6-11-2016 DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO (C)
Continúo
hoy hablando de Julio Figar.
- Jesús estaba en Julio. En estas homilías no se quiere hablar
propiamente de Julio, sino de Jesucristo, de la obra de Jesucristo en nuestro
hermano Julio. Y es que Cristo era el tema central de su vida, su máximo Amor,
donde él se extasiaba. Él no hablaba mucho de ordinario, a veces casi nada, pero
Jesucristo le había enamorado y hablaba de Cristo con verdadera fruición,
disfrutando a placer de las palabras y del momento.
- Julio predicó y vivió la gratuidad de Dios. Julio creía que aquí estaba el punto flaco de la predicación actual. El
pueblo no es llevado a las fuentes de la gratuidad para beber el agua de la
salvación con gozo. Predicamos virtudes, ética, comportamientos sociales.
Predicamos humanismo cristiano. Predicamos esfuerzo, exigencia, confianza en
uno mismo, propósitos, obligaciones. Predicamos conversión, pero conversión a
estos valores, es decir, a nuestras propias obras, a un mayor esfuerzo y
exigencia de nosotros mismos. Y estas cosas en vez de ayudarnos nos estorban,
pues no nos permiten ser niños, no nos permiten esperarlo todo de Dios. Nos
impide incluso dar gloria a Dios, pues tenemos que repartirla con nosotros
mismos, ya que hemos hecho un gran esfuerzo para salvarnos.
Realmente creer en la gratuidad es
muy difícil. Es fácil en teoría, pero en la práctica ser requiere haber muerto
a muchas cosas. Por eso los pobres, los quebrantados, los humildes, los que no
esperan nada de nadie, los que no tienen nada, son los que más cerca están del
Reino, pues son los únicos capacitados para entender la gratuidad. La gente
necesita obras. Algo objetivo en lo cual salvarse, reconocerse a sí mismos,
realizarse, encontrar seguridad y darse la buena conciencia de haber hecho algo
en la vida. Y esto para las cosas del mundo puede ser que valga, pero ante el
Reino de los cielos, es exactamente lo contrario. Por eso es tan difícil
predicar, pues tienen que enfrentar a la gente con la irracionalidad de su
racionalidad y esto ni se entiende.
Julio
se sintió salvado gratuitamente, como Pablo, y lo predicó por activa y por
pasiva. Y él, que renunció a las obras, se encontró al final con las manos
llenas, pero no las suyas, sino las del Espíritu Santo, que le utilizó como
instrumento y que es el único que se salva, cambia, renueva y santifica todas
las cosas.
- La oración en Julio. El cristiano tiene que orar incansablemente.
Si todo lo recibe de Dios, es lógica la actitud de petición como un niño, de
espera, de escucha, de acción de gracias, de adoración, de alabanza.
Interiorizar la oración es percibir que Dios mora dentro de ti y desde entonces
ya no se hace más oración, surge espontánea y es el Espíritu el que ora dentro
de nosotros, a veces con gemidos inenarrables. La oración para Julio era una
verdadera droga. En cualquier momento libre sabías que estaba orando. Era su
vida. Oración con los novicios en cualquiera de las alfombras de la Iglesia y a las horas más
extrañas. Tenía un grupo de novicios que le seguían con facilidad o le
precedían. Oración con los grupos que había formado en Ocaña y antes en Madrid.
Oración en las entrevistas con cualquier persona. Oración personal en su
habitación. Al final ya no oraba él: era su interior una fuente que manaba
oración por sí misma. “Los días que
estuvimos en Lanzarote se levantaba diariamente ‘a ver salir el sol’ –eso me
decía– y se marchaba a orillas del mar con su Biblia roja bajo el brazo. Estoy
seguro que no era ningún tipo de romanticismo lo que le movía a dejar la cama
tan temprano. Toda la vida había sido un dormilón: lento para acostarse, pero
lento también para levantarse”.
- Los dones y carismas que Dios regaló a Julio. Julio era pacífico,
amable, dulce en todos sus gestos, de gran sensibilidad. Se le amaba con toda
facilidad. Sus palabras no eran agresivas ni juzgaba nada ni a nadie a su
alrededor. Daba paz. Cuando uno vive la obediencia hasta la muerte, aún en
situaciones irracionales, en la
fuerza del Espíritu Santo, no es uno el que lo vive. Por eso
su personalidad no se deforma sino que se aquilata y dulcifica hasta el punto
de que “sus muertes” producen frutos de amor y de bondad. Tres meses antes de
su muerte los superiores le mandaron a Ocaña para el cargo de submaestro de
novicios. Esto fue una dura prueba para él. Años antes había hecho el noviciado
también en Ocaña y de ahí le quedaron una serie de heridas y traumas de los que
no estaba reconciliado. Como él mismo decía, el Señor aprieta donde duele, pues
si no, no creceríamos. En dos semanas de clamar día y noche, el Señor le fue
dando amor por toda la
pobreza que hay en ese convento, sobre todo de ambiente,
hasta llegar a amarlo y a derramar lágrimas de gozo en acción de gracia al
Señor por haberle puesto en esa pobreza. Al fin este sentimiento le produjo la reconciliación interior
y el saborear una pobreza donde todo se espera de Dios. Y la última prueba a la que se sometió el Señor fue
la de acatar
órdenes o determinados tipos de actuaciones o costumbres que no iban para nada
con su manera de ser o en relación con la actuación de los
novicios. La obediencia aún a los mandatos contrarios a sí mismo los aceptó en
holocausto a la voluntad
de Dios. Estos hechos le hicieron comentar a un fraile
dominico mayor que él: “no me explico
para lo que Dios pueda estar preparando a este chico. Si a los 27 años está
así, a los 40 quema el mundo entero”. Quince días después, su muerte en un
accidente de tráfico aclaró todas las dudas.
