algunos
perezcan, sino que todos se conviertan” (2 Pe. 3, 9).
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