30-12-2018 SAGRADA
FAMILIA (C)
En
el día de hoy celebramos la festividad de la Sagrada Familia. En este año
quisiera fijarme un poco en los esposos.
Hace
un tiempo, un joven soltero y sin compromiso me decía que la Iglesia tiene que cambiar
en muchas cosas, pues se está quedando atrás y sola. Le pedí que me pusiera
algún ejemplo de estos cambios que ha de hacer la Iglesia e inmediatamente
me habló de las parejas y de los matrimonios. Me contaba el caso de sus
hermanos: dos varones y una chica. Todos ellos con pareja. Su hermano mayor
llevó un noviazgo “por el libro”, se casó por la Iglesia y su matrimonio…
es un auténtico desastre. Me decía este joven que, si su hermano hubiera
convivido con su novia, se hubieran podido conocer más y mejor antes de llegar
al matrimonio y quizás no estarían como están ahora. Me comparó este matrimonio
canónico y fracasado con la relación de pareja que lleva su otro hermano con
una chica y las cosas van bastante mejor entre ellos. Lo que pasa es que, como
yo conozco un poco las tres relaciones de sus hermanos, le hice ver las
contradicciones y las tensiones de las convivencias de sus otros dos hermanos
que están sin casar, ni por lo civil, ni por la Iglesia. El joven me acabó
reconociendo esto. Parece que hoy día
casarse por la Iglesia
no es garantía de que el matrimonio y la convivencia conyugal “funcione”, pero…
casarse por lo civil o convivir como pareja de hecho tampoco es garantía de
conocerse mejor y de que la relación “funcione”. Hay que ir profundizar más
que lo que este joven hacía –desde mi punto de vista- sobre la vida de pareja.
Hace
poco leí en un periódico una carta de una mujer que pasaba por dificultades
conyugales. Decía la carta: “Querido
marido de más de media vida juntos: Sin necesidad de acuerdo previo, desde
siempre coincidimos, primero en enamorarnos fulminantemente y luego en esas
menudencias que ensamblan la vida. Coincidimos en política, en religión, en
dedicación a nuestra casa y a nuestros hijos, en cuidar uno de otro cuando
hemos estado enfermos y… ¡vive Dios que no nos han faltado sustos de salud!
Juntos hemos disfrutado de los pequeños triunfos y juntos, codo con codo, hemos
sufrido, padecido y luchado, contra la variada injusticia que nos tocó en el
lote. No hemos sido una idílica pareja de esas que nunca discuten. Hemos
discutido, nos hemos enfadado y nos hemos amigado; en fin, lo normal, hemos
vivido. Sin embargo, ahora estás imposible. Sentadas las grandes bases, sin
problemas irresolubles, te veo sonreír y hablar amablemente… pero no conmigo.
Mi presencia te agobia, mi ausencia te disgusta. Rechazas mis iniciativas, te
niegas a acompañarme (porque no te encuentras bien, me dices) y, a
continuación, sí que te encuentras bien para ir a ver a cualquiera que yo no
haya mencionado. Si hay verdura, quieres pasta. Si hay pasta, quieres arroz. Si
hay sopa, quieres puré. Si te pregunto qué quieres, contestas que cualquier
cosa. Si dispongo “cualquier cosa”, apareces con algo nuevo que tú has ido a
buscar. Si hablas con los hijos, no haces de correa de transmisión. Si yo hablo
con ellos, te molestas si no comento nada. ¿Te muestras correcto? Sí. Correcto
y distante, correcto y despegado. ¿Hablas conmigo? Sí, sin entablar conversación
alguna. Si muestro interés por las cosas que tienes que hacer, me contestas con
vaguedades o si alguna vez me contestas algo concreto… luego me reprochas que
no lleve una memoria exacta de lo que has dicho. Si me acerco a ti, retrocedes
porque te parece que te mando o que te fiscalizo. Si procuro mantenerme
distante, acaba escapándosete algún suspiro como de pena. Si te pregunto, me
contestas algo bien críptico y abstruso, que me suma en la indignación o en la
tristeza… Tiene que bastarte esta muestra para comprender porqué digo que estás
imposible”.
¡Qué
preciosa es la vida matrimonial, pero al mismo tiempo qué difícil y cuántos
sinsabores aporta a tantos hombres y a tantas mujeres! Seguro que todos, los
maridos y las mujeres, tienen miles de razones para quejarse -¡y con razón!- de
lo mal que se comporta su cónyuge. Cuando el párroco de La Corte (Oviedo) me llamaba
para hablar un día a los novios que se preparaban para el matrimonio, al llegar
a la sala veía en la pizarra que había una serie de palabras escritas el día
anterior en que el párroco les preguntaba qué actitudes debían existir en un
matrimonio y cuáles no. Leía siempre lo que habían dicho los novios en dos
columnas: amor, respeto, cariño, comprensión, fidelidad,/ malos humores,
gritos, rencores, etc. Y siempre me fijaba que faltaba una actitud muy
importante: el perdón. Sí, en toda relación humana, y sobre todo en toda
relación de pareja-matrimonio el perdón debe de estar siempre presente, pues
uno, otro o los dos comenten errores y fallos, y el otro debe siempre perdonar.
La
buena relación entre los esposos no se consigue durante el noviazgo llegando su
cenit en el momento de la celebración de la boda. No. Dicha
relación es fruto de toda la vida. Constantemente hay que estar luchando, ambos
y codo con codo, por esta relación. Hace tiempo leí una frase de un autor
cristiano (Tertuliano), que hablando de los esposos escribía así: “¡Qué
vinculación la de dos fieles que tienen la misma esperanza, el mismo deseo, la
misma disciplina, el mismo Señor! Dos hermanos comprometidos en el mismo
servicio: no hay división de espíritu ni de carne; realmente son dos en una
misma carne. Juntos oran, juntos se acuestan, juntos cumplen la ley del ayuno.
Uno y otro se enseñan, uno y otro se exhortan, uno y otro se soportan. Juntos
están en la Iglesia
de Dios, juntos toman parte en el banquete de Dios, juntos pasan las angustias,
las persecuciones, las alegrías. No se ocultan nada el uno al otro, todo es
compartido, sin que por eso sea carga el uno para el otro...” En esta misma línea me ha emocionado la
actuación de San José. Cuando Dios le avisa para que huya ante Herodes, que
quiere matar a su hijo, San José coge a su hijo y a su mujer y se las lleva al
extranjero a fin de protegerlos. Cuando años más adelante Dios le avisa que
puede regresar, San José vuelve a coger a su hijo y a su mujer y los trae de
vuelta a Israel, pero temiendo que el hijo de Herodes aún busque al niño para
matarlo, lleva a éste y a su mujer a una aldea remota de Galilea: Nazaret. San
José es padre que protege a su hijo. San José es esposo que protege y cuida de
su esposa.
En esta Misa pido a San José y a la Virgen María,
verdaderos esposos según la voluntad de Dios, que protejan y cuiden de todos
los esposos y de todas las parejas de la tierra, y que les enseñen que el amor
esponsal verdadero es olvidarse de sí mismo para darse al otro por entero.
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