Cuando se veía a Julio con algún
trabajo agotador o en ocasiones semejantes, si le preguntabas: ¿estás cansado?,
o no respondía, o si respondía se limitaba a decir: “Él no se cansa”. Esto quiere decir: Jesús ha resucitado, ya no
muere ni se cansa más, actúa en nosotros con su Espíritu, Él es el que actúa en
mí, suya es la fuerza,
Él no tiene problemas. ¿Qué importa que el cuerpo de Julio se destruya? Él está
en su derecho al actuar en mí hasta el agotamiento. Lo nuestro es reproducir la imagen de Jesús. Cristo
al morir ha perdido visibilidad, pero no presencia. Esta visibilidad se la tenemos que prestar
nosotros. Tenemos que dejar que Cristo utilice nuestras manos, nuestros labios,
nuestro corazón y todo nuestro ser. Pero para
que podamos vivir esto sin violencia interior, que nos destruiría necesitamos
que Espíritu Santo nos dé el don de la compasión. Con este
don, amamos al mundo y a los hombres con el mismo amor con que los amó Cristo.
Y sufrimos con Cristo por ellos hasta la cruz, hasta la muerte. Julio tenía
este don en un grado intenso. Lo expresaba con otro don complementario que
es del don de lágrimas. Lloraba con frecuencia en la Eucaristía, hasta en
una simple exposición del Santísimo. Pero donde lo expresaba de una manera más
plástica era al hacer oración por un hermano enfermo para que el Señor lo
curara. Llenos los ojos de lágrimas le pedía al Señor que le pusiera a él la enfermedad del
hermano. Si oraba por la curación de un cáncer decía: “dame, Señor, a mí ese cáncer y cura al hermano”. Esto dicho con la
sinceridad del Espíritu es cargar con las dolencias y el pecado de los demás
como Cristo.
Otro don destacadísimo en Julio fue
el don de fortaleza, en especial en
la predicación. Nunca se echó atrás para nada, se le encargara lo que fuera.
Realmente se aceptaba como un instrumento pobre y los resultados se los
confiaba a Dios. Recién ordenado sacerdote tuvo que dar diez días de ejercicios
a unas monjas de clausura, sin posibilidad de preparación. Lo pasó muy mal, incluso
necesitó llamar tres veces a Alcobendas buscando un poco de aliento, pero el
Señor obró maravillas, a pesar de que la comunidad en un
primer momento se llenó de asombro al ver que le habían mandado como predicador
de ejercicios a un chaval de 24 años, en pantalón vaquero, y con la
Biblia y la guitarra como únicos
instrumentos de apostolado. Su fortaleza interior para predicar la Palabra sin acomodaciones fue
proverbial.
Finalmente los frutos del Espíritu
en Julio fueron evidentes. Destacamos en primer lugar la paz. Fue un hombre
reconciliado consigo mismo y como consecuencia vivía en una paz profunda. La
esencia de la paz está en la superación de todos los motivos internos de
división y discordia interior. Julio fue sanado por el Espíritu en la raíz de su
espíritu y esta abundancia de Vida cubría o curaba sus actitudes de pecado y
todo el lastre que el pecado sea personal, sea estructural deja en nosotros,
como son traumas, resentimientos, recuerdos, etc. Por eso, de su paz bebía
mucha gente.
Cercano a la paz está otro fruto
del Espíritu que se llama mansedumbre. Toda agresividad había desaparecido de
la vida de Julio. Además, el Señor también le había regalado el don de
lágrimas, sobre todo en esta triple dimensión: primero, por sus propios pecados
(sueño de la cruz y de la sangre que cubre sus pecados): en los últimos meses de su vida, siempre que se confesaba derramaba
abundantes lágrimas; también cuando confesaba a los demás: llegaba a llorar a
veces los pecados de su penitente, el cual difícilmente podía evitar llorar con
él; y finalmente, tenía un don de lágrimas muy claro cuando pensaba en
todos los pecadores del mundo, por los que oraba y lloraba frecuentemente.
Andres he leido y releido el segundo parrafo de su homilia y voy a esperar a oirla esta tarde para ver si la comprendo, En que consiste la gratuidad de Dios?,ya dice vd que es dificil comprenderla, Es dejarse llevar como niños de su mano para que todo lo bueno que hagamos sea el Espiritu el que actue?,cuando le oiga seguro que me aclaro,un saludo
ResponderEliminarMe están gustando mucho las homilías sobre Julio Figar, porque estoy conociendo a un santo cercano al que puedo intentar imitar.
ResponderEliminarMe gusta cómo Dios se acerca suavemente a Julio llenándole de Amor y de Paz, con la Efusión de su Espíritu. Cómo la gracia y el Amor de Dios le hacen libre para cumplir Su voluntad. Cómo descubre la fuerza y la presencia del Santo Espíritu de Dios que ama, que actúa, que vive, que salva... Y todo de forma gratuita, porque Julio no hizo nada, sólo puso toda su esperanza en Dios, y le pidió ayuda desde lo más profundo de su corazón.
También me gustó mucho el mensaje que Julio envía a Dios, que suscribo, y ha sido mi Oración de estos días: "Cuando vea a Dios dígale esto: -que yo le amo y que no puedo vivir sin Él; -que no me abandone nunca; que tenga misericordia de mis pecados; -que deseo ser instrumento dócil para ayudar a mis hermanos; -que puede hacer de mí lo que quiera, pero que no me quite nunca su Santo Espíritu; -dígale que a veces siento miedo y que me creo abandonado; -pero sobre todo dígale que quiero ser santo y que deseo amarle con todo mi corazón, mi mente, mi ser; -y al final me queda lo más importante: ¡Gracias por el don de la Fe!".