viernes, 12 de agosto de 2022

Domingo XX del Tiempo Ordinario (C)

14-8-2022                    DOMINGO XX TIEMPO ORDINARIO (C)

                                                  Jr. 38, 4-6.8-10; Slm. 39; Hb. 12, 1-4; Lc. 12,49-53

Homilía en vídeo

Homilía de audio

Queridos hermanos:

            Seguimos con las homilías sobre las obras de misericordia:

5.2.- Dar consejo al que lo necesita

            - La tradición bíblica pone de relieve la importancia del consejo: “El consejo del sabio es como una fuente de vida” (Eclo. 21, 13).

            - Para practicar esta obra de misericordia hemos de ofrecer nuestro tiempo a los demás. Sí, hemos de invertir nuestro tiempo. Quien nos vaya a escuchar tiene que percibir que su persona, sus ilusiones, sus dudas, sus preocupaciones son importantes para nosotros. Por ello, nos olvidamos de nosotros para estar pendientes de ellos. Así, nuestro tiempo es su tiempo.

- Además, hemos de ser especialistas en escuchar, que implica acoger a la persona entera y no solo lo que nos dice. Escucha el que no juzga, el que no se pone por encima, el que le importa la otra persona. Estamos hablando de ‘empatía’[1], que implica la intención de comprender los sentimientos y emociones del otro, y también de ponerse en el lugar del otro. Ya san Pablo hablaba de ello en la carta a los romanos: “Alegraos con lo que están alegres, y llorad con los que lloran” (Rm. 12, 15).

- Hemos de saber que no hay soluciones mágicas, que cada persona tiene sus circunstancias y su personalidad. También hemos de respetar sus ritmos, que no son los nuestros. Importa igualmente, a través de preguntas adecuadas, que la persona vaya descubriendo por sí misma[2] lo que ha de hacer o decir, ya no que no importa tanto la solución del problema o de la situación, sino que crezca dicha persona en su interior.

El buen consejo ayuda al otro dándole luz sobre la situación para que vea con objetividad, y que pueda él mismo actuar por sí mismo. El buen consejo no aporta soluciones cerradas y terminadas, sino criterios de actuación que sirven para más ocasiones. El buen consejo crea personas maduras y no personas dependientes de los ‘aconsejadores’. El buen consejo produce paz, alegría, reconciliación, crecimiento en la fe…

5.3.- Corregir al que se equivoca

- Es una obra de misericordia inspirada en el texto de san Mateo cuando trata de los conflictos en la comunidad: Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad(Mt. 19, 15-17).

- La corrección debe realizarse, no como un juicio, sino como un servicio de verdad y de amor al hermano, ya que se dirige al pecador, no como un enemigo, sino como un hermano a fin de que se pueda reconducir al hermano que se estaba perdiendo. Así se nos indica en el Apocalipsis: “Yo corrijo y reprendo a los que amo” (Ap. 3, 19). Como nos dice la carta a los hebreos, “toda corrección, en el momento de recibirla, es motivo de tristeza y no de alegría; pero más tarde, produce frutos de paz y de justicia en los que han sido adiestrados por ella” (Hb. 12, 11).

- La corrección se ha de realizar con firmeza, pero sin asperezas, ni exacerbando, ni humillando al amonestado. Se debe corregir con mansedumbre y suma consideración. Una corrección ruda puede tener el efecto contrario al buscado. No podemos convertirnos en gendarmes de nuestro prójimo.

- La corrección fraterna exige discernimiento: escoger el momento oportuno; ejercitarla de forma que crezca y no disminuya la estima que el hermano tiene de sí mismo; evitar que sea la única manera con la cual uno se relaciones con aquel hermano; ejercerla sobre cosas verdaderamente esenciales; tender a liberar y no tanto a juzgar y condenar; corregir sabiendo que uno mismo también es pecador y necesitado de corrección.

- Veamos a continuación un ejemplo concreto de corrección, según los criterios antes expuestos: “Yo tenía 18 años y vivía con mi familia en las afueras de la ciudad. No teníamos vecinos y a mis dos hermanas y a mí nos entusiasmaba el poder ir a la ciudad a visitar amigos o ir al cine. Un día mi padre me pidió que le acompañara a la ciudad, pues tenía que dar una conferencia. Mi madre me dio una lista de cosas para comprar en el supermercado. Además, al llegar mi padre me pidió que llevara el coche al taller para una revisión. Cuando me despedí de mi padre, me dijo que nos veríamos en un determinado sitio a las 17 horas para regresar a casa. Después de hacer las compras y llevar el coche al taller, me fui rápidamente al cine más cercano. Me concentré en la película de tal modo que me olvidé del tiempo. Eran las 17,30 horas cuando me di cuenta de la hora que era. Corrí al taller, cogí el coche y me apuré hasta donde mi padre me estaba esperando. Eran casi las 18 horas. Mi padre me preguntó con ansiedad: ‘¿Por qué llegas tarde?’ Me sentía mal y no le podía decir que había estado viendo una película. Por eso, le dije que el coche no estaba aún listo y tuve que esperar. Esto lo dije sin saber que mi padre ya había llamado al taller. Cuando se dio cuenta de que había mentido, me dijo: ‘Algo no anda bien en la manera en que te he educado: no te he dado confianza para decirme la verdad. Voy a reflexionar qué es lo que hice mal contigo. Voy a caminar los 27 kilómetros hasta casa y pensar sobre esto’. Así que vestido de traje y con sus zapatos elegantes, empezó a caminar hasta la casa por caminos de tierra, sin iluminación. No lo podía dejar solo…, así que conduje durante cinco horas y media detrás de él. Veía a mi padre sufrir la agonía de una mentira estúpida que yo había dicho. Decidí desde ese momento que nunca más iba a mentir”. Si el padre le hubiera abroncado y luego castigado por la mentira, no hubiera hecho tanto efecto como esas cinco horas y media caminando en la oscuridad y el hijo yendo detrás con el coche. Le dolió más al hijo su sentada en el coche que al padre su caminata de 27 kilómetros. El hijo fue consciente de su mentira y de la consecuencia de su mentira. Además, el padre no echó la culpa al hijo, sino que la derramó sobre sí. De esta manera, el hijo aprendió a derramar también sobre sí la culpabilidad de su mentira.


[1] La falta de empatía y de total ausencia de solidaridad, por su parte, son rasgos característicos de nuestra sociedad actual en la cual cada individuo tiende a buscar su satisfacción personal antes que mostrar compasión con aquellos que más lo necesitan.

[2] No está bien que un padre, ante su hijo que le trae los deberes escolares de una multiplicación, se la haga sin más. La multiplicación está bien, pero el niño no ha aprendido a multiplicar.

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