17-3-2019 DOMINGO II
CUARESMA (C)
Las lecturas de hoy
nos hablan del diálogo entre Dios y sus hijos (Abrahán, el salmista, S. Pablo,
Jesús). Es importante darse cuenta que el tiempo de Cuaresma, además de un
tiempo de mortificación y de penitencia, es también un tiempo de silencio, de
escucha de Dios, de pararse y dejar de lado las cosas mundanas y volverse hacia
Él.
- En la primera
lectura se nos dice que es Dios quien toma la iniciativa de hablar con Abrahán.
Así aprendemos que la iniciativa de acercarnos a Dios no procede nunca de
nosotros, sino de Él, que siempre nos busca, nos encuentra y nos habla. Lo que
Dios nos dice no coincide, la mayoría de las veces, con lo que nosotros
pensamos o deseamos, y parece algo irrealizable: a Abrahán le prometió una gran
descendencia, cuando él era ya muy mayor y su mujer también, además de estéril;
asimismo Dios prometió a Abrahán un gran territorio, cuando este no tenía ni un
ejército para conquistarlo ni dinero para comprarlo.
Veamos la postura de
Abrahán ante ese Dios que se acerca a él para aprender nosotros: 1) Abrahán pregunta a Dios, es decir, dialoga con Él: “Señor Dios, ¿cómo sabré yo que voy a poseer la tierra que me
prometes?” 2) Abrahán cree al Señor
y acepta lo que Él le dice.
¿He escuchado al Señor en algún momento de
mi vida? ¿Cómo y cuándo? ¿Qué me dijo? ¿He dialogado con Él? ¿Le he creído?
¿Tengo esperanza en Él y en su palabra?
- En el precioso
salmo 26 leemos cómo un hombre clama a Dios ante la soledad, ante los problemas
de su vida, ante los sufrimientos de sus seres queridos. El salmista, como
cualquier hombre y mujer de fe, clama: “Escúchame,
Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme. No rechaces a tu siervo”. Después
de un tiempo de clamar, de esperar la respuesta de Dios, al fin, Este responde.
¿Cómo responde? Nos lo dice el mismo salmista: “Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro”. Dios nos habla en lo más
profundo e íntimo de nuestro ser. Los judíos pensaban que ese sitio era el
corazón, por eso se dice en el salmo que el creyente oye en su corazón. Cuando
el salmista y el hombre de fe escuchan la voz del Señor en su corazón, es
cuando todo cambia. Los problemas siguen ahí, los sufrimientos no desaparecen,
pero TODO ES DISTINTO. ¿Por qué? Porque Él está conmigo, con nosotros. Y surge
de lo más íntimo del corazón del salmista un canto de fe, de esperanza y de
confianza hacia el Amado: “El Señor es mi
luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién
me hará temblar? Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. Espero
gozar de la dicha del Señor en el país de la vida”.
Finalmente, el
salmista nos habla a nosotros, a los que leeremos sus palabras años y siglos
más tarde, desde su experiencia de Dios y nos anima a ser pacientes: “Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo,
espera en el Señor”. Espera en Dios
a pesar de que todo el mundo te diga que no está, que no existe, que no te oye,
que no se preocupa por ti. Espera en Dios a pesar de sus largos silencios y de
tus muchas impaciencias. Espera en Dios, porque, cuando Él te hable al corazón,
sabrás que ha merecido la pena esperar en El. Pero para esperar, hay que ser
valiente frente a los demás y frente a uno mismo. En definitiva, “Espera en el Señor”.
¿Me
he sentido reconocido alguna vez con la experiencia del salmista? ¿He escuchado
en mi corazón para que buscara el rostro de Dios? ¿Lo estoy buscando? ¿Cómo?
- En la segunda
lectura S. Pablo nos previene para que en esta Cuaresma no aspiremos únicamente
a las cosas terrenas: solo comer, solo vestirnos, solo planear las vacaciones
de Semana Santa, s0lo que nos consideren, solo ver Tv, solo ganar más sueldo,
solo vivir más tiempo y mejor en la tierra, solo estar sano -físicamente
hablando y no tanto en el espíritu-, solo quitar la hipoteca, solo cambiar de
coche, solo sacar los estudios, solo… “Nosotros,
por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador:
el Señor Jesucristo”. En este tiempo
de Cuaresma hemos de mirar y aspirar más a las cosas de Dios y del Reino de
Dios, que es lo único que nos da verdadera y duradera felicidad. Así lo
experimentó S. Agustín: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé! Y ver que tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera, y por fuera
te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobres estas cosas hermosas que tú
creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de
ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste,
y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste
tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me
tocaste, y abraséme en tu paz”
(S. Agustín, Confesiones, Libro X, Cp. XXVII, 38).
- Pero el modelo
genuino de oración es Cristo Jesús. En Él hemos de mirar todos y de Él debemos
de aprender todos. Jesús quiere que sus amigos más íntimos participen de sus
secretos y de sus alegrías, por eso llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan.
Al orar nos acontece
lo siguiente: 1) se da una transformación en todo el que ora. Aunque nos
distraigamos, aunque parezca que es un pérdida de tiempo, sin embargo, hay algo
que cambia en nuestro interior e incluso en nuestro exterior (las facciones del
rostro se suavizan). Otra cosa es que no lo percibamos, o que no lo percibamos
siempre, o que no percibamos todo lo que acontece en nosotros y a nuestro
alrededor, pero SUCEDE. En el caso de Jesús “mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos”.
2) Al orar las realidades espirituales,
que no estaban a los ojos de los que no oran, de los que no son hombres de
espíritu, se manifiestan: Con Jesús
estaban Moisés y Elías y hablaban con Él.
Pedro y sus
compañeros se caían de sueño, porque se aburrían, porque no percibían nada,
como nos pasa a nosotros en muchas ocasiones en nuestros tiempos de oración.
Pero, en cuanto Pedro, Santiago y Juan perciben algo, todo cambia: ya se
encuentran bien allá y no quieren marcharse ni que aquello se acabe. En la
oración hay ratos de total claridad (Pedro y los otros dos veían la gloria de
Dios), pero también de oscuridad (entraron en una nube y se asustaron). El aburrimiento forma parte de la oración.
La consolación forma parte de la oración. El miedo (la nube) forma parte de la
oración. En la oración también escucharon la voz de Dios, que les decía que
Jesús era su Hijo y que lo escucharan. ¿Cómo
podemos saber que lo que sentimos en la oración es auténtico y que no nos
engañamos? Si la oración nos lleva a Jesús, es un signo de que estamos en el
camino verdadero.
Cuando todo pasó,
nada más vieron a Jesús. Y es que en la oración todo es temporal. Habrá que
esperar a entrar en el Reino de los cielos para que todo esto lo percibamos de
un modo pleno, total y perpetuamente.
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